Aprendió desde muy pronto a pensar y, como no vio de cerca a ningún ser humano más que a sí misma, se deslumbró, sufrió, vivió un orgullo doloroso, a veces leve pero casi siempre difícil de soportar. Cerca del corazón salvaje
Densidad es la palabra, una de ellas. Pero para acercarse al verdadero sello de su escritura no queda más que leerla. Después sobrevendrán oleadas de ideas y preguntas que querrán seguir esta literatura densa, impredecible de Clarice Lispector (Tchetchelnik, Ucrania, 1920-Río de Janeiro, Brasil, 1977). Desde el principio, en la niñez, fue así: la necesidad de contar una historia interminable, y más que una historia, una sensación, y aún mejor, lo percibido detrás del pensamiento, o el mismo pensamiento creándose en todo su esplendor al momento de escribirlo. Luego de ello encontrar no el caos, o sí, pero en una estructuración de tal coherencia y precisión, en un lenguaje tan inusual y diferente al de sus predecesores literarios, que la aparición del primer libro de Clarice desconcertó y asombró al mismo tiempo a la crítica de su tiempo en su país. Algunos editores influyentes, Alvaro Lins en especial, fueron duros con ella, pero resistió y gracias a la confianza de amigos como Lúcio Cardoso, su consejero literario e impulsor principal, pudo publicar su “rareza”. Estamos en 1944, año de la aparición de Cerca del corazón salvaje, aquella primera novela. Desde el inicio lo suyo fue seguir el excitado fluir de su conciencia; tratar de apresar eso que se presentaba y ya estaba transformándose, volviéndose algo intenso y fugitivo, algo a punto de ser dicho para encontrar de inmediato inmensos derroteros, posibilidades sin fin. No se crea por ello que se trata de una prosa deshilvanada, fincada en el sinsentido, como no podría serlo la escritura de dos grandes autores de la modernidad con quienes se le comparó, para su perplejidad: nada menos que James Joyce y Virginia Woolf. Clarice afirmó en ese entonces que a estos autores no los había leído aún; en cambio Herman Hesse con su Lobo estepario y la enseñanza del viaje interior; los cuentos de Katherine Mansfield, en particular los reunidos en Felicidad, y los de Monteiro Lobato, fueron lecturas entrañables de su adolescencia.
Clarice Lispector en sus fotografías es, además de bella, de una solemnidad hierática que responde muy bien a su concepción de la máscara y a su manera de asumirse con alta dignidad como persona. Porque la máscara fue para ella la del ritual con que se cumple el destino de la vida humana. Esa soberbia solemnidad, retratada en plena juventud por Giorgio de Chirico, enmascara lo que religa a Clarice con algo que atravesó de lleno su escritura: una infatigable indagación sobre la existencia. Pues “vivir es siempre cuestión de vida y muerte”, reflexio na su personaje G.H.
Clarice había descubierto muy pronto, probablemente en la infancia, que: “Elegir la propia máscara es el primer gesto voluntario humano. Y es solitario”. Con esta certidumbre la escritora se entregó a la observación de su entorno internándose en el flujo de sensaciones y reflexiones que le salieron al paso sin cesar. Una sensibilidad en carne viva la consumía, como bien lo supieron varios de sus seres cercanos. El deseo de comprensión que la asalta la hace desmenuzar cada gesto, movimiento y expresión del mundo para proyectarlos en sí y saborear su sedimentación, el proceso mental al momento de hacerse la palabra que da con “la cosa”, esa esencia tantas veces mencionada por ella pero jamás preconcebida; siempre incierta pero vislumbrada de antemano.
