¿De qué hablamos cuando hablamos de capitalismo? Hubo un tiempo en el que los filósofos sentían plena confianza en el significado. ¿De qué otra forma podría existir esa profusión de palabras, ese diálogo del hombre con Dios que es la filosofía alemana? Un siglo después de que Hegel hiciera apoteosis de la razón y el lenguaje en su fórmula “todo lo real es racional, y todo lo racional es real”, Wittgenstein, otro hablante de esta notoria lengua, llevó a cabo un giro lingüístico que terminó por sacudir la confianza filosófica en las palabras. La filosofía se volvió una indagación sobre el lenguaje. Confusos, como lo fueron los resultados de este experimento —al grado de que el mismo Wittgenstein lo abandonó—, apuntaban a un problema auténtico del lenguaje, cuya materia más valiosa son los conceptos. Éste es el problema posmoderno por antonomasia. Los filósofos y científicos sociales contemporáneos están cautivos en la trampa de los significados, lo que ha provocado un renacimiento de la genealogía y un nuevo giro hacia la deconstrucción. Un siglo de dudas semánticas nos ha llevado a un punto en el que las palabras quedaron sumidas en el mar de las circunstancias.
Apelando a la etimología, no hay controversia en afirmar que el primer intento por definir con rigor el concepto de “capitalismo” se lo debemos a Karl Marx. Si capital es “el valor que se valoriza a sí mismo”, es decir, medios de producción cuya reproducción se da de forma orgánica y su propiedad es privada, el capitalismo es el sistema donde esta forma se impone sobre las demás. Marx considera la acumulación como su rasgo característico. Históricamente esta es la situación que se vive desde el momento que la burguesía remplaza a la aristocracia terrateniente como principal motor de la actividad económica: el trabajo libre asalariado sustituye al autoempleo y la servidumbre como fuerza productiva, fuente de valor. Propiedad privada de los medios de producción, trabajo asalariado y acumulación son componentes de un significado originario de la palabra “capitalismo”.
Pero el problema no está en la génesis, sino en la genealogía. Dejando de lado a los detractores del capitalismo (cuya crítica se ha limitado —con sus muy respetables excepciones— a repetir las prédicas del maestro de Treveris) incluso entre los apologistas no existe un consenso. A veces enfrentan posturas abiertamente contradictorias en el afán de salvar de la ignominia a un sistema que a su parecer encarna la culminación del progreso humano. Tomo el caso de dos mujeres que desde trincheras retóricas opuestas han hecho apología del capitalismo: Deirdre McClosky y Ayn Rand. Fides et Ratio.
Ayn Rand, Alisa Rosenbaum (1905), nació en el seno de una familia judía de la Rusia del zar Nicolás II. Es uno de los personajes más influyentes del siglo XX, al menos lo es en Estados Unidos, cuya nacionalidad adoptó tras emigrar en 1926. Pero su identidad ya la había acogido antes de su huida de la Unión Soviética. Polemista, contradictoria, atea, radical…, en la obra literaria de Rand la crítica al comunismo (Los que vivimos, 1936; Himno, 1943) se mezcla con la apología del capitalismo (El manantial, 1948; La rebelión de Atlas, 1957). Es una encarnación del liberalismo del siglo XX defendido por Judith Shklar, el cual busca escapar del summum malum del totalitarismo. Pero más de seis mil kilómetros y un océano no salvaron de sus temores a Alisa. Habiendo idealizado a Norteamérica a través de la pantalla grande, lo que encontró la aterró: un Lenin anacrónico llamado Franklin D. Roosevelt.
