Una matrioska es una pequeña muñeca rusa tallada en madera y pintada a mano que guarda en su interior otra que, a su vez, contiene otra más pequeña. Este popular juguete constituye un símbolo de maternidad y fertilidad, pero al mismo tiempo representa El Misterio: la mujer, inclusive la niña, posee una conexión secreta con las mujeres que la antecedieron y las mujeres que le sucederán; dentro las lleva, consigo, pero no como quien gesta a otro, sino como parte del yo. No existe matrioska entera; todas están partidas a la mitad y -si separadas- huecas…
Al pensar en esto, imaginamos que la matrioska (porque no, a nadie se le ha ocurrido llamarles “matrioskas”) lleva consigo su pasado, su presente y su futuro, dueña de sí lo es de todo y lo sabe, encierra la en sí misma la sabiduría y la frescura de 5, 7 o 9 mujeres.
La matrioska puede ser vista como una especie de caníbal: parecida a Cronos es una devoradora de hijas, más que una prolífica paridora; si fijamos nuestra atención en las pequeñas que la habitan, la concebimos como una estilizada y ceñida cárcel, un sarcófago, una tumba. El concepto “madre asfixiante” cobra una dimensión inédita y dolorosa: dentro de cada matrioska visible existen otras sí mismas ocultas y desconocidas, sujetas a la vigilancia de una sola celadora.
Metáfora de la personalidad, la matrioska nos recuerda que somos, pero no de una pieza: hay aspectos que decidimos mostrar o no, capacidades y potencialidades que apreciamos y tomamos en cuenta y otras que se quedan ahí, subdesarrolladas. Y la duda pertinaz: qué hubiera sido de mí (de cualquiera) si hubiéramos valorado otras cualidades, si nos mostráramos públicamente de esa otra manera que también somos, pero ocultamos…
Alejandra Pizarnik era esquizofrénica, era judía, lesbiana y muy insegura -dicen-, muy acomplejada de su cuerpo. Alejandra Pizarnik era una mujer suicida y una poeta estupenda, lúcida, única, conocida y venerada antes y después de su voluntaria despedida. Alejandra Pizarnik fue al mismo tiempo la loca en el ático, la genia posmoderna y la celadora cruel. Alejandra Pizarnik: unas dentro de otras, como una matrioska.
A lo largo de su corta -demasiado corta- vida, Alejandra Pizarnik escribió 8 volúmenes de poesía y sólo un texto en prosa: La condesa sangrienta. Como la propia introducción al libro lo explica, Pizarnik retomó el libro La Comtesse sanglante de Valentine Penrose (me atrevo a suponer que hasta ese momento no traducido al español) y elaboró una especie de calca, más literaria que literal, de lo que ella llama “un vasto y hermoso poema en prosa”; pero no reprodujo el libro como tal, seleccionó como coleccionista qué de toda la historia le interesaba recuperar para sí y para los demás, qué quería personalmente narrar.
Pizarnik omitió todos los datos duros: la mayoría de los nombres, la totalidad de las fechas y todas las referencias históricas en las que Penrose fue tan prolija. Dividió su Condesa sangrienta en once apartados, en cada uno de los cuales trabajó una sola imagen, como en una pintura. Estos cuadros detalladamente descritos retratan por medio de la palabra momentos relevantes de la vida de Erzsébet Báthory en su castillo de Achtice, en la actual Eslovaquia.Cabe mencionar que de los once episodios que la autora decide rescatar, ocho están dedicados a los elaborados actos de tortura mediante los cuales la condesa asesinaba a sus jóvenes empleadas y estudiantes.
Desde mi punto de vista es muy difícil creer que tales atrocidades pudiesen ser cometidas no en una ni diez, sino en más de seiscientas ocasiones (la introducción al texto de Pizarnik dice que fueron 650 muchachas asesinadas) en una población que a principios del siglo XV no debe haber contado con más de 1000 habitantes. Me atrevo a suponer que la leyenda negra de Erzsébet Báthory tenía más una motivación política que un sustento real. La condesa era una mujer rica y poderosa que fue acusada de prácticas brujeriles como lo fueron miles de mujeres solas en esta época obscura. Su juicio estuvo lleno de inconsistencias y la investigación de sus crímenes estuvo a cargo de uno de sus mayores enemigos (el conde Thurzó); a su muerte, sus hijos y otros miembros de su familia fueron encarcelados, torturados y ejecutados hasta la absoluta extinción del linaje; si su historia resulta tan inverosímil ¿cómo una mujer culta e inteligente como Alejandra Pizarnik insistió en creerla y más aún en reproducirla?
