Migración
08 de noviembre del 2017

Esporádicamente escribo un diario. No soy riguroso. En ocasiones, por carga de trabajo, lo abandono para alejarme de la escritura en demasía. A finales de 2006 me acerqué a la trilogía Los sonámbulos (1931-1932) de Hermann Broch (Viena, 1886-New Haven, 1951), quien, a pesar de ser un autor fundamental del siglo XX, no gozó de reconocimiento y se mantuvo siempre al margen. Su juventud la pasó favorecido por la riqueza familiar; desconoció las privaciones y alternaba la buena vida con el estudio de la filosofía. Sin embargo, al llegar el nazismo a Austria, fue detenido durante varias horas por su origen judío. Debido a confusiones burocráticas pudo escapar a Inglaterra, ya que tarde o temprano lo volverían a aprehender. Gracias a un salvoconducto, facilitado por gestión de James Joyce, llegó a EE.UU. Sin poder hacer nada por su madre, Johanna Broch, aquejada por una enfermedad, la tuvo que dejar. Ella murió en un campo de concentración en Theresienstadt. Hermann Broch es un emblema de la relación del intelectual frente al poder y el destierro. Retomo estos apuntes sobre Los sonámbulos para esbozar algunas intuiciones.

28 de octubre de 2006

Después de tener que esperar varios años desde que leí que Milan Kundera la mencionó, he empezado a leer la trilogía Los sonámbulos, de Hermann Broch. La primera parte, Pasenow o el romanticismo, está escrita con un estilo delicado y puede sentirse cierto tono de altivez en los pensamientos en la manera de describir la ciudad de Berlín. Me conmueve especialmente cierta empatía que he sentido por Broch desde La muerte de Virgilio. Después, con la lectura de Los inocentes y al comprobar su vena irónica, su capacidad de juzgar —no criticar— aquella sociedad, me sentía cada vez más cerca de él. Y ahora, después de treinta páginas, me encuentro con una serie de líneas excepcionales: “Entonces cae sobre la ciudad una humosa, delgada niebla y le da esa opacidad un tanto tensa de las tardes sin trabajo que preceden a los días festivos”. Aquí otra: “Y es también como si la luz hubiera quedado prendida de tal modo en esta niebla opaca y luminosamente gris que persisten en ella hilos de claridad incluso cuando ya se ha tornado negra y aterciopelada”. Broch en esta obra trata una situación por demás interesante: la relación de sobrellevar la amistad y la rivalidad. Joachim von Pasenow admira y pasa largos períodos de tiempo pensando en Eduard von Bertrand, lo cual lo convierte en su amado/odiado alter ego. Cuando Von Pasenow se plantea el asunto del uniforme militar —oportunidad que Broch aprovecha para verter algunos conceptos personales—, la evocación de Bertrand no deja de suscitarse: “¿Qué opinará Bertrand? ¿Qué hubiera hecho él?”. Este tipo de preguntas están latentes todo el tiempo.

29 de octubre de 2006

Otra relación difícil del protagonista se establece con su hermano Helmut, quien fallece en un duelo “por el honor”. Lo atractivo de esta referencia es que la mayoría de los problemas se originan por una desconexión comunicativa con el mundo. Se ve a través de la carta que le deja Helmut a Joachim:

Ignoro si saldré con vida de este asunto, un tanto banal. Naturalmente espero que sí, pero en el fondo casi me da igual. Aplaudo el hecho de que exista algo así como un código del honor, el cual nos presenta en esta vida tan indiferente, un destello de una idea más elevada, a la que uno puede someterse. Espero que tú hayas encontrado en tu vida más valores que yo en la mía; a veces te he envidiado tu carrera militar; por lo menos es un servicio a algo más grande que uno mismo…

Creo que no causa molestia citar a Broch in extenso, y menos cuando materializa esa absurda pero notable peculiaridad: la disonancia entre los sentimientos absurdos que nos toman y nos envuelven como nada lo puede hacer.

