Y ¿a qué nos referimos cuando hablamos de calidad educativa? sería pertinente traer a colación la terrible crisis educativa en la que vive nuestro país y las necesidades que ésta enfrenta, por ejemplo, la mutilación de los planes de estudio en media superior, en especial, las materias en humanidades; la gran desigualdad que existe entre una escuela de ciudad y otra rural; la precariedad en la que muchos maestros se enfrentan para enseñar un contenido que ni siquiera es significativo para el alumno. Habría que plantearnos si la aparición de esta reforma educativa conllevaría una educación de calidad: el despido a los maestros que no aprueben el examen es una medida que minimiza el verdadero problema. En vez de investigar cuáles son las deficiencias que, en este orden, presenta cada población y establecer sus soluciones; la creación de cursos de actualización para los docentes, desarrollar proyectos alternativos de enseñanza para cada sector del país, etc., los “reformadores” se han dedicado a legitimar un modelo educativo estandarizado promovido por la OCDE, cuyo desconocimiento de la realidad económica de nuestro país apenas empata con su mote de “club de los países ricos”. Se está viendo al maestro como chivo expiatorio del rezago formativo y eso no es reformar, sino vernos la cara de tontos. Sin embargo, lo que deseo subrayar, no es la negligencia de esta seudo reforma educativa, sino lo que en nosotros como ciudadanos estamos dispuestos a cambiar. Los índices de lectura en este año han sido tan bajos que, con escuela o sin ella, seguimos tropezando con la falta de interés hacia el conocimiento. Y es que no se trata sólo del ámbito escolar, sino de una forma de vida; “predicar con el ejemplo” al tomar un libro de nuestro interés en vez de prender la tele y mirar por horas la telenovela; responder de buena manera a nuestro paisano y solidarizarnos con las personas que requieren de nuestra ayuda es, a mi modo de ver, la forma más humana de practicar lo que aprendemos. Es absurdo pensar que estudiar sólo nos garantiza el bienestar económico y para algunos puede ser cierto, no lo niego, pero también existe el otro lado de la moneda: la obtención de una mirada crítica.
Como es evidente, un pueblo sin educación se vuelve más vulnerable a las garras del poder y éste, por supuesto, más perverso y cínico a la hora de repartir riquezas. Al parecer, de esto estamos conscientes, pero, ¿acaso el derrame de sangre es la única alternativa que nos queda para recuperar y hacer valer nuestros derechos?, ¿existe la posibilidad del diálogo en este caos?, ¿qué hacer ante esta insistente violación de nuestros derechos humanos? Y es que cada día es más evidente que al desplazar a la sociedad del eje de la política, ésta se convierte en un mero aparato de represión del descontento social que cierra las puertas al diálogo democrático, volviéndose pura apología de la calidad y la eficiencia.
Me queda claro que no es suficiente una “enseñanza de calidad” para cambiar este rumbo educativo mientras la corrupción y la ignorancia predominen en los altos mandos de poder. Tampoco sirve de nada esperar que el magisterio cumpla con una “misión histórica” para la cual no están preparados, ni tienen acaso la posibilidad de llegar a cumplir. Tal vez nosotros como lectores y escritores debemos poner en marcha proyectos educativos alternos que refuercen nuestro espíritu crítico, que nos ayuden a sensibilizarnos para poder ver en el otro una parte de nosotros y así no sólo buscar beneficios personales, sino colectivos.
Y finalmente, no se trata de decidir en qué bando estar, sino en qué podemos hacer para ser mejores ciudadanos, ser felices y mejores humanos.