Latinoamérica
04 de noviembre del 2016

Well, flood the Nile and plant the Delta!, gasped the colonel. RAY BRADBURY

A.

El Anahuac es un lugar donde pasan cosas a diario. Y antes, pasaban otras. Y más antes, otras, temibles, tremendas. Aquí, entre el musgo acuático, era capital de sangre. De los templos redondos y cuadrados que copiaban los sagrados cerros, sangre; sus canales regaban sus huertos de sangre. Sangre preciosa para alimentar la voracidad de los que aquí eran dioses, que eran como nuestras madres y como nuestros padres (la fragilidad del universo explicaba su sed inagotable). Perseos de Indianas Medusas, ofrecían, con motivo de ésta o de otra mexica ocasión, sangre propia o sangre de otros cuatrocientos; a empaparlo todo. Hasta los españoles se espantaron, ellos, los teules, que venían tintos. Y aún así asintieron con los escandalizados tezcocanos al ver cómo hacían los aztecas en sus fiestas, risa de tanta sangre humana.

El año cero, reino de sangre, fueron en verdad tres años. Tres actos. 1-CAÑA: 2-PEDERNAL: 3-CASA. De la llegada predicha y aún anhelada de los teules sobre sus venados a la masacre del Templo durante los sacrificios y festejos del Tóxcatl y enseguida casi el asesinato del encadenado Moctezuma (símbolo del emperador que ha de beber la copa hasta las heces) y la fatal retirada en la noche. Expulsados de México Tenochtitlan, organizados en Tezcoco de nuevo. En ese lago construyeron nuevos bergantines. Cinco meses se estuvieron. Aún antes que terminaran los barcos, desde allí, con los de Tlaxcala Libre, iniciaron el temible “machacamiento” de los pueblos, dándole la vuelta al valle, matando, violando, saqueando, destruyendo, aherrojando la Venecia nahua donde cunden las viruelas. Y cuando todo estuvo listo, bergantines y aliados y traidores y ballestas, caballos y perros y culebrinas, vinieron los noventa días y noventa noches de sitio. La captura del único héroe a la altura del arte. Día de su san Hipólito, patrón de sus cahuallos. Las paredes tiznadas. Sesos y gusanos en los muros de los cúes derruidos; el olor de muerto en los zócalos y en las ciénegas que eran ahora los canales. Los sacrificios interrumpidos. Los cantos quebrados en lamentos. Hombres y mujeres torturados, aperrados o quemados, el emperador ahorcado en la selva, encadenado a un pochote. Los dioses desaparecieron; nuestros padres se esfumaron.

Pero siempre, y por eso piensan que estoy loco y me mantienen encerrado en esta clínica, siempre hubo algunos que no dejaron a sus dioses sedientos, que no los hambrearon, no los desampararon: hubo unos que siguieron cumpliendo con su deber a pesar del día 1-SERPIENTE de ése año fatal, 1521. Éstos eran los tlacatécolotl. Los hombres-búho. Vampiros les dirán luego, pero éste es un nombre errado, pues, aunque compartían muchas cosas con los vampiros europeos —su inmortalidad aparente, su juventud y su belleza, su afición a la sangre, su odio y temor ante el cristianismo— lo principal era distinto. Eran otra raza. Eran otro misterio. Los hombres búho. No alcanzo a entender la cifra que me llevó a ellos, salvo que yo, Alan, los conocí. Yo venado, tú cazadora, conejo que sangra, venado de grandes cuernos.

E.

Mi nombre es Alan. Nací en los 80, en el gabacho. Viví en México de niño, en la Irrigación; regresamos a Los Ángeles; mis padres murieron envenenados. Soy huérfano. No soy güero. Si soy wero. No.

Luego de ser expulsado del instituto, por pacheco, me vine para México. Ya nada tenía yo en L.A., así que, desde esta Aztlán inventada, hice mi propia peregrinación, que pinté debidamente, al año, en una tira. Aquí llegué, al Anahuac. Terminé mis estudios de forma abierta a interpretaciones. Ingresé a San Carlos. Aprendí a hacer pinturas sobre lienzos.