4 de noviembre de 2006

Alterno la lectura de Los sonámbulos con Hermann Broch, una pasión desdichada, de José María Pérez Gay. Encuentro la descripción detallada de la aprehensión de Broch y la muerte de su madre. Broch no intentó enfrentarse directamente al poder nazi, sin embargo fue un hombre valiente y escribió: “Quiero dedicar el resto de mi vida a combatir esta peste que llamamos fascismo […] Veo el futuro en tinieblas”. Me viene a la mente su ensayo “Lógica para un mundo en ruinas”, puede ser el ataque que no erigió contra los nazis, y que sí es un golpe hacia una forma de ver la vida, una suerte de capitalismo de Estado que ponderaba el capitalismo salvaje. El nazismo, que nunca se plantea eliminar los privilegios ni con el usufructo ni con la explotación, busca arrogarse la fortuna de los judíos. Esa forma sólo es una forma revolucionada de aniquilamiento, una forma revolucionada de capitalismo, es decir, si el mundo cultural, político y económico está en movimiento; y esto está pensado en beneficio de los países más desarrollados por encima de los que nunca se desarrollarán. Puedo decir que el fascismo, en su versión alemana imperialista, siempre está agazapado en el capitalismo habitual. Y ahora en su versión recargada y envilecida, como es el caso del capitalismo norteamericano, pareciera retomar sus directrices decimonónicas. Pero en esta ocasión los recursos industriales están reforzados hacia las armas, hacia la destrucción y la muerte. Todo esto produce un estado de retractación anímica. El hombre está encadenado por un lastre en los conceptos. Lo cual es peor que…, o mejor dicho: esto implica mayores dificultades para poder liberarse.

En Broch está la resistencia más silenciosa, más reservada, quizá la más doliente: la rebeldía de quien se preocupa y entiende qué pasa desde la filosofía; la de aquel que, al mantenerse al tanto, se convertirá en la testificata del verdadero peregrino, del desterrado, del viajero secreto.

Mismo día, minutos después

En “Lógica de un mundo en ruinas”, ensayo que intercala en el tercer libro de su trilogía, Huguenau o el realismo (un amigo austriaco me dice que se debería traducir como Huguenau o el pragmatismo), encuentro esta idea: “El último movimiento regresivo que conoció Europa, el romanticismo, no constituyó un mayor vínculo externo, no fue más que una mirada nostálgica hacia el pasado, una tentativa para hacerse creer a sí mismo que el eclecticismo de la forma terminaría por producir el fondo, un saber concerniendo un pasado en el que el hombre se sentía protegido y una reacción de terror frente a un futuro inexorable”. Y recuerdo a Stefan Zweig en el primer capítulo de El mundo de ayer: “El mundo de la comodidad”. Dicha comodidad ya le parecía como un sueño de un día olvidado. Es este tipo de idas lo que va a surgir en Los sonámbulos; lo que me hace preguntarme, al recordar que Broch fue un joven bastante acaudalado, ¿quién es el trasunto de él mismo? Ya que la autocrítica que erige me hace dudar si su trasunto sería Joachim o Bertrand, o, en su defecto, la mismísima Elisabeth, de la que señala que “le gustaría sentir eternamente la familiaridad con que ha recibido las cosas que están actualmente”. Esto, por supuesto, es absurdo; no obstante, Broch no ridiculiza a ninguno de sus personajes.

8 de noviembre de 2006

Leo Esch o la anarquía; acabo de encontrar otro elemento atractivo. Esto tiene que ver con lo que reflexionaba hace algunos días: la relación del creador en la lucha contra el poder. Ahora he leído la escena en la que Esch acompaña a su amigo socialista Martin a un mitin en el que va a participar. En éste, después de que Martin arenga a los trabajadores convocados, llega la policía a detenerlos. Después de que parece que los obreros van a responder, Esch se retira y Broch escribe una línea que me inquietó: “[…] y Esch, viendo que nada podía hacer allí, se retiró hasta la esquina, con la esperanza de encontrar a Lahberg en alguna parte”. Quizá esta forma de reaccionar sea la manera de combatir de Broch, la cual tal vez no provoque repercusiones inmediatas y se limite a exponer argumentos frente a las armas; pero en esta época, donde los argumentos son los menos usados, puede ser que valga la pena porfiar en el trabajo que no es evidente, sino más sutil y duradero.

