Columna Semanal
01 de junio del 2016

La democracia constitucional es, a pesar de sus defectos inherentes, el modelo más evolucionado de convivencia social. La mayor objeción que se le puede hacer a este sistema político es que cuenta igual el voto de un sabio que el de un ignorante, y que a la hora de votar suela imponerse de manera mayoritaria la ignorancia sobre la sabiduría. Sin embargo, no nos puede caber la menor duda de que la democracia representativa -con sus tres poderes: el ejecutivo, el legislativo y el judicial- supone la forma más perfeccionada de gobierno que ha alcanzado la especie humana.

Votar y ser votado es un derecho básico de todo régimen democrático. Y este derecho, que es en esencia un ejercicio primordial de libertad, conlleva una serie de obligaciones cívicas que pueden resumirse en el principio rector de toda democracia: anteponer en toda circunstancia el bien público al interés personal. Desa­fortunadamente el poder desmedido que han adquirido ciertos grupos sociales -desde las cámaras empresariales, a los partidos y los sindicatos- ha pervertido el objetivo fundamental de la democracia, que es la búsqueda del bien común en un gobierno moral y justo que garantice el equilibrio armonioso de los tres poderes.

La creciente injerencia nociva del poder económico, y la ambiciosa inmoralidad de los partidos políticos, que buscan a como dé lugar la manera de perpetuarse en el gobierno para seguir parasitando del erario público, ha propiciado que el ciudadano consciente y bien informado vea las elecciones y las propuestas de los candidatos como una farsa. ¿De qué sirve votar si todos los políticos sólo buscan su propio beneficio y el de su partido? Esta es la pregunta que se hacen los ciudadanos más críticos.

La facilidad con que los políticos cambian hoy día de ideología, la guerra sucia a la que recurren para manipular la intención del voto y, sobre todo, el cinismo y la soberbia con que desprecian al ciudadano común una vez que asumen el poder, ha degradado la tarea del servidor público a un nivel vergonzoso de descrédito y desprestigio.

La mayoría de los ciudadanos que no tenemos intere­ses ni filiaciones partidistas, no podemos permitir que los odios y las afrentas entre los candidatos contaminen con su bajeza la vida pública. Gane quien gane, los ciudadanos debemos permanecer unidos y en alerta crítica para recordarles a los políticos que las promesas incumplidas, los sobornos y el enriquecimiento ilícito sólo incrementarán nuestro desprecio y nuestra desconfianza hacia un sistema de gobierno que pervirtió sus principios en favor de grupos que sólo merecen desprecio social.

Como escritor y como filósofo considero que mi tarea es estar en permanente acecho. Jamás concederle el apoyo incondicional y la absoluta credibilidad al gobernante en turno, pues si algo nos ha enseñado la historia es que el poder -en todas sus manifestaciones- tiende sentenciosamente a absolutizarse. Y si hay una patología que daña irreparablemente a una democracia incipiente como la nuestra, es la absolutización de la inmoralidad y de la ignorancia.

Votemos pues según nuestro personal criterio y razonando el voto; pero sin olvidar que la verdadera contribución de la ciudadanía a la democracia es vigilar y exigir que los políticos y los funcionarios cumplan con hechos lo que prometieron con su verborrea clientelar y gritona.

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