Quiero volver a mi materia. O sea, pero, yo estaba bien loco cuando tenía veinticinco años. Estaba muy solo, pese a desear la compañía. Mi estupidez o mi orgullo me impedían el trato con otras personas y yo me gloriaba en ello. Por lo tanto buscaba nada de nadie. Mi pintura, pensaba, necesita conocimiento. No amistades, no redes sociales, no fiestas, no sentimiento, sino conocimiento. Mi maestro era adusto, muy chambeador, muy técnico, muy au plein air también.

Me parecía imposible de entender el porqué de la destrucción de los aztecas, y, como los informantes de Sahagún, yo también me preguntaba, si es que acaso nuestros dioses habían muerto. ¿Qué se había hecho el de los colmillos y anteojeras, el otro torvo y color de niño con sus brazos azules y sus piernas azules y el del espejo sabre que humea y la señora del faldellín de serpientes y la señora de las inmundicias y el señor descarnado y nuestra abuela y el señor de lejos y las grandes bocas de la tierra y del sol? Todo destruido, todo tirado, todo muerto por siempre, vivo tan sólo entre aquellos de los que hablo con reverencia, sí, y con espanto, los propiamente llamados tlacatecólotl. No sólo son hombres-búho: también son tlacatéotl, hombres de dios y tlaamahuiques, hombres que lo intentan atrapar a uno y tlacateccatl, acomodadores de hombres.

Yendo y viniendo por basamentos y salones topé con uno. El nombre castellano de este hombre era el profesor Esparza, quien daba, en un helado anexo universitario, una clase sobre el Códice Borgia y el Borbónico. Esparza era un hombre gallardo, frío, que nunca parecía estar cómodo, uno de esos indios prusianos, oí decir un día o lo leí en una app. Recordaba de pronto a Johnny Depp. Su mirada era profunda. Nunca supe si al final había desprecio o caridad.

Me enrollé, pues soy hombre, duro poco..., con una chavita más loca que yo, Rosa (que pintaba), a pesar de mis pretensiones de ser solo. Fui a Huautla de María Sabina. Aprendí de hongos, del hongo. No lo suficiente. Pero sí que es carne. Fuí a Wirikuta, ahora sí solo; allí aprendí que alguien es. A medida que entraba más, más quería saber. Comencé a empedarme por la colonia. Dejé a mi novia, por las escenas de celos que hacía, tal vez con razón. Hubo un día, en San Bernabé, en que me zarandeó un san Isidro. Tuve extrañas experiencias oníricas. Habían cabezas y corazones, unas enfiladas, amontonados los otros.

Comencé una serie de pinturas de los sacrificios. Fui al matadero para ver bien la sangre y deambulé por las redes, asqueado y excitado. No podía pagarme un viaje de estudios. Hubiera querido ver tantas degollaciones, tantos martirios pintados. Respirar en la misma sala que un Ucello, traspasar con la vista un Tiziano. Iba con Laura, otra chava, o solo, al munal o al castillo o a los chalcas o a antropología o a la estación subterránea para admirar la pirámide redonda donde se efectuaban los combates gladiatorios, los “rayamientos”. Allí, atado, semidesnudo, un cautivo armado de flores se enfrentaba a jaguares y águilas armados de jades y de obsidianas que lo iban rayando de sangre. Luego era sacrificado. Luego era arrojado. Luego era decapitado. Luego era desollado. Desmembrado. Guisado. Luego era comido. Una tarde Laura me llevó a los toros: me repugnó el hispanismo, como siempre. La troné.

A veces se me revolvían en la tela cabellos, óleos, pinceles, tatuajes, trenzas, chichis, nalgas, dioses, hombres y mujeres, y por más que mi vida y mi pintura se mezclaran girando en un cárcamo, eso era lo que buscaba, como si el único sentimiento posible para un outcast fuera el exceso. Fui a una fiesta muy grave. Regresé. Una galerista, Lorna, más interesada en mi carne que en mi pintura, me compró.

Mi desmadre crecía: fui en hongo al árbol de La Noche Triste en Popotla y deambulé por los antiguos Indios Verdes, a por unos ácidos color tarde a La Condesa, peleé con Lorna, a la que encontré metiéndose coca en una inau-guración en Chapultepec, aunque eso no era lo peor que estaba haciendo. Le di en la madre a un carro que no era mío. Una mañanita me fui muy pacheco al Tepozteco a una ceremonia mexicanera, de la que nada diré, salvo que en ella, mientras sonaban tambores y cascabeles y nos sahumaba el incensario, se gritó.