13 de noviembre de 2006

Sigo con Esch o la anarquía. En verdad creo que Broch me habla a mí personalmente (¿esto no sería lo idóneo en cada ejercicio de lectura?); y sin importar lo arrogante que suene, puedo pensar que no me equivoco. A un hombre como yo, alguien que en realidad no tiene mucho que compartir con la vida y la experiencia de un hombre como Broch, el hecho de sentir tal cercanía no deja de sorprenderle. ¿Cómo se ha hecho de este lugar en mi mente este hombre tan distante, tan alejado de lo que yo soy y que habita en un mundo que no tiene nada que ver con el suyo? Quizá estoy siendo un poco inexacto, pues mi mundo no es tan lejano. Por ejemplo, está su fantástico ensayo “Lógica de un mundo en ruinas”, en el que demuestra la manera en que el fascismo tomó fuerza, de un modo muy parecido al fascismo actual. Calderón es un führercillo y no otra cosa, al igual que Hitler fue alguien que sirviéndose de la ignorancia de la gente y de una política del terror, llegó al poder. Qué gran estupidez había por aquel entonces. Y ahora las cosas no son muy diferentes; el miedo fue el mayor motivo en la razón de los electores. Qué terrible situación y qué parecido a aquella Austria que provocó la huida de Hermann Broch y, por supuesto, la muerte de su madre (lo que más me ha consternado). Dice el autor de El maleficio:

Porque, si tales consideraciones merecen ser calificadas de humanas en términos generales, los viajeros están más predispuestos a ellas (especialmente aquellos de temperamento violento) que los hombres sedentarios que nunca piensan nada, por más que suban y bajan varias veces al día las escaleras de su casa. El hombre sedentario no se da cuenta de que se halla rodeado de obras humanas, ni tampoco de que sus pensamientos son también únicamente meras obras humanas. El hombre sedentario lanza sus pensamientos al mundo como si fueran viajantes seguros y hábiles en los negocios y cree poder constreñir de esta manera el mundo a las dimensiones de su propia habitación y de su propio negocio. […] Pero el hombre que en vez de enviar de viaje sus pensamientos se envía a sí mismo, ha perdido esta precipitada seguridad, su ira se ensaña con cuanto sea obra humana, contra los ingenieros que construyen los peldaños así y no de otro modo, contra los demagogos que despotrican sobre justicia, orden y libertad como si pudieran edificar un mundo acorde con sus propias ideas; contra aquellos que todo lo saben se dirige también la ira de este hombre en quien saborea el sabor de la ignorancia. […] Una dolorosa libertad se anuncia proclamando que todo podría ser distinto. Las palabras con que se revisten las cosas pasan inadvertidas y se deslizan en la incertidumbre; se diría que las palabras son huérfanas.

El parador
El parador, Daniel Lezama, 2001, óleo sobre algodón, 150x130 cm.

Una vez más la intuición entrega sus mejores frutos a quien sabe oírla. Broch es un gran novelista debido a su magnífica poesía. Sin intención ni afectación entrega una fuerte cantidad de ideas debatidas y que, al trasladarlas por medio de pensamientos perpendiculares, llegan a formar un conjunto luminoso. En pocos autores se pueden encontrar las preguntas que la gente lleva y regresa a lo largo del camino mientras se piensa en la vida. Desafortunadamente, Broch se vio obligado a la desgarradura de su medio: Austria, sus museos, sus bibliotecas y, lo peor de todo, sus tabernas. En la forma que este autor contempla la historia del mundo podemos ver cómo encuentra una unidad, una consecuencia tras otra. En la parte final de La muerte de Virgilio, después del periplo que el poeta tiene que realizar —en el que lo aquejan los achaques e incluso comienza a alucinar— justo cuando se encuentra con Augusto, le cuestiona por qué ha dejado que los comerciantes tomen el poder. Me parece que es una pregunta más que oportuna. Roma ha cedido a las prácticas monopólicas que incita el capitalismo basado en las leyes del comercio. En este momento Roma empieza un declive. Al contrario de la gloria que establece Virgilio con su Eneida (poema que quedaría inconcluso), Roma ya no es digna de heredar a Eneas, el sobreviviente troyano. Roma se ha tornado una ciudad lamentable, que se entrega a las manos de quien pueda comprarla, y para Broch Europa también lo ha hecho. La obsesión fascista, y sobre todo nazi (si es que hay alguna diferencia), por el boato y la ganancia desfiguran el rostro de la cultura romana, la que se presumía verdadera cuna de la civilización. Sin embargo, las ganancias que el comercio da a una parte del Imperio se vuelven el nuevo estandarte. La Vía Augusta ya no satisface la voracidad. No sólo se trata de llevar los productos a través del imperio. La intención que se implementa radica en despojar a los mercados nacionales de su autonomía. Cualquier tipo de independencia comercial debe ser disuelta por medio de una levigación que ejecuta la moneda romana y sus dinámicas económicas. Para Hermann Broch no se trataba de hacer una crítica nostálgica de Roma, sino de hacer un diálogo de cómo el Imperio romano se fue al traste por los monopolios:

