Mujeres
29 de octubre del 2018

Bienvenidos a la era de la posthumanidad, donde lo tecnológico cohabita con lo biológico. Un espacio donde todo ser viviente se define no por su esencia sino por su construcción. La construcción requiere ensamblajes, articulaciones diversas, como el paraguas y la máquina de coser en una mesa de disección. La construcción es la mejor manera de ejercer el libre albedrío, de encajarse las partes necesarias o despojarse de lo inútil para construir la propia identidad. La era del cíborg es la era de la revolución de las identidades, la era de la libertad creativa, de la imaginación creadora. Un umbral irreverente donde se desconoce lo puro en todas sus acepciones. Ese lugar de lo posmoderno donde Donna Haraway y Chantal Maillard se miran cara a cara, donde vive Orlando, personaje de Virginia Woolf, como paradigma de todo lo posible. Allí pasea la Eva de Angela Carter, ese ser cuyo género es resbaladizo y apenas importa, donde la golem de Cynthia Ozick es tan perfecta como a Puttermesser le da la gana. Les aseguro que en un lugar como éste se escribió el Manifiesto cíborg.

Publicado en 1985, el ya célebre Manifiesto cíborg de Donna Haraway apostaba por un pensamiento enraizado en la corriente socialista-feminista, pero opuesto completamente a las posturas esencialistas que definen a la mujer con una identidad de género. Dichas teorías, dice Haraway, excluyen a las mujeres que no se conforman ni adaptan a dicha identidad; las segregan de las “mujeres reales” o las representan como inferiores. En la teoría cíborg entran todas las mujeres o, mejor, todas las personas. Desde el momento en que un cíborg puede construirse como le apetezca, puede elegir sus componentes y ponerlos a colaborar. Todo ensamblaje, por lo demás, es sumamente placentero; “objetos y personas pueden ser considerados en términos de desmontar o volver a montar”, de modo que “ninguna arquitectura ‘natural’ obstaculiza el diseño del sistema”. Porque lo natural no existe como tal y es también una construcción.

Este concepto de cíborg lo toma Kate Hayles y lo traslada a lo posthumano en How we became posthuman (1999). El sujeto posthumano, nos dice Hayles, es una amalgama, una colección de componentes heterogéneos, una entidad material-informacional cuyos límites se someten a una construcción y reconstrucción continuas. Y no nos cabe duda de que estamos en la era de la posthumanidad.

Pero ¿cómo escriben los escritores posthumanos? ¿Qué es la escritura cíborg? Nadie podrá negar que la novela, como género, es en sí misma una escritura cíborg. La novela es ese monstruo que lo fagocita todo, que se apropia de lo que tiene a mano y descarta lo que no le sirve. Que utiliza el resto de géneros y los inserta a su antojo, como gajos. Allí habita todo lo posible; porque la novela carece de identidad. De modo que los escritores posthumanos escribirán posiblemente novelas, pero no una del tipo decimonónico, sino esa cosa tentacular e indefinible que nació con El Quijote.

Dice Haraway: “La escritura cíborg trata del poder para sobrevivir, no sobre la base de la inocencia original, sino sobre la de empuñar las herramientas que marcan el mundo y que los marcó como otredad”. Porque los escritores cíborg cuentan otra vez los cuentos, desplazan los dualismos y sus jerarquías, se confunden con el Otro, versionan a lo free jazz, desnaturalizan las identidades establecidas y “subvierten los mitos centrales del origen de la cultura occidental”. Permítanme dos ejemplos de temática cíborg según los parámetros de Haraway: la Eva de Angela Carter en La pasión de la nueva Eva (1977) y la golem de Cynthia Ozick en Los papeles de Puttermesser (1985).

La pasión de la nueva Eva, versionada por Pedro Almodóvar en La piel que habito (2011), nos cuenta la historia de Evelyn, un hombre que es secuestrado por un grupo de mujeres que lo transforman en una mujer mediante cirugía estética. Además, intentan inocularle el ideario tradicionalmente femenino, pero aquello no cuaja del todo. Esta nueva Eva es un extraño ensamblaje, cuya identidad es resbaladiza, pero siempre erótica: “Era una mujer, una mujer joven y deseable. Me toqué los pechos y apreté los pezones violáceos para ver cuánto cedían; eran de una elasticidad inesperada e indolora. Esta experiencia me alentó a explorarme un poco más a fondo y nerviosamente deslicé una mano entre mis muslos”. Diríase que la propia escritura de Carter es monstruosa, como pocas. Se apropia de las narraciones tradicionales y las reversiona. Hay mitos contados de nuevo, desfiguraciones identitarias, pura irreverencia y un intento —quizá lo más revolucionario de su narrativa— de establecer nuevos patrones para la sexualidad femenina. La mujer sadiana piensa a la mujer desde perspectivas más activas, alejándola de esa cosificación tan propia de la pornografía al uso.

En Los papeles de Puttermesser hay una escena donde esa abogada feminista, Puttermesser, da vida a una golem que ha aparecido en su casa. La retoca a fin de dejarla lo mejor que puede antes de insuflarle el soplo de vida: “Luego regresó y recorrió el cuerpo con la mirada, para ver si había algo más que corregir. Un dedo índice necesitaba que lo alargara, de modo que Puttermesser lo estiró. El dedo se deslizó como si careciera de hueso, al igual que caramelo, frío pero no pegajoso y maravillosamente maleable”. Esta golem será su ayudante hasta que comience a suplantarla, entonces decidirá acabar con ella, pues ya no la necesita. El desparpajo de Ozick, su irreverencia a la hora de versionar la leyenda del golem, la colocan al umbral de este espacio posthumano. Esta novela también es cíborg: desprolija, cervantina, encantadora. Una escritura juntacosas que mezcla la tradición judía y la erudición como temática, con una voz chabacana e irónica.

Ah, la ironía. Dice Haraway: “La ironía se ocupa de las contradicciones que, incluso dialécticamente, no dan lugar a totalidades mayores, y que surgen de la tensión inherente a mantener juntas cosas incompatibles, consideradas necesarias y verdaderas”. Aplíquese al artículo que tiene entre manos.

Verónica Nieto

Córdoba, Argentina, 1978. Autora de los libros La camarera de Artaud (2011), Tangos en prosa (2014) y Kapatov o el deseo (2015). Coordina y edita La Maleta de Portbou y colabora en Revista de Letras, Liberoamérica y Quimera, entre otros medios.

Fotografía de Verónica Nieto

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