Japón
29 de enero del 2017

Quisiera dejar las cosas claras desde un principio: no soy crítico de arte. Sobre su teoría mi conocimiento se limita a la lectura de los escritos de Ruskin y algunos comentarios perdidos que encuentro en la obra de Schopenhauer (me vienen a la mente unos cuantos borrosos párrafos sobre estética de la crítica de Kant); de las teorías de los colores sólo conozco la de Goethe, y el verbo es excesivo; sólo con algún esfuerzo logro distinguir entre un aguafuerte y una litografía. Puedo decir en mi favor, si es que la experiencia de un hombre puede quizá justificarlo, que no sin algún sacrificio me he enseñado a contemplar en profunda quietud los cuadros que cuelgan de las paredes de galerías y museos, que de esos sí, conozco no pocos. Con algo, o quizá mucho, de ese orgullo que nos mueve a buscar la cultura —acaso por miedo a la ignorancia—, siempre que he visitado una nueva ciudad me he procurado tiempo para recorrer sus museos, y a fuerza de costumbre, algunas gratas memorias pictóricas he juntado en unos cuantos años y la contemplación del arte se ha enraizado en mis antojos, ¿no es ésta la forma en la que adquirimos todos nuestros gustos?

Sé, en mi contra, que nada más molesto puede haber que un extranjero que se siente con el derecho de hablar del mundo por haber pisado suelo extraño. No puedo más que alegar que en mi condición de ajeno hay en las tierras de este vanidoso arte un hombre con quien puedo sentirme especialmente cercano. Por lo menos es de él, del encuentro con sus cuadros, de quien la memoria más viva conservo, o al menos la noción de haberme entregado conscientemente a la ensoñación de sus trazos. Cuatro son dichos encuentros: tres son reales y sucedieron en Holanda e Inglaterra y el cuarto fue un engaño de la memoria, y se remonta a mi infancia.

Al igual que Matthi Forrer, curador del departamento de arte japonés del Museo Nacional de Leiden, mi primer encuentro con Katsushika Hokusai tuvo lugar en la Rijksprentenkabinet (Gabinete de impresiones) del Rijksmuseum de Ámsterdam en 2006. Ésta es la primera imagen que recuerdo: dos samuráis se baten en violenta disputa que se oculta tras la complejidad de los trazos que planchas de madera tallada habían creado, confusión de cuerpos que es también confusión de colores —cada uno producto de la impresión de una plancha diferente— azules y rojos opacos; facciones caricaturescas que ocultan el fatal destino de uno de los guerreros, cuya mano en evidente contracción de muerte revelaba. Así conocí a Hokusai y así conocí las “imágenes del mundo flotante: el Ukiyo-e, estampas de la vida de indulgencia sensual —sensualidad de nieve y de luna— nacidas a finales del periodo de los shogununatos en los centros urbanos de Edo, hoy Tokio. Esta escuela, cuyo tema central se mide por la variedad de sus imágenes y cuya influencia se extiende de Tokio a Oaxaca, pasando por las colecciones personales de los impresionistas hasta encarnarse hoy en día en la figura de Shinzaburo Takeda, favoreció las representaciones del kabuki y de las geishas, a saber, por una cuestión de demanda popular. Según el historiador del arte Edmond de Goncourt este género fue un producto de la holgura económica en el Japón del siglo xviii. Refiere Goncourt, que los ciudadanos de Edo, “tras un periodo de prosperidad económica, pudieron, teniendo ambos dinero y tiempo, dedicarse a la indulgencia”.

Si bien toda explicación de tipo económica tiende a ser parcial, como sin duda ésta lo es, no dejo de advertir que es verdad que la vasta obra que se conserva de Hokusai, y las varias copias existentes de cada una de sus cuadros, responde a la mercantilización a la que fue sujeta: el grabado, al permitir la multiplicación de la obra, los volvía accesibles; la ostentosidad los hizo populares.

