Me imagino ahí silencioso, como ausente. La necesidad de la desaparición incumbe a la transparencia. G. BATAILLE
Mil novecientos cuarenta y uno. Las calles están intermitentes y la imaginación cautiva la hoja que vuela ese veinticuatro de noviembre. Es Argentina, descendiendo en Androgué, Buenos Aires; la hoja yace, pues ahora las sombras de tinta contemplan el azar de un camino llamado Ricardo Emilio Piglia Renzi. El niño que sostenía al revés El Libro Azul y Blanco del Peronismo para que lo observaran leer sin siquiera haber aprendido a hacerlo. Zurdo obligado a diestro. Estudió Historia en la Universidad de la Plata, en Mar del Plata, ciudad donde vivió a partir de sus catorce años; diez años más tarde se trasladaría a Buenos Aires, donde iniciaría de lleno a laborar para diversas publicaciones. Después viviría una larga temporada en Estados Unidos.
Escritor, crítico literario y guionista de peculiar capacidad para transmitir lo que piensa y lo que sabe, dentro de un balance técnico, espontáneo, metódico y a la vez ligero, tan intelectual como inteligente. Profesor universitario durante dieciséis años en Princeton y en Harvard. En el invierno del dos mil once regresó a su natal República Argentina para escribir El camino de ida, libro moldeado entre trazos y esencias explícitamente personales.
“Emilio Renzi estaba en la terraza de un bar en la plaza Carlo Felice, frente a la estación de Turín a la mañana temprano, cuando la vio. No podía ser”. Esa es la primera frase que leí de Piglia y que me mantuvo en una ocupación desconcertada, después, oración tras oración quería ávidamente comprender cada palabra con sus múltiples interpretaciones, encontrar de dónde surgía el interés exhaustivo, entonces. “Estaba tan solo que todo le parecía familiar”; hice una pausa y me percibí a solas, con moderada nostalgia comencé a pensar en aquel ser infame que toma asiento; sin el más mínimo descaro consciente o inconscientemente sabe que lleva la oscuridad en las manos, dispuesto a transgredir la claridad tangible con un poco de sí mismo, escribe lo que fluye de sus propios medios y limitaciones.
Cada vez que leo un texto me imagino al escritor dedicando un lapso de su vida para practicar su oficio, un momento asiduo de importancia, como si se tratara de una obsesión compulsiva condenada a la repetición del pensamiento. Me interrogo constantemente cómo se forjan los escritores, ¿qué tuvo que vivir y leer Ricardo Piglia para moldear la idea de los cuentos en La Invasión, libro que soportaría una reedición cuarenta años más tarde; las novelas Respiración artificial, Prisión perpetua, La ciudad ausente, Plata quemada? Piglia muestra una narrativa innovadora representada por personajes extremosos, con numerosas citas y referencias culturales en ambientes inmediatos poco pretenciosos: la destreza inaudita que irrumpe cada uno de sus relatos policiacos. Como ensayista y crítico literario avasalla en Formas Breves, un espejismo autobiográfico, empero, es en Crítica y ficción donde demuestra su talento para mantener imperceptible la línea complejísima de sus aficiones. La obra de Ricardo Piglia nos envuelve en erudición y pragmatismo ficcional, citando frecuentemente y realizando referencias culturales detonantes de intelectualidad.
Cuando un escritor lee a otro autor no hace más que medir y analizar a su competencia, y mientras más conozca el terreno al que pertenece mejor será la manera en que se conduzca. Actualmente no confío en las palabras, por eso prefiero la ficción; criticar y reseñar otros textos no es de mi total agrado; en la ficción, en la narrativa e incluso en la filosofía todo y a la vez nada es personal entre metáforas. Kierkegaard utilizaba seudónimos e inventaba personajes que pudieran decir lo que no se permitía decir, buena manera de experimentar diversas posturas, de lanzar una piedra para mostrar ambas manos.
Cada entorno tiene muy buenos motivos para contar una historia, y la intención a largo plazo es buscar la perfección de la sociedad, a costa de los recuerdos, arriesgar respuestas, quitar las dudas como punta de llegada y hacer de ellas un punto de partida. Al fin y al cabo el cerebro es el siervo de la creatividad, no el amo. Hay un antiguo montón de sabiduría durmiendo en nuestros cuerpos -nos dice John Lee-, solo es necesario nutrirse de cultura. Etimológicamente cultura significa trabajo de la tierra. La manera en que se ha trabajado la tierra Ar-gentina debe tener una recalcada importancia, ya que cuenta con personalidades imponentes en la manera de contar historias, abarcando desde la ficción exquisita de Borges, la prosa poética de Julio Cortázar, la fantasía y ciencia ficción de Bioy Casares, las ejemplificaciones de la condición humana de Ernesto Sabato; Roberto Arlt describiendo ambientes marginados; Manuel Puig, Oliverio Girondo, Alfonsina Storni, Juan Gelman, Pizarnik, en la poesía; en el comic e historieta son los creadores de mayor calidad en toda América Latina: Divito, Carlos Clemen, Solano López, Quino, Fontanarrossa, Héctor Germán Oesterheld, Oscar Blotta, Alberto Salinas, entre otros. Argentina en sí nos enseña que las palabras no son ropas a la medida del pensamiento, ya que sufren notables cambios al convertirse en lenguaje, que cuando es escrita suele transformarse en una hiperrealidad, sobrepasando la tendencia de una simple expresión verbal.
“Ella se dio la vuelta antes de subir al auto y se miraron otra vez. El coche se perdió en una nube de polvo”, así terminaba Un pez en el hielo, el primer cuento que leí de Piglia, y me quedaba con la estela pasiva del suicidio de Pavese, y la neurosis de Kafka reilustrada con frecuencia en la leal admiración y fino desliz de su mano, en medio de un amorío perfecto en el cual Emilio Renzi era la línea paralela que jamás podría unirse con su amada. Este dos mil trece Ricardo Piglia publica en Anagrama Un camino de ida, escrito en una vuelta a casa, donde los pedazos sueltos de su obra se contraen para afilar su encanto narrativo.