Alemania
26 de marzo del 2017

Levi refiere que un testigo, Miklos Nyiszli, uno de los poquísimos sobrevivientes de la última Escuadra especial de Auschwitz, contó que había asistido, durante una pausa del “trabajo” a un partido de fútbol entre las ss y representantes del Sonderkommando. “Al encuentro asisten otros solados de las ss y el resto de la escuadra, muestran sus preferencias, apuestan, aplauden, animan a los jugadores, como si, en lugar de las puertas del infierno, el partido se estuviera celebrando en el campo de un pueblo”. A algunos este partido les podrá parecer quizás una breve pausa de humanidad en medio de un horror infinito. Pero para mí, como para los testigos, este partido, este momento de normalidad, es el verdadero horror del campo. Podemos pensar, tal vez, que las matanzas masivas han terminado, aunque se repitan aquí y allá, no demasiado lejos de nosotros. Pero ese partido no ha acabado nunca, es como si todavía durase, sin haberse interrumpido nunca. Representa la cifra perfecta y eterna de la “zona gris”, que no entiende de tiempo y está en todas partes. De allí proceden la angustia y la vergüenza de los supervivientes, “la angustia inscrita en todos del ‘tóhu vavdhu’, del universo desierto y vacío, aplastado bajo el espíritu de Dios, pero del que está ausente el espíritu del hombre: todavía no nacido y ya extinto”. Mas es también nuestra vergüenza, la de quienes no hemos conocido los campos y que, sin embargo, asistimos, no se sabe cómo, a aquél partido, que se repite en cada uno de los partidos de nuestros estadios, en cada transmisión televisiva, en todas las formas de normalidad cotidiana. Si no llegamos a comprender ese partido, si no logramos que termine, no habrá nunca esperanza.

Giorgio Agamben, Lo que queda de Auschwitz

En el epígrafe de este texto se encuentra la problemática teórica central de la novela de Bernhard Schlink, El lector: la “vergüenza” de “quienes no hemos conocido los campos y que, sin embargo, asistimos, no se sabe cómo, a ese partido”. No obstante, ¿hasta qué punto podemos decir “vergüenza” sin caer en categorías trascendentales, es decir, sin creer que entendemos a priori lo que esta “vergüenza” significa porque la consideramos como parte de un sistema determinado de antemano?, ¿hasta qué punto resulta necesaria, indispensable incluso, una redefinición de la “vergüenza”? Como afirma Derrida en La Diseminación: “.siempre habrá un riesgo en el momento de trabajar, de poner en circulación incluso, los viejos nombres: aquél de una instalación, inclusive de una regresión”; negar este riesgo “sería afirmar la autonomía del sentido, la pureza ideal de una historia teórica o abstracta del concepto”, pero pretender olvidarse de las huellas de éste sería olvidar que las oposiciones que lo constituyen no son parte de un sistema dado, sino, como concluye Derrida, de “un espacio disimétrico y jerarquizante, atravesado por fuerzas y trabajado en su clausura por el afuera que rechaza”. Al cuestionar la “vergüenza” —forzosamente entrecomillada— que se presenta en la obra de Schlink —y, consiguientemente, de algún modo también en su adaptación cinematográfica, realizada por Stephen Daldry—, es preciso hacer una regresión, un examen, para encontrar, aunque sea provisionalmente, una respuesta a la siguiente pregunta, ciñéndonos a la “vergüenza en los campos”: ¿hasta qué punto la “vergüenza” funciona como detonador de un conflicto ético en la obra de Schlink? Dicho de otro modo, si no habrá esperanza hasta que no “lleguemos a comprender ese partido” del que habla Agamben, ¿cuál es la dimensión ética que abre la novela de Schlink y, por consiguiente, en qué grado contribuye a que podamos resolver el problema del campo, a que podamos comprender(lo)?; o bien, ¿hasta qué punto somos incapaces de comprender ese partido del que habla Agamben por medio de una obra como la de Schlink?, ¿hasta qué punto ésta es, por decir lo menos, inútil?