Pero no fue la muerte violenta del guerrero samurái sino la calma profunda imperante en otros de sus cuadros la que cerró el vínculo con el ilustre nipón. En efecto, la contemplación de Hokusai significa para mí la contemplación del monte Fuji. La imagen de dos cuadros conservo conmigo: en la primera, el monte sagrado del budismo se levanta entre las sakuras de florecientes cerezos. Inmóvil, con blanca investidura, dotado de una simetría que confunde a quienes no conocemos el divino volcán, el monte Fuji de Hokusai enamora y cual flor de cerezo también flota. En la segunda, entre grabados de varios azules, el lago Suwa es centro de un pasivo escenario: pescadores en viaje de regreso a casa, al frente una solitaria cabaña parte la escena, al fondo, con el mismo porte y simetría, un azulado monte Fuji contempla la monocromática escena. Éstas son sólo dos vistas de las treinta y seis que conforman el celebrado conjunto, y que después se volverían cuarenta y seis, y más tarde cien. Multiplicación que resulta sorprendente cuando se considera que el conjunto original fue producido en un periodo tardío, cuando, después de una época de retiro, el viejo Manji se vio obligado a volver a los pinceles tras un evento desafortunado en el que su nieto apostara y perdiera la fortuna del gran pintor. A la edad de setenta y tres, tiempo en que culmina las cien vistas, Hokusai —según relata su propio testimonio— habría comenzado a dominar el dibujo de las estructuras de los seres vivos, con la esperanza de, a los noventa, poder penetrar en su esencia, y de seguir así, podría, a los ciento cuarenta o quizá un poco más, alcanzar el estado en que cada punto y línea en sus trazos cobrara vida.

¿Fue Blake o acaso Swedenborg quien vio purificadas las puertas de la percepción al entregarse a la contemplación de un cuadro de Vermeer? La percepción del artista debe exceder en mucho a la del hombre común. Donde el hombre ve inertes montañas el artista verá el ser de la montaña, mejor aún, dejará de ver para ser la montaña, que deja de ser también para volverse grabado y lienzo. Así como Dalí tomó la esencia de una roca de la bahía de Portlligat para dar existencia a El gran masturbador, Hokusai retuerce el existencialismo para sacar de la esencia el otro ser de la montaña: ser tinta, ser xilografía, ser deseo.

El segundo encuentro vino más tarde el mismo año en el Albert Victoria Museum de Londres. Acompañando una impresionante exposición de armaduras samuráis, sobresalía al fondo de la galería el inequívoco símbolo del hijo pródigo de Katsushika: un rojo monte Fuji. Idéntico en su simetría pero esta vez despojado de su manto: despojado por un rojo verano, rojo de sol naciente entre cielos aborregados. Colgaba también, aunque más modestamente, un cuadro representando un martín pescador tras una flor de iris y varias lilas, que tal vez confirmarán el viejo haiku de Shiki: “Rosas/ Las flores son fáciles de pintar/ difíciles las hojas”. En el mismo cuadro se descifraba un poema y junto al marco su traducción, la cual he olvidado. También pude ver, por una feliz coincidencia, que los había sacado a la luz ese día, un conjunto de bocetos fechados alrededor de 1780 bajo el título The Four Directions of Eastern Capital y que, según se explicaba, se conservan almacenadas por su rareza —son al mismo tiempo los precursores del manga y unas de las piezas más antiguas conservadas de Hokusai, o más bien de Shunro, nombre con el que fueron firmadas y el primero de los treinta seudónimos con los que firmó su obra a lo largo de su vida.