—No puedo borrar de la tierra las ciudades, Virgilio; al contrario, tengo que erigir ciudades, porque son los puntos de apoyo del orden romano hoy, como siempre lo fueron… Somos un pueblo que edifica ciudades, y la primera fue la ciudad de Roma…

—No como ciudad de comerciantes y prestamistas. Su edad de oro está amonedada y acuñada.

—Eres injusto; el comerciante es el pacífico soldado de Roma y, si quiero que subsista, debo dejar que subsista también la organización financiera… Todo esto pertenece al bienestar del Estado.

—No soy injusto, pero veo el hervidero ansioso de dinero en las calles, veo la impiedad; sólo el campesino posee la piedad del pueblo romano, aunque se halle en peligro de caer en la codicia general.1

La misma suerte corrió el Imperio Austrohúngaro y la Comunidad Europea de inicios de siglo XX. La perspectiva, y aquí pienso nuevamente en Zweig y en El mundo de ayer, era desbaratar el bienestar común para buscar la riqueza de las oligarquías. La ruta a seguir es la misma de siempre: liberar la economía para generar monopolios que impongan sus reglas, sus criterios y su poder. Implementar precios a las mercancías, a los productos, a la mano de obra y, sobre todo, a la vida del ser humano. Volver al rédito y al interés los mecanismos de especulación y ganancia que den valor de cambio a la vida humana. Pero (aquí sólo habla alguien que ha hojeado El Capital de Marx), lo más drástico es que el capitalismo reifica la vida y al ser humano; en ese volver cosa la vida, la angustia corroe al ser-para-sí. Nuestra consciencia ya no disfruta ni experimenta, sólo produce, sólo sobrevive y, así como el capital se vuelve nómada, el ser humano está obligado a emigrar. De la misma forma en que el capital debe de buscar internacionalizarse para agrandarse, que es la única forma de mantenerse, el ser humano se vuelve un emigrante y, por ende, un sobreviviente. Cuando Hermann Broch dejó Austria, uno de los mayores escritores del siglo XX, abandonando su pasado, su vida y todo lo que la conformaba, se convirtió en un indocumentado más, en alguien en situación de crisis, idéntico a cualquiera que debe atravesar el Río Bravo o el desierto de Arizona. Broch fue el africano que trata de atravesar el Mediterráneo en una embarcación sobrepoblada, un refugiado de Siria recorriendo las carreteras con su familia a cuestas y un lío de ropa vieja. El desterrado no se muda, se desarraiga; pierde una conexión con su raíz íntima, la más vital. El emigrante Hermann Broch se mimetiza con el torrente del capital, y tiene consciencia de ello. Su visión es tan vigorosa que no teme encarar lo trágico; sin embargo una visión trágica no es una postura fatalista ni pesimista, es una posibilidad, así como llama al materialismo histórico una posibilidad asequible.

“Ignoro si saldré con vida de este asunto, un tanto banal. Naturalmente espero que sí, pero en el fondo casi me da igual. Aplaudo el hecho de que exista algo así como un código del honor, el cual nos presenta en esta vida tan indiferente, un destello de una idea más elevada, a la que uno puede someterse”, expresa Broch por medio de un personaje, y en realidad no sabemos si habla de él o se refiere a la suerte que todos nosotros corremos en este instante. Un momento de capitalismo salvaje que nos convierte a todos en mano de obra, en una fuente de trabajo indeferenciado que tarde o temprano se disolverá en el viento y la memoria.

  1. Broch, Hermann, La muerte de Virgilio, pról. Carlos García Gual, trad. J. M. Ripalda y A. Gregori, España, Alianza Editorial, 1998, p. 500-501.

Frases
Héctor Iván González

CDMX, 1980. Es escritor y traductor. Hizo estudios de Lengua y Literatura Francesa en la UNAM. Colabora en Laberinto, Nexos y Tierra adentro. Coordinó y prologó el libro La escritura poliédrica. Ensayos sobre Daniel Sada (FETA, 2012).

Fotografía de Héctor Iván González

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