Las temáticas fundamentales de Clarice se encuentran registradas desde su primera novela y acusan una madurez y agudeza de visión que destacan de inmediato, pues provienen de una joven que comenzó a escribir su relato inicial a los diecisiete años, aun cuando no lo publicaría hasta los veinticuatro. Ya en Cerca del corazón salvaje desafía las convenciones de su tradición literaria (la del Brasil) e inicia una narrativa fragmentaria que explora por primera vez, a fondo, las complejidades psíquicas de sus personajes y se arroja a una reflexión intelectual sin concesiones, despiadada, alejándose del colorismo realista predominante, colmando una escritura que en el futuro será como empezó, única en su apresar y desenvolver ideas e intuiciones más que hechos o acontecimientos. En esencia, sus personajes serán aquellos seres en permanente azoro ante la circunstancia de vivir, y la trama el despliegue de sus meditaciones fugitivas. Sus criaturas serán alcanzadas en momentos preciosos, cuando tratan de comprender quiénes y por qué son, y aprehenden lo que perciben en medio del vértigo vital donde se hallan, para lograr saberlo apenas por un instante, y perderlo después.
No sólo el qué sino el cómo fue en Clarice una revelación. Nunca será el suyo un lenguaje a la mano, de alcance a la primera. Complejo y en algunos momentos difícil de seguir, no por su retórica sino por el significado y la novedad de lo nombrado; con frecuencia su decir se funde en lo lírico poético. Así lo registraron Lúcio Cardoso y el poeta Manuel Bandeira, asiduo amigo y admirador en la distancia (pues la escritora pasó dieciséis años fuera de su país al lado del esposo diplomático). Con todo, esta disolución del lenguaje, tan propia de Clarice, encuentra en sus cuentos una estructura más delimitada y concluyente que en sus novelas. En éstas su método de trabajo fue acumular notas sobre el mismo tema, tomadas aquí y allá, que después iría ordenando hasta dar forma a los manuscritos, mismos que hubo de modificar algunas veces en varias transcripciones antes de su versión final. En los últimos cuentos que publicó en vida titulados ¿Dónde dormiste anoche? (1974), la vena filosófica de tono existencial que los recorre es similar a la que inspira la novela La pasión según G.H.
La extraña originalidad de Clarice desató el mito de su raíz extranjera. La verdad es que siempre asumió su escritura como algo arraigado firmemente a su ser brasileño y a la lengua portuguesa. Había llegado al país al que siempre se sintió pertenecer a los dos meses de edad; después, lo más cerca que estuvo de Ucrania —el lugar donde nació estando de paso, como parte de una familia de emigrantes rusos de origen judío—, fue Polonia. Pese a que en esa oportunidad sintió algún llamado, alguna curiosidad por cruzar la floresta frente a ella para conocer la tierra de sus orígenes, nunca volvió. En todo caso, el misterio de ese hermetismo duro de traspasar que muchos creyeron advertir en su escritura; la cuna de esa introspección y clarividencia inherentes a sus textos, podría encontrarse, quizá, en su llegada y establecimiento en Recife, dentro de la comunidad judía en medio de las difíciles y precarias condiciones materiales de su familia, con una madre enferma y discapacitada; después en el ambiente cultural en que se desarrolló como estudiante de Derecho y periodista durante su temprana juventud, en Río de Janeiro, al lado del grupo de amigos que la rodeaba, entre los que se encontraban Ledo Ivo, Manuel Bandeira, Lúcio Cardoso, Rubem Braga, Francisco de Assis Barbosa y Fernando Sabino.
La pasión según G.H. fue la quinta novela de Clarice. Escrita en 1963 a lo largo de casi un año, la escritora atravesaba un momento doloroso en su vida personal al haberse separado de su marido unos años antes. Hasta esa fecha se consolidaba el divorcio, vivía de nuevo en Brasil y enfrentaba sola el cuidado de sus dos hijos. A su vez luchaba por la sobrevivencia profesional dentro del periodismo literario. Pese a las circunstancias, la novela no es una confesión de la autora sobre esos acontecimientos, puesto que nunca echó mano de sus libros para fines de ese tipo, según llegó a explicar. En cambio, la consideró su novela más lograda, la que más satisfecha la había dejado y en la cual se había sumergido con deleite durante el tiempo que le tomó.