-¡Joaquín! -¡Él es dios! -¡Norma! -¡Ella es dios! -¡Alan! ¡Él es dios!

Esto me había turbado profundamente. Volví con dos lienzos de las montañas de bronce. La verdad es que los malbaraté en la galería, me emborraché, me surtí, fuí a un reventoncillo, anduve girándola por Polanco y por fin terminé en el depa de Rosa, en un edifición en Tlatelolco. Allí filmaron patos.

Aquí comienza mi relato.

...

Cada vez que cuento mi historia, y lo he tenido que hacer mil veces, me parece menos verosímil. La siguiente noche, en la azotea de Rosa, luego de un medio aceite, miraba las ruinas de Santiago Tlatelolco y el hermoso y cómplice ministerio blanco, pensando en rojo y en escarlatas de grana cochinilla, dicha nocheztli, y también en negros y en azules, cuando una gran llamarada en la pirámide me llamó poderosamente la atención. Me quedé mirando. ¿Qué sería? ¿Quién? ¿Niños, marcianos, enfermos o reyes?

El fuego debía ser grande. La flama se extinguió y luego volvió a subir, una larga llamarada azul y amarilla y verde. Comencé a pintar sus luminosos contornos en la oscuridad subsiguiente. Se prendió y se apagó muchas veces, como el aceite. Pensé que alguien seguro estaría filmando. Sonó un cohetón y El nervio del volcán. Seguí pintando, muy clavado. De Rosa, ni sus luces.

De pronto, de esa gran flama, surgieron multitud de pequeñas llamas que se estuvieron quietas un momento, cintilando y luego, como si una inmensa mano las tomara en su puño y después abriera la palma soltando perlas o canicas, chispas desparramándose cuesta abajo de las prehispánicas trincheras. Mi pincel pintó una llama. Tenía que salir. Apagué el cuadro. No había sangre en el elevador. Olía a hot-cakes. Salí a la noche.

De pronto, en medio de la oscuridad de las tlatelolcas torres pasó corriendo un niñito disfrazado, iluminado por una llama que llevaba en una jícara; cuando me miró sentí como si me reconociera de antes. Siguió su carrera por las explanadas. Entonces oí claritito mi nombre; y seguí, corriendo también, el llamado. El niñito dió una vuelta a la izquierda, y llegamos a una avenida que atravesó a gran velocidad un tráiler. Perdí al niñito de vista; luego ya lo ví y corrí tras él, pero el esfuerzo me mareó y me detuve: trastabillé en escalinatas y espirales. A lo lejos las luminarias de las sufridas torres, frente a mí la darknet de la Guerrero. Prendí un cigarro, le dí un jalón, me dije mi nombre, le dí otro jalón, lo tiré, seguí a ese niño por la calle de bardas pintarrajeadas con el signo V y V invertida.

En eso, cuando pareció por un momento que lo alcanzaba, se paró un volkswagen al lado mío, vocho que no había yo escuchado, como si no viniera prendido. Iba una sola persona en el escarabajo rojo. Trabajosamente se abrió la puerta, y una chava, de pelo largo bajo el sombrero guango y lentes rosas, con un suéter de Chiconcuac bien forever, e igualita a la gran cantante de Puerto Arturo, me dijo, echándome una nube de humo de marihuana en la cara.

LA JANIS

Súbete.

¿Irán a creer que obedecí? ¿Qué iba a hacer? Se veía guapa. Cerré la puerta y acepté el toque mientras quien luego conocería como “La Janis” hablaba. Y hablaba. No recuerdo una sola palabra de sus húmedos labios, porque me besó. Después sí dijo que me iba a llevar a un lugar donde contestarían todas mis preguntas. No sabía que tuvieras tantas, dijo una voz que no era mía, ni era de ella.

Estaba atrapado, como la mosca en la telaraña. La Janis sonrió. De pronto me dí cuenta que habían un gran danés y un xoloescuincle en el asiento trasero; no sé por qué antes no los había yo visto, si el mostrenco era un animal negro y enorme. Íbamos por una calle ni recta ni curva, ni estrecha ni ancha. Andrómeda brillaba nebulosa. Desde niño había soñado con la erupción de los volcanes. Frenó. La cara del alano me rozó con fuerza, dejándome un rastro de baba. La Janis sonrió.