La tercera vez que me encontré con Hokusai fue en el año 2012, nuevamente en Londres pero esta vez en el Museo Británico, ese purgatorio terrenal en el que Marx gastara arduos años en escribir su inconclusa crítica. En esta ocasión no fue el monte Fuji sino el morbo lo que en principio me atrajo; de hecho, me hizo pasar por alto que la quimera que contemplaba era obra del gran maestro de Edo: un ama, pescadora de perlas, yace desnuda entre montañas, envuelta por los tentáculos de dos pulpos; el más grande de los cefalópodos practica cunnilingus con su brutal pico córneo a la vez que busca el clítoris con uno de sus ocho tentáculos, los demás la sujetan como ella también los sujeta en amorfo abrazo; el pequeño se satisface en el placer de los labios, y con traviesa contracción aprisiona el pezón del suave seno izquierdo. El fondo de la escena lo cubren declaraciones de mutuo placer y deseo, que probablemente, como lo sugiere Danielle Tallerico, prueban que la perturbadora caricia fue inspirada por la leyenda de la princesa Tamatori, perseguida por el dios dragón del mar Ryujin tras haber robado de su castillo una hermosa perla.

Pero ni el más bizarro erotismo del shunga, esas “imágenes de primavera” que fueran tachadas de obscenas y prohibidas por la ley japonesa a principios del siglo xx, podría opacar al cuadro que tomaba el centro del gabinete: La gran ola de Kanagawa, quizá la pieza más representativa del arte nipón. Pertenece esta xilografía a la serie de treinta y seis vistas del monte Fuji, aunque es éste el cuadro donde el nevado volcán se torna más secundario, empequeñecido por la terrible ola en cuya rompiente espumosa algunos descifran la formación de fractales, mientras otros ven las amenazadoras garras de dragones. Amenazadoras para las barcas que navegan hacia su fatal destino bajo la ola. Amenazadoras para la vida de los monjes en las barcas, quienes en un gesto inusitado apartan la vista de la ola y de su irremediable muerte, todo para hacernos preguntar ¿qué ven aquellos hombres bajo La gran ola de Kanagawa? El último encuentro, como lo dije, es falso y corresponde a mi infancia, aunque más bien se debe a un engaño de la memoria. Mientras contemplaba absorto el fatal cuadro vino a mí el recuerdo de un libro en cuya primera página se plasmaba la imagen de una barca a punto de ser aplastada por una enorme ola. El libro comprendía el relato de Simbad el Marino, extraído de Las mil y una noches —cuyo nombre evoca al aleph, primero de los números transfinitos— en la traducción de Rafael Cansinos Assens y la imagen era obra del ilustrador francés Edmund Dulac, fechada en 1907.

No evito pensar que la ola de Dulac fue inspirada por la obra de Hokusai. El Ukiyo-e se volvió popular en Europa tan pronto como la restauración Meiji abrió las puertas del imperio vedado. La obra de Hokusai fue admirada por Monet, van Gogh y otros impresionistas; Claude Debussy la ocupó para la portada de su composición para orquesta titulada La Mer, y Roy Liechtenstein hizo uso de ella para “ahogar” a su sufriente chica. Ahora que tengo el libro en las manos puedo comprobar la falibilidad de la memoria: en la ilustración de Dulac no hay tres sino una sola barca, no hay monjes sino aventureros marinos, la ola rompe de derecha a izquierda y no al contrario como la cresta de Kanagawa, pero sobre todo, y esto me lo sugiere más el corazón que la mirada, no hay estoico monte Fuji en contemplación de la muerte anunciada, no hay Japón, no hay Ukiyo-e, no hay un “mundo flotante”, no hay placer sensual y no hay Hokusai, no encuentro perdidos en el grabado los trazos de Manji, ese viejo hombre loco por el dibujo.

La gran ola de Kanagawa (1830-1833), Katsushika Hokusai

El sueño de la esposa del pescador (1814), Katsushika Hokusai

Samurai (1830-1833), Katsushika Hokusai

Artículos relacionados

Yasunari Kawabata en una estampa japonesa
Japón
Entre la vanguardia y lo clásico: la arquitectura contemporánea de Japón
blog comments powered by Disqus