El conflicto en El lector tiene distintos ángulos de entrada. El affaire entre Hanna y Michael podría ser, y quizá lo sea para el lector/espectador promedio, el punto de partida, la problemática central. Yo no la considero así, no, al menos, a la luz de la adaptación de Daldry. En Fellini por Fellini, el cineasta italiano afirma: “hay que reconocer que el problema de la censura cinematográfica no sería tan importante si se tratase de luchar por los centímetros del bikini de una actriz o por la manera de bailar de una vedette. Se trata más bien de constatar hasta qué punto la censura en todos los países es alegremente eludida y cómo sirve para estimular la fantasía más morbosa para encontrar formas pornográficas que no caigan dentro de los distintos códigos”. En este sentido, una de las diferencias capitales entre el texto de Schlink y el filme de Daldry es la manera en la que este último parece regodearse en los encuentros sexuales de Hanna y Michael. Toda la primera parte del filme, pretendidamente equivalente a la primera parte del libro, está enfocada en los actos sexuales. Ahora bien, aun cuando Daldry no logra detallarla interiormente —en el libro, Michael parece un personaje mucho más reflexivo que en el filme—, el espectador se enfrenta ante un primer problema que no hace sino enmascarar la problemática ética de las actividades de Hanna como guardiana en un campo de concentración —y no en cualquier campo, sino en Auschwitz—: la relación de un adolescente con una mujer mayor. ¿No es este un problema que atañe a convencionalismos pequeño burgueses, a una cierta “educación”, definida por Barthes como studium —y que es resuelto, en el libro, por medio de las reflexiones de Michael que hacen una crítica de esta condición? Esta forma de sortear la censura constituye, sin embargo, un método de auto-censura en Daldry. Siguiendo a Fellini: “.la censura aplicada a las ideas no es ni más ni menos que un sistema de violencia sobre el que resulta perfectamente inútil hacer disquisiciones morales”. Si es así, entonces el centro del filme de Daldry está desplazado: mientras que en el libro el problema moral y, con ello la problemática ética, comienza cuando Michael acude, en calidad de estudiante, al juicio de Hanna, en el filme éste parece nada más que una consecuencia de las relaciones que mantuvieron algún tiempo atrás, como si toda la atención debiera concentrarse en la crisis de adolescencia de Michael y no, como parece ser la intención de Schlink, en el problema jurídico de la situación de Hanna. Esta postura de Daldry se explica porque, como afirma Revueltas, “el cinematógrafo capitalista es un compuesto banal, frívolo y estúpido. Sus temas huyen de la realidad, la transforman [y su público] es un público doliente y enfermo, sin duda. He aquí por qué el problema del arte cinematográfico debe plantearse en conexión con el problema de los males sociales existentes, de las dificultades sociales, de los conflictos y anhelos de las masas, de las contradicciones de la sociedad”.

