En esta época posmoderna siempre es grato encontrar a un artista enfocado en la pintura. Es el caso de Daniel Lezama (CDMX, 1968) que estudió Artes Visuales en la Academia de San Carlos de la UNAM. Ha sido becario del Fonca y Conaculta en varias ocasiones. En el año 2000 ganó la Bienal de Pintura Rufino Tamayo. Ha realizado más de veinte exposiciones individuales y ha participado en más de sesenta colectivas en México y el extranjero. Su obra forma parte de colecciones públicas y privadas en todo el mundo.
En sus cuadros de gran formato, Lezama le da un tratamiento clásico a lo actual. Muerte y nacimiento se presentan con un fuerte contenido metafórico. Lezama es un creador de mitos y como escenario aparece la madre tierra, la naturaleza mutilada. Él mismo se define como “naturalista”. Tierra y cuerpos pertenecen al mismo territorio. Familias cristalizadas junto con su sentido de pertenencia. Lezama exalta la identidad del mexicano a través de la figuración para criticarla.
Él mismo se descarta, acertadamente, como neomexicanista, pues no parece mostrar algún interés en replantear la creación de un arte nacionalista. La exploración de su individualidad lo ha llevado al cuestionamiento sobre la nacionalidad. La búsqueda de una identidad mexicana y personal es algo aún en construcción. Esto quizá se explica porque Lezama es hijo de un matrimonio mexicano-estadounidense. Y durante su infancia vivió en Estados Unidos.
No es el único en crisis. Ya bien señala Heriberto Yépez que la conciencia del mexicano fue un parto prematuro. Que nació de dos que no se amaban. De haberlo hecho, habría nacido un ser diferente.
En la psicología del mexicano se señala que para la edad que tiene México ha crecido muy poco. Que el yo del mexicano se ha estancado, se resiste a crecer. Para mantenerse así ha utilizado mecanismos como la negación y el rechazo. Sólo se identifica con símbolos prehispánicos o con los que comparten alguna tradición, y rechaza las influencias malas, las impuras, las extranjeras.
El yo es una fijación de identificaciones. Por ello Lezama usa símbolos mitológicos o contemporáneos, pero no se queda ahí, los ocupa para crear un nuevo diálogo, una metarrealidad. Entonces aparecen las críticas, por la manera en cómo utiliza o profana elementos sagrados. El espectador no está listo y no sabe confrontarlo.
Además de su poder de narrador, de crear situaciones dramáticas, reales u oníricas, logra captar el momento exacto de una escena teatral. Al fondo, un paisaje híbrido entre lo real y lo sobrenatural. Tan cruda es la realidad que lo mejor es fusionarla con el sueño. Pero incluso ahí aparece el cielo y el infierno al mismo tiempo.
La figura femenina es templo y patria. Es tan fuerte la figura materna que abraza a una nacionalidad aún en la infancia. En México la madre suple la ausencia del padre de manera excesiva. Y el matriarcado y la tierra se fusionan para definir y dar un sentido de pertenencia. La premisa sociocultural número uno en México es esta: la madre es el ser más querido. Y Lezama presenta su figura de manera monumental.
En los cuadros vale resaltar la sabia expresión del claroscuro, el uso dramático de la luz. Suelen ser escenarios abiertos, con un diseño estable de pirámide o cruz. Personajes bien plantados mas danzantes, parecen tener su propio brillo, que a veces se extiende para resaltar el contorno. Y no son cuerpos atléticos, su desnudez es moral y psicológica. Los personajes se caracterizan, en gran medida, por su alto contenido introspectivo. La mayoría cierra los ojos, no los esconden del espectador, están viviendo su propia lucha. Eso está enfatizado con sombras en sus rostros: apacibles, pero intensos; fuertes, pero sumisos.
Lo espiritual nos hace profundos, religiosos, metafísicos, pero también es una desventaja ya que nos hace perder el piso. La fantasía inconsciente sólo es promovida por el rodeo del yo, apunta Lacan, y lo que se busca es devolver al sujeto el sentido de unidad de su yo.
El mexicano sostiene que el hombre prehispánico es más su origen que el español. Y para eso suele mostrar gente del campo. Identificamos lo rural con lo mexicano. Sólo que los personajes de Lezama nunca trabajan. Es más una manera de abordar el misticismo. Hay una crisis constante, que bien se exalta con elementos como la levedad del aire, la firmeza de la tierra y el acompañamiento del fuego.
Para la reconstrucción del yo hay que comenzar por destruir ciertas partes de nosotros. La crítica y el cuestionamiento es una buena manera de comenzar. Pero la mayoría no lo hace o lo rechaza por el temor a entrar en crisis. Hay que ser valiente y un artista como Lezama no duda en arrastrar al espectador hacia ese lugar. Nos reta a ser águilas y a tomar a la serpiente por la cabeza, a mirarla de frente y a los ojos.