Por lo general frente a la escritura de Clarice el lector suele sentirse ante un palimpsesto ilimitado; sin embargo, en La pasión según G.H. hay un principio y un fin perfectamente armados, si bien la sensación de que la novela podría prolongarse indefinidamente no desaparece. Es esta la constante en la obra de la escritora, así como la lucidez extrema constituye la marca de la novela en particular. Durante su lectura uno se sumerge en las aguas a veces inalterables, a veces opresivas de un discurso metafísico de tal brillantez que por instantes ahoga.
Porque Clarice se ha propuesto nada menos que acceder a la realidad más descarnada a través de la creación. Se ha lanzado a la aventura de dar forma a lo que siente y esto lo considera una valentía; y, en verdad, dado el desasosiego que provoca, lo es. No por nada para iniciar la novela advierte que la contentaría que la leyesen únicamente “personas de alma ya formada”. Directa, segura, deja ver a sus lectores lo que habrán de encontrar al voltear la página: el acercamiento lento y penoso a algo concerniente al espíritu. Es el suyo el íncipit de una búsqueda que desembocará en el hallazgo de algo totalmente inesperado para G.H. —como seguramente lo fue para la propia escritora—: la esencia de su ser como persona, y el origen de su condición humana de cara a lo divino.
La novela inicia mencionando una experiencia terrible sucedida en la mañana del día anterior a G.H., una escultora de situación acomodada que vive en un confortable departamento en Río de Janeiro. Narrada sobre todo en primera persona, la historia se construye impulsada por un delirante monólogo dirigido a un interlocutor que la misma G.H. se ha inventado para no sentirse desamparada. El suceso extremo que ha vivido apenas ayer la desorganiza de tal forma que la enfrenta a la vida verdadera. A partir de este acontecimiento el personaje G.H. inicia un viaje introspectivo hacia una comprensión de la vida que la remonta a civilizaciones enteras donde visualizará algunos de los lugares más antiguos de la tierra: Damasco, Egipto, Persia, el Extremo Oriente, el Desierto del Sahara. Para lograrlo atraviesa el infierno de la repulsión. Sólo así alcanza la vida real. ¿Y cómo sucede esto?
Con maestría que roza en algunos momentos lo poético, Clarice va diseccionando la interioridad psíquica y emocional de su personaje G.H., quien se sumerge en hondos pensamientos filosóficos sobre la naturaleza de la vida, de lo humano, del amor y de lo divino después de un suceso simple pero estremecedor: la aparición y el posterior aplastamiento que hace de una cucaracha. A partir de ese punto vemos a G.H. alcanzar una regresión prodigiosa en el tiempo hasta llegar al origen protozoario de la vida. El escenario ha sido preparado por la escritora Clarice con cuidado y profunda atención: todo ocurre en un cuarto de servicio doméstico que la antigua empleada ha dejado en un estado de pulcritud que pasma a G.H. Las extrañas siluetas de un hombre, una mujer y un perro dibujadas en una de las paredes del sitio terminan de desconcertarla. Pese al despojamiento de la habitación, parecida a un desierto, es ahí donde aparece la cucaracha salida de un armario. Este insecto, que cumple 350 millones de años de existencia en la Tierra, obliga a G.H. a entregarse a una poderosa reflexión sobre la neutralidad de la vida.
Al quedar expuesta la masa blanda que excreta su cuerpo aplastado pero vivo, la cucaracha desorganiza todo lo que ha sido hasta entonces G.H. El asco y la náusea emergen para que Clarice alumbrada de pasión descubra a través de su personaje lo descarnado del poder, pues si la cucaracha fuese más grande y fuerte que G.H. mataría a ésta sin contemplación con el mismo ardor y violencia con el que la escultora desea liquidarla. Y esto es de lo más natural. Ni bueno ni malo; sin piedad ni esperanza se le revela a G.H. la pulsión por matar; ante todo siente inmensa dicha y terror. Descubre que la cucaracha, a la cual observa minuciosamente en todos sus rasgos y fealdad, es la vida más profunda. El encuentro con la monstruosidad de este insecto desata en ella un vertiginoso discurso ontológico y no pocos habrán visto en este punto similitudes con Kafka.