No es de extrañar, pues, que en el filme, de corte hollywoodense (nominado a cinco premios de la Academia, incluido el de mejor libreto/ adaptación), la actitud de Michael ante el juicio resulte casi infantil, al menos con respecto a lo que aparece en la novela, donde éste tiene una consciencia de la problemática social de su generación, a saber, de la generación de posguerra: “la palabra clave”, afirma el narrador, “era ‘revisión del pasado’. A quien se juzgaba era a la generación que se había servido de aquellos guardianes y esbirros, o que no los había obstaculizado en su labor, o que ni siquiera los había marginado después de la guerra, cuando podría haberlo hecho”. Hannah Arendt refiere este sentimiento del pueblo alemán como una condición de posibilidad para una reconstitución de un campo ético y un marco jurídico que, sin elidir la Solución Final, pueda establecerse no entre los alemanes sino entre todos los tocados por el conflicto de los campos. Hablando de Eichmann, Arendt afirma que “sus actos únicamente podían considerarse delictuosos retroactivamente”. Así pues, los actos de Hanna sólo pueden ser vistos en el marco de esta “revisión del pasado” en la que, por supuesto, no sólo estaba involucrado Mi- chael sino toda la generación a la que pertenecía. Dicho de otro modo, el problema del libro es, antes que de corte psicológico, de corte jurídico: el juicio de Hanna deviene, entonces, en el núcleo semántico de la obra de Schlink. Y no es coincidencia. El acento, en la novela, está puesto en la frialdad de Hanna —que en el filme no se consigue del todo. A Hanna pueden aplicarse las palabras con que Arendt define la actitud de Eichmann al ser juzgado: “lo hecho, hecho estaba. Eso ni siquiera intentó negarlo”. Sin embargo, no puede decirse de ella que tenga una “consciencia” de lo que hizo y, por lo tanto, tampoco puede aplicársele una cualidad moral como la que Eichmann pretendió auto-imponerse. Hanna está, de algún modo, vacía. Si no muestra arrepentimiento y acepta, sin más, sus culpas, ¿cuál es, entonces, el problema de Hanna, por qué es que su situación parece tan complicada de “revisar” a la luz de la ética? ¿Por qué acepta todos los cargos que se le imputan? La respuesta obvia sería, por supuesto, su analfabetismo, la condición de “desigual-dad” en la que se encontraba con respecto a sus compañeras guardianas. Empero, creo que esta condición es, una vez más, una máscara —la máscara de la “vergüenza”—, que le sirve, en este caso no a Daldry sino a Schlink, para desviar la atención de su propio planteamiento. “Otro de los miembros del tribunal”, dice el narrador, “le preguntó a Hanna qué clase de trabajo había esperado encontrar en las ss, y ella replicó que las ss habían ido a Siemens y también a otras empresas, a reclutar mujeres para trabajar como guardianas en los campos de concentración, y que ésa era la tarea para la que ella se había alistado y la que efectivamente le habían adjudicado. Pero eso no contribuyó a borrar la impresión negativa”.

Este pasaje, en apariencia “realista”, esconde, no obstante, cierta información. La decisión de Hanna de trabajar en el campo de concentración se muestra como una posibilidad que, de haber sabido leer, habría evitado. Más allá de que muchos de los propios miembros del partido nacionalsocialista “ignoraban” el programa de éste —a pesar de saber y poder leer, como el propio Eichman, quien, según Arendt, “no tuvo tiempo, ni tampoco deseos, de informarse sobre el partido, cuyo programa ni siquiera conocía, y tampoco había leído Mein Kampf”—, las empresas alemanas contribuyeron con las ss de manera activa, y esta visita a Siemens que es referida en la novela debe, entonces, leerse como tal, es decir, como una forma de traslado que era casi lógica. De acuerdo con Arendt, “aparte de las empresas industriales de las ss, poco importantes, algunas firmas alemanas como I. G. Farben, Krupp Werke y Siemens- Schukert Werke, habían establecido plantas en Auschwitz, así como cerca de los campos de muerte de Lublin. El entendimiento entre las ss y los hombres de negocios era excelente”. Algo en la novela de Schlink no termina de coincidir con una representación de las condiciones reales de los juicios a miembros de las ss. Pero esto no es todo. Más adelante, Michael reflexiona sobre los supervivientes y los guardianes. “Como el interno de un campo de exterminio que, tras sobrevivir mes a mes, se acostumbra a la situación y observa con diferencia el espanto de los que acaban de llegar. Que lo observa con el mismo estado de embrutecimiento con que percibe el asesinato y la muerte. Todos los supervivientes que han narrado por escrito sus experiencias hablan de ese embrutecimiento, en el que las funciones de la vida quedan reducidas a su mínima expresión, el comportamiento se vuelve indiferente y desaparecen los escrúpulos, y el gaseo y la cremación se convierten en hechos cotidianos. También los criminales, en sus escasos relatos, presentan las cámaras de gas y los hornos crematorios como su entorno de cada día, y ellos mismos se pintan reducidos a unas pocas funciones, como embrutecidos o embriagados en su falta de escrúpulos y su indiferencia, en su embotamiento. Las acusadas me parecían presas todavía, y para siempre, de ese embrutecimiento, como petrificadas en él”.

