El 17 de mayo de 1927, Virginia Woolf escribió a Charles Sanger: “No soy capaz de sobrevivir a un libro sin que suceda un desastre”. Como en otros grandes escritores —digamos, Kafka, pongamos, Borges—, la idea que Woolf tenía de la lectura estaba indisolublemente ligada a su concepción de la vida. Cada libro leído era un intento, no de esclarecer la existencia, sino de fundirse con ella, con la violencia de sus sensaciones y sentimientos. Por ello, perseguía en sus reseñas y ensayos lo mismo que en sus obras de ficción: la agitación intelectual, las palabras justas, las impresiones más delicadas. En “Coleridge, el crítico”, apunta que “la posibilidad de que uno pueda arrojar luz sobre un libro considerando en qué circunstancias fue escrito no fue afín a Coleridge; para él, la luz se concentraba y se confinaba en un único rayo, en el arte mismo”. A diferencia de Coleridge, Woolf buscaba una luz que iluminara no sólo el arte, sino también la vida —la propia y la ajena—; su obsesión central consistía en leer al otro, pero, sobre todo, en leer a través del otro, en sumergirse en su visión del mundo y su experiencia estética.
Woolf no hacía distinción entre géneros mayores y menores, y por eso mismo sus textos críticos le importaban tanto como sus obras de ficción. En 1925 confesó a Vita Sackville-West: “Intento enterrar la cabeza en la arena o hacer una carrera en la que mi novela compita contra mi libro de crítica literaria […]. A veces gana La señora Dalloway, otras El lector común”. Woolf, contrario a lo que se ha querido interpretar, tampoco hacía especial hincapié en su condición de mujer. Ya como crítica o novelista, era plenamente consciente de que es el genio del autor, y no el sexo, lo verdaderamente significativo de una obra literaria. La creación y la crítica eran una forma de traducirse y explicarse a sí misma. La primera no era sino una extensión de la segunda y viceversa. Porque Woolf se entregaba entera a todo lo que escribía: Las olas o La señora Dalloway obedecen al mismo impulso febril de “Dostoievski, el padre” o “El arte de la ficción”.
Woolf publicó buena parte de sus reseñas y ensayos en The Times Literary Supplement, pero dejó de hacerlo debido a la ansiedad que le generaba tener que reseñar libros que no le interesaban o cumplir con plazos establecidos. A Kingsley Martin le explicó —tras su proposición de escribir en el “World of Books” del New Statesman— que “los libros sobre los que quiero escribir no aparecen cada semana, así que tendría que escribir sobre libros aburridos y que no tienen nada que ver con lo que yo hago”.
Los ensayos de Woolf, escritos con una mirada intensa y serena, son ante todo una reflexión sobre la lectura, la conversación, la amistad, la ficción, el cuerpo y la mente, el corazón y la razón. Virginia Woolf escribe sobre lo que ha imaginado, pero también sobre lo que ha vivido o leído. La lectura, para ella, es tanto o más real que la vida misma.
Quizá por esto E.M. Forster es, de entre sus contemporáneos, el crítico que más se le asemeja: “Hay algo —apunta Woolf en un ensayo— que él llama ‘vida’. Con ese criterio compara los libros de Meredith, de Hardy y de James. El fracaso de los tres siempre es un fracaso que guarda estrecha relación con la vida. Es el componente humano por oposición a la visión estética de la ficción”. En el fondo, lo que Woolf persigue es la comprensión absoluta de la vida; pretende —por medio de la lectura o la creación— asir la sustancia de que está hecha y transformarla en literatura.
En sus textos críticos, como en sus mejores novelas, Woolf buscaba la unidad del yo a partir de la fragmentación. En 1931 le confiesa a G.L. Dickinson: “Estoy haciéndome mayor, cumpliré cincuenta el año que viene; y empiezo a sentir más y más lo difícil que me resulta reunirme en una única Virginia”. Por esto, los personajes de sus novelas son, a la vez, varios y uno solo: Septimus y la señora Dalloway, los seis amigos de Las olas, los múltiples Orlando que se suceden a través del tiempo. Mientras que en la creación Woolf se fracciona y se unifica a partir de ellos, en la crítica lo hace por medio de las lecturas. Ante esa “zona de silencio”, la autora va y viene de sí misma hacia sí misma. En su obsesión por abarcar la totalidad de la experiencia humana, transita del mundo exterior al mundo interior con el objeto de sentir más profundamente, vivir más intensamente, penetrar en las fibras más delicadas del ser. Dicho de otro modo: la Woolf crítica es la contraparte de la Woolf novelista, y también su complemento.
En uno de sus ensayos más lúcidos, “Horas en una biblioteca”, aclara la distinción entre el lector y el erudito: “el erudito es un entusiasta sedentario, concentrado, solitario, que busca en los libros en su afán de descubrir una determinada pizca de verdad”; por otra parte, “un lector ha de poner coto al deseo de aprender […], leer de acuerdo con un sistema, convertirse en especialista, o en una autoridad, es algo que tiene todas las trazas de acabar con lo que preferimos considerar como una pasión más humana, una pasión por la lectura pura y desinteresada”. En una época en que la literatura se ha visto confinada cada vez más a los círculos académicos, su comentario no carece de relevancia: leer es, ante todo, una pasión inútil, una forma de placer, un vehículo de la inteligencia.
En las últimas páginas de El lector común, Virginia Woolf tiene una visión sobre los lectores literarios: “Algunas veces he soñado, al menos, que cuando llegue el día del Juicio Final y los grandes conquistadores y juristas y hombres de Estado vayan a recibir su recompensa —sus coronas, sus laureles, sus nombres esculpidos indeleblemente en mármol imperecedero—, el Todopoderoso se dirigirá a Pedro y le dirá, no sin cierta envidia cuando nos vea llegar con nuestros libros bajo el brazo: ‘Mira, estos no necesitan recompensa. No tenemos nada que darles aquí. Han amado la lectura’”. Woolf, la crítica, la novelista, la lectora, tiene ya su sitio en el paraíso.