LA JANIS

Ya llegamos. ¿Estás bien? ¿Te ayudo a bajar?

Estábamos riéndonos frente a una barda de esas que se hacen en México: verdaderas murallas: nada se alcanza a ver más allá. Me dolían los ijares de tanta risa y risa. El timbre del interfón parecía el dios Tláloc. Arriba, zumbando, torres y alambres de alta tensión. La Janis abrió, puedo jurarlo, la puerta con un pase arcano. Creí sentir el temblor del tren. Justo antes de que yo entrara, entraron a la carrera el alano, el xoloescuincle y el niñito. Pasé el umbral pintado en la Guerrero.

I.

Entré a un patio del Virreinato. Ninguna luz artificial había; sólo antorchas. A su luz pude ver que estaba rodeado casi por completo por arcos de cantera dobles, con buganvilias creciendo en las columnas, enormes tinajas de barro negro en aparente desorden, un cristo crucificado, cuyo semblante estaba cubierto por la máscara del Blue Demon, y en las paredes cuadrados espejos de obsidiana y trajes guerrerenses de los bailes de tigres y jaguares y espadas. Era una casa que yo me imaginaría perteneciente a un artista de pasada fama en un México que ya fue, no sé.

Acuclillado en un equipal, al lado de una mesa de cuero sobre la que se veían velas de cera cuidadosamente puestas, un frasco de miel lleno de esos hongos que llaman pajaritos, un montoncito de monedas de oro y una botella abierta de mezcal, estaba el Joven Viejo. Detrás de él, semidesnudo, de pie, un atlante de poderoso pecho, El Tlama.

De pronto creí estar en el piso oscuro de Huautla. Luego estuve otra vez, risueño y aquí sentado. El Joven Viejo esbozó una sonrisa y me dí cuenta que yo lo conocía: era el profesor Esparza quién sostenía una pareja de pajaritos frente a mis ojos. Me miró.

EL JOVEN VIEJO

¿No te acuerdas de lo que decíamos del códice santo? Que allí estaba pintada toda la ceremonia. No se dice nada más por decir; se dice porque, en efecto, es cierto. Puedes fumar si quieres.

Lo hice: La Janis me prendió el cigarro, eje de un mundo en otro. El Joven Viejo rezó en voz baja un rato, o dormitaba, o pensaba. Luego comió los pajaritos y tomó otros dos y me los ofreció. También La Janis y El Tlama comieron, y una mujer, Paulina, que surgió de entre las sombras iluminándose, muy guapa, onda la época de oro del cine nacional, también. La Janis se prendió un cigarro. Con el humo se fueron formando guardianes. Se desdobló un lienzo. Las cuatro esquinas del mundo se desdoblaron. Luego era obsidiana. Brillante y opaca.

EL JOVEN VIEJO

Este es el Gran Espejo. Es del dios mutilado, de aquél que conoce nuestra pasada grandeza y nuestro declinar pues también él acaece. Y muta.

Tosí. Tosieron los demás. Me regalaron un poco de miel con carne de dios; de pronto me iba, pero volvía siempre. Un pájaro de color rojo comía de una roja tuna.

EL JOVEN VIEJO

Fui el guerrero tecolote quetzal y capturé mis cautivos. Era yo como si se derrumbara un cerro, pero también fuí capturado junto con el emperador el día 1-SERPIENTE. Él me mandó que me escapase aunque yo hubiese querido seguirlo hasta Las Hibueras, donde lo colgó el capitán Malinche. No pudimos salvarlo; no pudimos convertirlo en un tlacatecólotl. Murió deveras.

Tuve presente de pronto el Monumento a Cuauhtémoc, imponente, cercado por automóviles. Es un monumento constelado: el emperador está solo y atrás dinteles y más atrás eucaliptos, yendo a una ciudad satélite. Esa imagen se disolvió en negro. Tembló tantito. Y entonces la ví. Mis ojos la vieron: la gran México, ciudad de los tenochcas. Ví los límpidos horizontes, el Anahuac, el dulce valle, el prodigio formado por los templos y canales y calzadas y tianguis. Ví las garzas y ví los guerreros. Y en las rendijas del ajedrezado patio, en las ramas lujuriosas como la negra cabellera de un sacerdote azteca, pequeñísimos templos donde se ofrendaban pequeñísimos sacrificios. Y ví otros, con las caras pintadas de blanco y prieto enalmagrados y venían callando...