La simpleza con la que Michael narra la manera en la que los supervivientes se refieren —sin nombrarlo, por cierto— al musulmán es devastadora. Para Agamben, “lo intestimonia- ble tiene un nombre. Se llama, en la jerga del campo, der Muselmann, el musulmán”. ¿Quién es, empero, el musulmán? Según Agamben, “el musulmán no es tanto la cifra del punto de no retorno, del umbral más allá del cual se deja de ser hombres; de la muerte moral, en suma, a la que hay que resistir con todas las fuerzas para salvar la humanidad y el respeto de sí, y hasta, quizás, la vida. Sino que el musulmán es más bien el lugar de un experimento, en el que la moral misma, la humanidad misma, se ponen en duda. Es una figura límite de una especie particular en que pierden todo su sentido no sólo categorías como dignidad y respeto, sino incluso la propia idea de un límite ético”. El juego de analogía que el narrador de El lector realiza con respecto a la situación de los criminales y sus relatos no puede ser explicado a través de la focalización que Michael, adulto, realiza hacia sí mismo en el momento en el que entró en contacto con el problema de Hanna en términos legales. Al final del pasaje, Michael se refiere a una petrificación. Schlink sabe, evidentemente, que “una de las perífrasis de que Levi se sirve para designar al musulmán es ‘El que ha visto a la Gorgona’. Pero ¿qué ha visto el musulmán?, ¿qué es, en el campo, la Gorgona?” Esta pregunta de Agamben es también la pregunta que Schlink parece incapaz de responder. Lo sería, no obstante, únicamente si ignorara —como autor, es decir, a nivel extradiegético— que, como afirma Agamben, “Auschwitz marca el final y la ruina de toda ética de la dignidad y de la adecuación a una norma. La nuda vida, a la que el hombre ha sido reducido, no exige nada ni se adecúa a nada: es ella misma la única norma, es absolutamente inmanente. Y ‘el sentimiento último de pertenencia a la especie’ no puede ser en ningún caso una dignidad. El bien —si es que se admite que tenga sentido hablar aquí de un bien— que los supervivientes han logrado poner a salvo del campo no es, por tanto, la dignidad. Al contrario, que se puedan perder dignidad y decencia más allá de toda imaginación, que siga habiendo todavía vida en la degradación más extrema: éste es el mensaje atroz que los supervivientes llevan a la tierra de los hombres desde el campo. Y esta nueva ciencia se convierte ahora en la piedra de toque que juzga y mide toda moral y toda dignidad. El musulmán, que es la formulación más extrema de ella, es el guardián del umbral de una ética y de una forma de vida que empiezan allí donde la dignidad acaba”.