El capitalismo no era para ella una realidad materializada en los Estados Unidos, era un “ideal olvidado”. Los héroes de su historia no son los Roosevelt, los Eisenhower, ni siquiera los Reagan; su idea de capitalismo toma el apellido de Rockefeller, Morgan o Vanderbilt. Atribuye a esta “minoría acosada” ser la verdadera fuente del esplendor capitalista: self-made americans, hombres egoístas, avaros implacables y seres racionales que, para gloria de la nación y salvación del mundo, habrían inventado la frase: “to make money”. Según su recuento histórico, el ideal comenzó a derrumbarse en 1890, año en el que es proclamada la primera Ley antimonopolio en Estados Unidos: “un castigo a los mejores hombres por ser mejores”. Las alusiones del gobierno a un “bien público” le parecían un disfraz para la incapacidad de unos cuantos parásitos para crear riqueza por cuenta propia, teniendo que expropiarla de los Atlas que cargan con la condena de vivir en sociedad. Un recuerdo infantil se esconde en esta idea: en 1918 la empresa de su padre Zinovy Rosenbaum, arquetipo de superioridad burguesa, fue expropiada por los bolcheviques. Ese día, Alisa, de trece años, anotó en su diario: “hoy he decido ser atea”. Para Rand no había diferencia entre un sacerdote y un bolchevique, ambos perpetuadores de místicas irracionales cuya cura era un capitalismo egoísta y racional.
La búsqueda del interés privado es, a su parecer, lo que hace a los hombres actuar de forma racional. Tal es, mejor dicho, su definición de racionalidad. La compasión, el sacrificio y la reciprocidad son, en su sistema filosófico llamado “objetivismo”, producto de una contradicción emanada de la culpa por no aceptar el egoísmo como principio de acción. “Aprende a reconocer el signo del caníbal en la petición de ayuda de otro”. Palabras escritas por una persona que vio las calles de Nueva York llenas de gente hambrienta tras la Gran Depresión de 1929 —así como vio un día de 1921 a las de San Petersburgo—, cuando miles de desamparados sufrían por culpa de la avaricia de los Morgan y la “minoría acosada”. En su ideario el capitalismo “no es el sistema del pasado; es el sistema del futuro”. El único defecto del capitalismo ha sido no ser lo suficientemente egoísta.
Los críticos están de acuerdo con Rand: el capitalismo es el sistema del egoísmo. A diferencia de éstos, Rand emula a Bernard de Mandeville, quien declaró en su libro La fábula de las abejas (1714) que el vicio es el principio del “beneficio público”. Adam Smith censuró a Mandeville por no tener la sensibilidad para notar que la palabra “vicio” desacreditaba su planteamiento. De aquí que Smith retomara la tarea. Pero sustituyó al egoísmo por la más suave noción de “interés personal”, más acorde a los tiempos del ascenso de la burguesía. Adentrándose en el terreno de la moral, Smith sugirió que el mercado no fomenta el vicio, y que, al contrario, se basa en la virtud. Tal tesis, desconocida entre los economistas que se limitan a leer La riqueza de las naciones (1776), fue formulada en otro libro que el mismo Smith consideraba superior: La teoría de los sentimientos morales (1759). Entre los pocos economistas que se han adentrado en esta obra resalta el caso de una mujer que ha defendido recientemente sus tesis en Las virtudes burguesas (2012). Deirdre McCloskey —nacida Donald en Michigan (1942)— es una de las más notables pensadoras contemporáneas de la economía. Habiendo sido representante de la llamada “escuela neoclásica” junto a economistas de la talla de Milton Friedman, su transformación no fue sólo sexual, sino que se extiende al campo ideológico y religioso. Liberal, cristiana episcopal y posmoderna son adjetivos que se suman a su identidad femenina, y se han traducido en una apología del capitalismo que apela a la virtud burguesa. Su defensa no se limita a desacreditar a los críticos de las corrientes marxistas. Con particular fuerza ataca a los “malos” defensores del capitalismo, entre los que destaca a Ayn Rand.
El capitalismo, al parecer de McCloskey, es un sistema basado en las virtudes de la burguesía. El mercado no es un combate cruento lleno de competidores egoístas, sino una auténtica profesión de simpatía, sin la cual el “interés personal” devendría en anarquía. Define al capitalismo como un sistema de “mejora basada en el mercado”, un mecanismo de selección en el que los cambios materiales son producto de la interacción de personas movidas por la “Prudencia sola”—forma eufemística de referirse al egoísmo—, pero también por el sentido de Justicia, de Templanza, de Valentía, de Amor, de Fe y de Esperanza, las últimas tres consideradas virtudes “femeninas” y “cristianas” que aplacan a las virtudes “masculinas” y “paganas”, como la Valentía, más adecuada a la vida aristocrática: “el mercado no ha corrompido nuestra alma, la ha mejorado”. McCloskey habla desde la experiencia cuando sugiere que sólo un sistema de libertad como el capitalista le habría permitido elegir su identidad de género. Habla desde su iglesia episcopal cuando profesa su fe: un día todos seremos burgueses. Habla desde una universidad en Chicago y no desde un barrio de Nueva Delhi cuando declara que el capitalismo ha mejorado al mundo; aunque también desconfía de la palabra “capitalismo”, tan común en la India como en los Estados Unidos, prefiriendo las alusiones al libre mercado.