G.H., a través de este ser repugnante, alcanza a vislumbrar el núcleo de la vida y su crudeza infernal; su presencia la remite al silencio de los siglos. El personaje G.H. se encuentra frente a lo inmundo que le permite percibir lo divino, y se da cuenta de que, para comprenderlo, debe primero deshumanizarse, tocar el infierno de lo inexpresivo —la cucaracha misma— que hay a la hora de vivir. Se abre para G.H. el camino hacia la fiereza de la existencia y la brutalidad de la Naturaleza. Empieza entonces a temer al rostro de Dios; al presentir la ausencia de belleza en lo divino percibe lo demoniaco anterior a lo humano. Descubre el silencio que se hace al abandonar los sentimientos y atreverse a mirar la realidad neutra, que no es más que la vida prehumana divina. Intuyéndolo alcanza a comprender lo inexplicable vivo: una nada sin sabor que es Dios, como lo es la alegría más primordial. Todo esto le enseña de golpe la cucaracha aplastada pero viva que la mira desde el fondo del tiempo.
Echando mano de esta novela Clarice realiza una indagación filosófica del ser; y su método, que es la introspección más despiadada, le va dando el lenguaje, los signos que dan cabida al pensamiento incisivo, salvaje y crudo de la escritora.
La búsqueda de G.H. es tan absoluta que expresa: “la verdad tiene que estar exactamente en lo que jamás podré comprender”. Y, sin embargo, lo que comprende es el pasado más remoto de la humanidad, hasta retroceder al punto de lo prehumano de la cucaracha; esto sucede, incluso, al tratar de seguir su propia alma: G.H. se da cuenta de que es tan inmensa que jamás la alcanzará. Al encontrarse con su ser primitivo, y con él con la grandeza de Dios, lo que experimenta en realidad es la grandeza del infierno. Descubre así la esencia del espíritu y de la vida más arcaica presentes antes de lo humano.
Los hallazgos metafísicos de Clarice parecen acercarse al pensamiento oriental que plantea la actualidad del aquí y del ahora: a G.H. se le revela que lo que vive existe únicamente en el hoy, en el presente continuo, sin esperanza. No en el futuro. De igual manera, al afrontar un Dios que no promete porque es mucho más grande que eso, la fuerza impersonal de lo divino mostrado a G.H. estaría remitiendo a una especie de religiosidad panteísta presente en el pensamiento de Clarice.
G.H. halla en Dios todos los opuestos con su falta de belleza y moral, y siguiéndolo arriba en la atracción por lo neutro divino; al hacerlo experimenta un éxtasis, de modo que su discurso concluye en un misticismo existencial: desea vivir aquello primordial (que conduce a lo humano), lo cual sería para ella el germen o la fuente de amor neutro de donde salió todo lo demás; y para tocar lo neutro de sí misma, para probar la bondad neutra de Dios, come, mete en su boca la masa blanda que sale del cuerpo de la cucaracha.
Después de esto ¿qué es finalmente la pasión? Es estar vivo en una inestabilidad elevada que apenas se conoce temporalmente, asume G.H. Al final, la comprensión a la que llega este personaje se exhibe vibrante, sobrecogedora: “Ser es ser más allá de lo humano”.
“Toda vida es una misión secreta”, le es revelado a G.H., pero sabe que sólo si esa misión llega a cumplirse se consigue realmente saber que se ha nacido con esa misión. El pensamiento paradójico de Clarice a lo largo de la novela es incesante. Con él al frente, la misión de G.H. parece ser encontrar la realidad, y buscarla de lleno con la voz para apropiársela al nombrarla con el lenguaje.
¿Qué mayor lucidez puede haber sino la de afirmar la confianza de pertenecer a lo desconocido? Y G.H. sólo puede unirse a lo que desconoce. Halla en esto el destino de su existencia, tal como lo descubrió con pasión metafísica la misma Clarice.