No podemos considerar —o, mejor dicho, conceder la posibilidad de que Schlink ubique el problema central de su novela en un juicio como una simple coincidencia. Ahora bien, si, como afirma Agamben, “en Auschwitz no se moría, se producían cadáveres. Cadáveres sin muerte, no-hombres cuyo fallecimiento es envilecido como producción en serie. Según una interpretación posible y muy difundida, es jus-tamente esta degradación de la muerte lo que constituye el ultraje específico de Auschwitz, el nombre propio de su horror”, entonces la situación de Hanna no es simplemente aquélla de una mujer atormentada por su analfabetismo —a menos, claro, que éste se considere como la degradación del hombre. Cuando el narrador refiere el proceso de selección y el analfabetismo de Hanna, se pregunta si éste habría sido suficiente para que ella no declarara la “verdad” —que no había escrito el informe y que no era “tan” responsable como se le acusaba de serlo. “Yo podía comprender”, dice el narrador, “que se avergonzase de no saber leer ni escribir, y que hubiera preferido comportarse de una manera inexplicable conmigo antes que permitir que la desenmascarase. Al fin y al cabo, yo sabía por propia experiencia que la vergüenza puede forzarlo a uno a mostrarse esquivo, a ponerse a la defensiva, a ocultar y desfigurar las cosas, incluso a herir a los demás. Pero ¿era posible que la vergüenza explicara también el comportamiento de Hanna durante el juicio y en el campo de concentración? ¿Qué prefiriera ser acusada de un crimen a pasar por analfabeta? ¿Cometer un crimen por miedo a pasar por analfabeta?” Las preguntas de Michael no son sólo retóricas sino, sobre todo, ambiguas. En la primera equipara la vergüenza con la acción que Hanna ejerce en el campo. En la segunda, al decir “que prefería ser acusada”, asume que Hanna es, en algún punto, inocente. Finalmente, en la tercera da por hecho que cometió el crimen (¿pero a cuál se refiere, a los campos, al incidente de la iglesia, el cual no es sino paralelo al problema del campo en sí?) y da por hecho, también, que es culpable. Sin embargo, eso no es lo que parece resaltar del pasaje anterior sino el hecho de que el analfabetismo se considere como una vergüenza, lo cual no puede serlo sino para un hombre que, ponderando su superioridad, tiene miedo a ser desenmascarado. Un hombre digno. La vergüenza se convierte en máscara de la civilización de Hanna y, con ello, del régimen nazi y de la Solución Final. La vergüenza, como la muestra Schlink, es impostada, no es sino un elemento distractor (y con ello, el analfabetismo de Hanna se convierte en elemento distractor asimismo) del verdadero problema: el campo. Nada tiene que ver con la vergüenza de los supervivientes, la cual es, sencillamente, como afirma Levi, “la vergüenza que los alemanes no conocían, la que siente el justo ante la culpa cometida por otro, que le pesa por su propia existencia, porque ha sido introducida irrevocablemente en el mundo de las cosas que existen, y porque su buena voluntad ha sido nula o insuficiente, y no ha sido capaz de contrarrestarla”.

Tenemos, entonces, una serie de desplazamientos que van hacia el restablecimiento del orden como se conocía antes de Hitler, antes de los campos. La nostalgia de Hanna por leer clásicos de otro tiempo deviene en excusa, en posibilidad de retorno como la propone Agamben reformulando el experimento propuesto por Nietzsche en La gaya ciencia, titulado “El peso más grande”: “este fracaso de la ética del siglo veinte frente a Auschwitz no depende, empero, de que lo que allí sucedió sea en tal medida atroz que nadie pueda querer que se repita, amarlo como un destino. En el experimento nietzscheano, el horror se daba por supuesto desde el principio, tanto que el primer efecto que produce sobre el que lo escucha es el de hacerle ‘rechinar los dientes y maldecir al demonio que ha hablado de esa forma'. Pero tampoco se puede decir que el fiasco de la lección de Zaratustra suponga la pura y simple restauración de la moral del resentimiento. Aunque, para las víctimas, sea grande”. La actitud de Hanna es aquella de la “moral del resentimiento”. Incapaz de sentir culpa, del mismo modo que la generación de la posguerra, Hanna tiende hacia una reconstrucción únicamente de sí misma. ¿A qué se debe esta tendencia hacia el interior, complementada, aparentemente, con el problema social? Parece que la novela de Schlink —y, como consecuencia, la adaptación de Daldry— careciera de un marco legal donde se pudieren discutir los problemas éticos que plantea. Paradójicamente, el centro de la novela es el juicio de Hanna, al que Michael, si bien acude como estudiante,parece no prestar atención sino en el sentido en el que se trata de la propia Hanna, es decir, aludiendo una vez más al problema —psicolo- gismo melodramático, para decirlo en términos de Husserl— de su relación con una mujer mayor. Parece como si Schlink quisiera dejar en suspenso, o, mejor dicho, colocar en una zona intocable, inaccesible al lector que ignora las leyes alemanas y los juicios de Nüremberg, la problemática estrictamente judicial, como si quisiera hacerle creer que no existía un marco jurídico en el que pudiera discutirse el caso de Hanna. En pocas palabras, Schlink trata a su lector del mismo modo en que Hanna trata a Michael: se sirve de él para cumplir con un fetichismo: hablar de los campos, presentar una problemática ética sin llegar, no obstante, a tocarla —atenuada por el analfabetismo y la relación amorosa entre una mujer madura y un adolescente—, sin llegar a penetrar en ella. En otras palabras, el libro de Schlink es irresponsable deliberadamente.