EL JOVEN VIEJO

Nadie sacaba más los corazones. Ya no se untaba la masa con sangre; ya no se llamaban de Axayácatl los destruidos palacios de grecas sino Puerta del Cielo o Camino del Calvario. Cadenas y lingotes, dice Le Clézio, eso fue la Conquista. Y viruelas, clavos, esclavos. Algo más. El sol, ése que antes exigía corazones humeantes, el sol seguía saliendo, oh prodigio extraño y ajeno, sobre las iglesias y sus contrafuertes, los solares y portales, los entierros y los justicias y los señores del veneno y de la columna, las machingüepas, los indios tristes, los niños perdidos, los penitenciados, los clérigos muertos.

Fray Bernardino dice que somos unos pobres infelices, que nos hacemos llamar (cito de memoria) hombres búho para encantar a la gente y hacerla desmayarse. Pintamos las paredes de las casas con sangre, dice. Y fray Bartolomé nos llama, a los tlatlatecolo, hombres nocturnos y espantosos.

Pero eramos pocos, y luego del fin de Martín Cortés y sus amigos (que nosotros provocamos) y de unos primeros roces con tribunales y corozas, desaparecimos del mapa. Nos borramos; ya no dejamos mucha huella. Aprendimos nuestras amargas lecciones a fuerzas, hubiésemos sido aristócratas de Tacuba o pordioseros en Jesús María. Y nunca muchos, nunca suficientes, pasamos por la pesadilla colonial. Fue así.

En 1641 encontramos un refugio en la “Casa del Judío”, en el número 35 de la calle del Cacahuatal de San Pablo. La muy grande casa había sido tapiada luego que su dueño, un Treviño y Somonte, fuera quemado por la Inquisición. Por ser judío. Murió en la hoguera insultando y maldiciendo al Santo Oficio, al Arzobispo de México, a los Ministros, al Rey y a todos los cristianos allí congregados. ¡Echad más leña, que mi dinero me cuesta!, gritaba antes de ser sofocado y humear y arder frente a todos esos imbéciles. Y, aunque mi árido rezo acompañó sus gritos, pues yo lo conocía, nada pasó entonces. Pero intuí al dispersarse gentes y cenizas que esa que había sido suya, era nuestra nueva casa. Allí fuímos.

Pronto se dijo que la Casa del Judío era un lugar donde espantaban (y era cierto; somos nosotros los que amortecemos la tierra con tinieblas) y en donde había tesoros enterrados (esto también era verdad, pues rescatamos nosotros el rescate en el Tlantecayocan, el Canal Tolteca, aquel paso y abertura de agua [que] presto se hinchó de caballos muertos y de los caballeros cuyos eran y de los indios tlaxcaltecas e indias y naborías, y fardaje y petacas y artillería... había en las calzadas grandes escuadrones guerreros: y los apañamos y amorrinamos y los flechábamos y alanceábamos, pero no los acabamos, aunque éramos varones fuertes: ellos, los fuereños, a esta, por así decir, tlaltetecuitza la llamaron “La Noche Triste”). Mira este oro. Desde allá viene.

La Casa del Judío siguió siendo nuestra guarida, gracias a su ruinoso estado, triste y repulsivo edificio, refugio para los animaluchos, desde el asqueroso murciélago al tecolote, decían en ese librito en castilla de la historia y leyendas de las calles de México. Allí sacrificábamos a los que podíamos. Preferíamos a los descendientes de los conquistadores y al clero secular. Pero hubo de todo.

Perdimos gente: a Genoveva, de fiebres cuartanas, a Juan García, alias “El Guapillo”, denunciado a la Inquisición en 1750, o a Santoyo, en 1783. Hubo también alegrías, como cuando desenterraron las dos Piedras. Nuestra Señora del Faldellín de Serpientes, la Coatlicue y el que llamaron “Reloj de Moctezuma”, la Piedra de Sol. En el Zócalo que fuera nuestro. Las honramos con sangre en el patio de la Universidad a pesar de hallarlas enrejadas, como nosotros. Vino la Independencia, río revuelto. Conocí al Habsburgo que nos saludó en la florida lengua de los antepasados. E inquirí acerca del destino del espejo de obsidiana de la cámara de los tesoros vienesa, la Schatzkammer. Pero no lo traía este emperador. También con Juárez nos fue mal.