Repitiendo el episodio entre Smith y Mandeville, McCloskey le reclama a Rand su prédica del vicio. Su postura “femenina” se contrapone a la “masculinidad” de las ideas de Rand, cuyas heroínas no son sólo el arquetipo de líder masculinizada que se ha encarnado en figuras como Margaret Tatcher, Angela Merkel o Hilary Clinton, sino que, asumiendo a la Razón como una propiedad del hombre, terminan por someterse ante una figura masculina superior, llegando al extremo de hacer apología de la violación en El manantial. El capitalismo es para Rand un sistema fundamentalmente masculino: patriarcal, racional y egoísta. Para McCloskey su valor radica en “feminizar” la vida a través del Amor sacro y profano; la Fe en la amistad y el mercado y la Esperanza en la burguesía. Ambas mujeres creen que el gobierno es un mal que se ha acrecentado de forma desaforada y debe ser reducido al mínimo sin llegar a la anarquía. Están de acuerdo en que el socialismo es una amenaza a la libertad y que las ideas, no el trabajo ni la tierra, son la fuente de la riqueza y propulsoras del progreso. A pesar de ser McCloskey una cristiana devota y Rand una atea intolerante, comparten la misma esperanza: un capitalismo futuro que supere los lastres de los regímenes vigentes, ya sea por el camino del amor o del egoísmo, por el de la fe o el de la razón.
Tengo la convicción de que existe algo que podemos llamar lo “femenino”, más allá de las determinaciones culturales que han hecho mofa de la mujer, reduciéndola a una caricatura de debilidad y sometimiento. Lamentablemente carezco de la intuición que me permitiría acercarme a esa esencia. Tal intuición —de madre, de amante, de hija, de mujer— es, de hecho, lo que me atrevería a llamar lo “femenino”. Creo que la postura de McCloskey está más cerca de esa sensibilidad, pero mi idea del capitalismo se parece más al retrato pintado por Rand, aunque disiento completamente en cuanto a las consecuencias sociales del egoísmo; y, en cambio, creo con McCloskey que la vida social sería imposible sin una mínima dosis de simpatía. Ortega y Gasset le da la razón a McCloskey cuando denuncia que los tiempos modernos se caracterizan por una feminización del hombre, pero el filósofo madrileño —un aristócrata por convicción— emitió este juicio como crítica a la vida burguesa. Los críticos de izquierda se sentirán, generalmente, más incomodos con McCloskey que con Rand, cuya visión patriarcal y egoísta del capitalismo al menos compartimos; pero un diálogo constructivo sólo sería posible con la primera, cuya fe liberal abraza la tolerancia. Con Rand, cultora de los dogmas de la razón, no hay lugar para la disidencia.
Sea por el camino de la fe o el de la razón, todas las apologías conducen al capitalismo. Porque el capitalismo es como el aire que nos rodea sin que podamos asirlo. Es una manifestación de la realidad misma, interpretada por hombres y mujeres de los más distintos orígenes, y que acaso no tendrá un significado hasta que se petrifique en los anales de la Historia. ¿De qué hablamos cuando hablamos de capitalismo? Del paraíso y del infierno, de opulencia y miseria, de una esperanza y una condena. Porque al hablar lo hacemos desde una contingencia —de género, de raza, de riqueza o pobreza, de nacionalidad, etcétera—, y haremos bien en reconocer esto antes de empezar una guerra contra Satán o una defensa de la Providencia, dos rostros de un Jano llamado capitalismo.