En su polémico ensayo Del asesinato como una de las Bellas Artes, Thomas Quincey dice que lo moralmente correcto es tratar el asesinato como un crimen cuando aún está por cometerse, pero que una vez consumado este pasa al ámbito “del buen gusto y del Arte”. Esto querría decir que -desde el punto de vista de la estética- una vez muerta la condesa Báthory, la belleza de su leyenda sangrienta supera por mucho la relevancia de su veracidad histórica. A Pizarnik le interesa la deslumbrante potencia erótica contenida en esta fábula medieval, su obscuro atractivo; su vínculo con pasiones abyectas y secretas: su poesía.
De acuerdo con la Poética de Aristóteles la tragedia tiene como objetivo “purificar el espíritu mediante la compasión y el terror”, el espectáculo del sufrimiento ajeno mueve la disposición de ánimo hacia la empatía y la piedad, pero al mismo tiempo nos convierte en cómplices morbosos de la maldad: hay una alegría incómoda al saberse a salvo del horror que se contempla. La crónica (dramatizada, oral, escrita) de un asesinato (real, ficcional, supuesto) es un placer culpígeno y sadomasoquista que me atrevo a afirmar todos hemos experimentado.
Pizarnik no se lo reserva: detallada en sus descripciones, prolífica y cruenta, exhibe a estas mujeres jóvenes, desnudas y bellas como otra condesa sangrienta; la única espectadora que ha descrito en el cuento, es ella en su trono de oro y nosotros -lectores agazapados- somos como los cómplices que las llevan al suplicio.
Estamos ahí cuando las puntas de hierro les atraviesan la carne, cuando cubiertas de agua se convierten en estatuas congeladas, cuando agujas y abejas las pican, cuando son azotadas sin reserva, cuando son mordidas y desolladas con los dientes, cuando la sangre de los cuerpos vírgenes es vertida en una tina para conservar joven el voluptuoso y deseante cuerpo de Erzsébet Báthory, porque ante todo la condesa de Pizarnik es lasciva y multiorgásmica, autoerótica e insaciable.
El dolor convertido en espectáculo es presentado ante nosotros como un ejercicio evidente de poder y concupiscencia con el que la narradora juega. El deseo lésbico queda expuesto, aunque entredicho: “En lo esencial, vivió sumida en su ámbito exclusivamente femenino. No hubo sino mujeres en sus noches de crímenes [...] ignorándose si se trataba de una tendencia inconsciente”. Pero unas líneas adelante la relatora deja una última evidencia cruel y definitiva “en los momentos de máxima tensión introducía ella misma un cirio ardiente en el sexo de la víctima”; la espectadora se ha convertido en agente, ejecutora voraz de su propio frenesí: el drama deja de ser representación para metamorfosearse en el orgiástico éxtasis de la comunión. Ya no son dos, narradora y autora; ya no son dos, víctima y victimaria; diosa y cordera; Báthory y Pizarnik.
Dentro muy dentro de sí, Alejandra Pizarnik contempló la muerte y la eligió como compañera; ella, la genia atormentada se entregó a la muerte para no dejarle su pluma al destino.
Una matrioska es una pequeña muñeca rusa tallada en madera y pintada a mano que guarda en su interior otra que, a su vez, contiene otra más pequeña. La conexión secreta entre la verdadera Erzsébet Báthory y la mítica quedará siempre detrás de la cortina de humo de la historia, pero no así las relaciones caníbales entre su leyenda, la poeta Valentine Penrose y la Ma- trioska que las contiene.
¿Acaso olvidé mencionar que Pizarnik era rusa por el lado de su padre y eslovaca por el de su madre?
Murió hacia el anochecer,
abandonada de todos.
Ella no sintió miedo, no tembló nunca.
Entonces, ninguna compasión
ni admiración por ella.
Sólo un quedar en suspenso en el exceso
del horror,
una fascinación por un vestido blanco
que se vuelve rojo,
por la idea de un absoluto desgarramiento,
por la evocación de un silencio
constelado de gritos
en donde todo es la imagen de una belleza
inaceptable.
Nota(s)
- De Quincey, Thomas. Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes. Alianza. Madrid, 2004
- Penrose, Valentine. La condesa sangrienta. Siruela. Madrid, 2001
- Pizarnik, Alejandra.