¿Qué implica esta acción deliberada de irresponsabilidad? Puede leerse, siguiendo a Agamben, como una deformación del paradigma trágico: “el héroe griego se ha despedido de nosotros para siempre, no puede en ningún caso testimoniar por nosotros; después de Aus- chwitz, no es posible servirse de un paradigma trágico en la ética”. En el filme, como en el libro —aunque el acento está puesto sobre todo en la versión cinematográfica—, Michael lee en repetidas ocasiones la Odisea para Hanna, hasta el punto de grabársela en cintas y enviársela a la prisión. Hanna aparece, entonces, moldeada por las condiciones del poema de Homero y de alguna forma de Antigüedad greco-latina que, luego, encuentra un eco en los demás libros que lee. Su “humanismo” es, entonces, un humanismo retrógrada, anacrónico. Pero eso no es lo peor, sino que en ella se cifra cierta nostalgia por el retorno. Empero, como recuerda Agamben, “no se puede querer que Auschwitz retorne eternamente porque, en verdad, nunca ha dejado de suceder, se está repitiendo siempre”. Tal vez por ello Hanna pueda “luchar por su verdad”, porque sencillamente ésta se sigue limitando al campo. “No velaba por sus intereses”, dice el narrador: “luchaba por su verdad, por su justicia. Y como siempre tenía que disimular un poco, y nunca podía ser del todo franca, del todo ella misma, aquella verdad y aquella justicia eran lamentables, pero eran las suyas, y la lucha por ellas era su lucha. Debía de estar completamente agotada. No sólo luchaba en el juicio. Luchaba siempre, y había luchado siempre, no para mostrar a los demás de lo que era capaz, sino para ocultarles de qué no era capaz. Una vida cuyos avances eran enérgicas retiradas y cuyas victorias eran derrotas encubiertas”.