A fines de don Porfirio vino la segunda dispersión. Fue el tiempo de la primera guerra contra los vampiros de más allá de Sacrificios. Perdimos la Casa del Judío. Fuímos cazados; también cazamos. Ambos bandos descubrimos cómo causar la muerte de los otros pretendidos inmortales. Pero ellos eran más. Aguantaban sus temibles enfermedades mejor que nosotros. La Revolución nos salvó. Vivimos por La Lagunilla. Otros se fueron a Mexicalzingo; unos más a Balvanera. Después del temblor del 57, nuestra banda de tlacatecolotes nos vinimos aquí. Hay uno en la calle de Palma, en un cuarto, un avaro que se está muriendo de sida entre mantas de algodón, banderas de papel, filigranas de oro, y piedras y plumas preciosas.

Y hay otro, del que no hablamos, aunque va y viene dándose aires y es muy poderoso. Pero nunca han sido como ahora los tiempos. Es un machacamiento distinto el que hay ahora. Estuvimos solos, de pronto, él y yo. Respiré ocres; volteé para arriba y allí estaba el hombre tecolote, hablando por su pico de bronce mientras batía sus ralentizadas alas de colores imposibles. De pronto, de nuevo todo igual, con el brasero y el patio. Silencios. Pasa la textura del tiempo. Regresamos.

EL JOVEN VIEJO

No tengo ánimo. Ultimamente me falta el aliento. Me parece que me estoy yendo. Me duelen las entrañas. Mis brazos están cansados, mis costados. Tengo que hacer un esfuerzo por recordar. Pero lo hago. Los nobles, los preciosos nobles, los hijos preclaros no existen, no viven; no los hallo. La Janis se quedó en el 68 o el 69: Paulina e Itzcóatl se han vuelto perversos; El Tlama es mudo. Los de Cuautitlán fueron exterminados por los vampiros. También nosotros decaemos, como todos, hasta los mismos nahuales mixtecos decaen: decaen los padres de esta ermita.

Estamos escasos. Ocupamos gente. Necesito un muchacho como tú, Alan. Pero... Alan: estás aquí como Edipo ante la Esfinge. Figúrate que así también estuvo don Juan. Te voy a hacer una pregunta y vas a tener que responderla. En ello se te va la vida. ¿Estás listo? ¿Sabrás morir?

Dije “Sí”. De súbito estábamos en una chinampa, en una tarde brumosa, bajo la constelación particular del Nuevo Mundo, junto a un maguey inmenso, rodeada la chinampa de ahuejotes. Una garza pescaba pececillos. El Joven Viejo me trazó con ceniza un glifo en mi pecho desnudo. Yo me atravesé el lóbulo derecho con una púa. El Joven Viejo hizo lo mismo. El izquierdo. Lo mismo. Sonaron caracolas y atabales. Flamearon al aire banderas de chapopote. Rebotó en el piso de la selva de hule la primera pelota del mundo. Surcaron flechas los firmamentos.

Luego El Tlama entró al patio, sonriendo, borracho, con un chavo, también muy tomado. Era güero, caían caireles sobre su desdeñosa boca de ángel en el borde del abismo. Estaba lindo. Venía a conectar. Dejó su celular en la mesa. Buscó una rola. Paulina sirvió sendos caballitos. Prendieron un toque. Bebimos. Estuvimos platicando mientras Paulina jugueteaba con los botones de su blusa. El Joven Viejo ya no estaba. Había en su lugar un chacmol de piedra. El Tlama, riendo, desnudaba su sinuoso cuerpo para ponerse luego un traje de jaguar. Paulina jugaba ahora con el cabello del chavo.

PAULINA

¡Qué guapo estás! ¿Eres español? ¿O mexicano?

Cuando Paulina reía, con sus dientes afilados y perfectos, se notaba claramente su calavera. Y le gustaba reír. También al chavo. Y bailar. Y desnudarse. Su nuca... Me distrajo La Janis, que a eso venía. Besos largos. Un nocturno colibrí. La Janis es guapísima: creo que la amo.

