En Amor y exilio, Isaac Bashevis Singer (Leoncin, Polonia, 1902-Florida, EE.UU., 1991) cuenta de manera magistral cómo los jóvenes polacos de su generación se entregaban neciamente a los fundamentalismos más descabellados. Dándole la espalda a dos mil años de diáspora pacífica y despreciando la sabiduría de la Torá y la Cábala, se dejaban seducir por la prédica intolerante de los autoritarismos de todo signo, desde el estalinismo hasta el sionismo más beligerante.
Una sola generación puede tirar al basurero de la Historia una enseñanza milenaria basada en el respeto y la lealtad a ideales de luz y vida. Aquella juventud judía que renegaba del sumiso pacifismo de sus padres, tiene mucho en común con la juventud actual que sufre la secuela de oscuridad y muerte heredada del militarismo exacerbado de sus padres.
Bashevis Singer tuvo una juventud excesiva en un tiempo y en un medio en el que los excesos podían significar la muerte: engañó y sedujo a las más contrastantes y peligrosas mujeres y, a través de una lectura radical de Spinoza, arribó a una negación de la divinidad que varios siglos atrás lo hubiera llevado a la hoguera. Con el tiempo, el soplo del espíritu atemperó la excesividad, y la decantación de la luz en esta mente privilegiada pudo darnos páginas indispensables dentro de la gran literatura.

Cuando un individuo o un grupo de individuos no cree en ninguna forma de divinidad, la sociedad no sufre la menor consecuencia; pero una sociedad entera que dejase de creer en Dios se condenaría irremediablemente a la intranscendencia.
No creo que nuestro tiempo vaya hacia un abismo igual al que tragó a la generación de entreguerras. No concibo ya más guerras mundiales, ni exterminios masivos, ni pogromos aberrantes. Sin embargo, no veo luz y vida en las sociedades actuales; y no puede ser gratuito el culto a las expresiones tanotofílicas que inundan los medios escritos y electrónicos y que injurian al arte con salpicaduras de alcohol, sangre y semen. Pareciera que, como sucedió a principios del siglo XX, el soplo vivificador del espíritu haya cesado de golpe y que los excesos orales y genitales estén encumbrando a la golosa animalidad por encima de la razón y del espíritu.
Mas cuidémonos de señalar a la razón egocéntrica y al comercialismo voraz como causas determinantes de este desatino. En los tiempos en que la mente se rebaja a la autogratificación de los instintos, las teocracias parasitarias y los vendedores de verdades se convierten en el mayor azote para el espíritu. Y sin liderazgos intelectuales, políticos, empresariales y espirituales no hay más que dos opciones: o la concientización ciudadana o el regreso al estado de naturaleza.