Estos “avances” encuadran perfectamente la esencia del movimiento nazi según como la define Arendt: “estaba en la esencia del movimiento nazi el seguir adelante y llegar a mayores extremos a cada mes que pasaba, pero una de las características más sobresalientes de sus miembros era que psicológicamente tendían a situarse siempre un paso atrás del movimiento. Es decir, tenían suma dificultad en conservarse a la par con él, o, como Hitler solía decir, no podían ‘saltar sobre sus propias sombras’”. El carácter marcadamente melodramático de la adaptación de Daldry podría hacer creer al espectador que Hanna —como Hitler, por ejemplo— sostiene una lucha, su lucha, que es verdadera y que es capaz de ser juzgada como tal. No obstante, la cita anterior no determina sino la trascendentalidad del juicio, en el sentido en que los conceptos de bien y mal están determinados de una vez y para siempre. La lucha de Hanna es “buena” porque ella está en algún modo en situación de desventaja con respecto a las demás acusadas, porque ella ignora, porque es analfabeta. Y ahí está el engaño de Schlink, la farsa, lo irrecuperable y lo terrible de su novela: mientras existan conceptos trascendentales a nosotros, mientras podamos apelar a éstos no habrá ninguna culpa que pueda medirse en tanto que responsabilidad sino sólo en tanto que “vergüenza”, contaminada, por cierto, por los criterios de juicio de una civilización “superior”. Así se explica, entonces, no sólo el campo sino, en retrospectiva, la Inquisición, las guerras napoléonicas, donde se mataba a todo quien no hablara la lengua de Voltaire, la colonia (francesa, española, anglosajona), el apartheid, las dictaduras latinoamericanas de Somoza en Nicaragua y Pinochet en Chile, la intervención estadounidense en Irak, los asesinatos de mujeres en ciudad Juárez. Bajo estos conceptos trascendentales de “bien” y “mal” es no sólo po-sible sino consecuente entender que Hanna se “convierta” al humanismo a través de lecturas sobre los campos: “Me acerqué a la estantería”, dice el narrador. “Primo Levi, Elie Wiesel, Tadeusz Borowski, Jean Améry: la literatura de las víctimas y, junto a ella, las memorias de Rudolf Hoss, el comandante de Auschwitz, el ensayo de Hanna Arendt Eichmann en Jerusalén y varios libros sobre los campos de exterminio. —¿Hanna leía estas cosas?— Por lo menos cuando pidió los libros sabía muy bien lo que hacía. Hace varios años ya me pidió que le diera bibliografía general sobre los campos de exterminio, y luego, hace un año o dos, me preguntó si había libros sobre las mujeres de los campos, tanto las prisioneras como las guardianas”. (¿Es el libro que escribe, dentro de la novela, Michael, una forma de otorgarle a Hanna su propio libro, de contar —y legitimar— su lucha?) La pretendida “humanidad” que adquiere Hanna al superar el analfabetismo es uno de los ejes de la adaptación cinematográfica —la escena en la que Hanna se suicida comienza con ella apilando los libros para poder ahorcarse—, quizá porque el acento, en el filme, no puede ponerse en el problema verdadero: ¿hasta qué punto leer es, también, ignorar, o bien, querer hacerlo? Llama la atención que en la adaptación no aparezca el título de los libros —el inicio del cuento de Chéjov es, por el contrario, repetido más de tres veces— que “importan” para este movimiento hacia el humanismo que parece querer determinar Schlink con la lista de los libros que pudo o no haber leído Hanna. Esta ausencia es equiparable a la de las imágenes del Holocausto y se determina en lo que Deleuze define como cliché, es decir, “esas imágenes flotantes, esos clichés anónimos, que circulan en el mundo exterior, pero también que penetran a cada uno y constituyen su mundo interior”. Sin embargo, si la interioridad de Hanna es equivalente al exterior (Michael y, por extensión, el espectador/lector), ¿quiere esto decir que la “consciencia” que hace a Hanna merecedora de su muerte —último acto de autonomía que no es sino autoritario— es parte del conocimiento “generalizado” que tenemos de los campos? Dicho de otro modo, ¿basta con “leer” sobre los campos, con ver una o dos películas a este respecto, con “informarse” para estar “consciente” de lo que los campos implican? Si esto fuera así, no habría necesidad de citar —por ejemplo, en este mismo texto— los trabajos de Arednt o Agamben. La irresponsabilidad de Schlink, traducida a la de Daldry, es entonces aquélla de considerar los libros de los campos como clichés que pueden elidirse sin que ello constituya una pérdida. La obra de Schlink (novela y, luego, filme) es, en este sentido, como en los otros que he demostrado, irresponsable: no ayuda a “comprender” sino a enmascarar, tras la “vergüenza”, el problema de los campos. Y bien, mientras la literatura alemana siga produciendo obras de ese tipo no habrá posibilidad de comprender, y, por lo consiguiente, mucho menos de olvidar.

Frases
Alfredo Leal

(Ciudad de México, 1985). Narrador y ensayista. Autor de Ohio (UACM, 2007), Circo y otros actos mayores de soledad (EEyC, 2010) y La especie que nos une (Tierra Adentro, 2010).

Fotografía de Alfredo Leal

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