Se me acercó, todo sonrisas, El Tlama y me puso su mano, teñida con tinta negra, sobre mi pecho. Me sentí fuertísimo. Cómo nunca fuertísimo y El Tlama lo sabía. Apareció Izcóatl, con su cara de linebacker, sus tenis que no machaban entre ellos, su playera de red blanca. Sonreía el hechicero. Dió un silbido y se puso a bailar muy tachero. Flores. Tocados. Brazaletes, bezotes, aretes, fíbulas, pulseras, puro oro. Luego, todos, luego...

Empuñé el filosísimo cuchillo de obsidiana. Noté a Alguien Azul junto a la piedra de sacrificios. El chavo, desnudo, atenazado por El Tlama y por Itzcóatl, tenía la verga parada. Su tórax pareció a punto de estallar por el súbito estiramiento. Flores. Yo también estaba excitado y tenso y raro. Mis manos no eran mías, o lo eran. El güero me miraba, aún sonriendo, muy drogado. Ahora. Hundí el puñal bajo su tetilla izquierda. Su sangre manó con fuerza, y me dió en la cara y en el pecho. Su sonrisa quedó helada. Sus ojos abiertos... Realicé con el cuchillo los tres movimientos que El Tlama me indicó con la cabeza y luego, soltándolo, hundí la mano, tomé el corazón y, tirando, lo saqué del cuerpo ahora sí exánime. Levanté el corazón a nuestros dioses. Una vasija para las flores del águila que brota me fue ofrecida por La Janis. Dejé allí el corazón humeante. Alguien Azul me tomó y me hizo hundir los labios en el costado y bebimos de las rotas arterias sangre. Me limpié la boca en la que había un regusto extraordinario. Entró a escena Itzcóatl, que degolló al infeliz. Cayeron nuevas flores, de pistilos como clavos. Y, de pronto, de pronto me espanté. De pronto se manifestó el terror. Quise gritar. El Desollado venía por mí. Alguien Azul venía por mí. La sombra de Tezcatlipoca... Nada podía detenerlo. No podía gritar. Nada. Nada podía.

ITZCÓATL

Esto no necesitábamos verlo nosotros: él es el que necesitaba verlo.

Alguien Azul se veía espantoso. Aterrador. Estaba sobre mí, ya no en su forma hermosa de mancebo, sino con su disfraz jaguar, su rostro bicolor, su barba, su yacaxiuitl, su botón en la nariz, su franja en la frente, su espejo en la sien, sus retorcidas orejeras de oro, su tocado de plumas de garza, su tocado de plumas de quetzal, su collar con cascabeles, su taparrabo y sus cuchillos para el sacrificio, sus ojos en el cuerpo, su espina de maguey clavada, su ofrenda de hule, su punzón de hueso, su miembro de pedernal, su escalofriante enigma.

ALGUIEN AZUL

¡Puto! Aullé como un perro. ¿Reían? Reían.

O.

Hallo un lecho donde sueño a sorbos algo azteca. El sol me despierta a lengüetazos. Por la casa vacía llego al patio vacío. No. No vacío. El cuerpo decapitado del chavo está allí, grotescamente arrojado. Y no es un espectro nahua; no es el youaltepuztli, hombre sin cabeza, que tenía cortado el pescuezo y el pecho teníale abierto; pero igual. Pero real. Hay una vasija rota. Tengo las manos prietas de sangre.

Estrépito: entra la tira. Insultos, y un cachazo. Despierto inmóvil y desnudo en un cuarto blanco. Es la clínica. Un médico muy moreno me mira muy de cerca. Sus ojos son estanques de obsidiana. Su cabello humea. Luego levanta una aguja, y la clava bajo mi tetilla izquierda. No puedo hacer nada. Otra vez no puedo salvar al emperador.

5 COZCACUAUHTLI, 3 ÁCATL/14 de abril de 2015

Frases
Pablo Soler Frost
  • Escritores invitados

México, 1965. Es editor, escritor y guionista. Entre sus libros más recientes están El reloj de Moctezuma (Aldvs, 2010) y Adivina, o te devoro (F.C.E., 2013).

Fotografía de Pablo Soler Frost

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