Mencionemos si mencionamos rápidamente dos bandas oaxaqueñas, los Brixton Sounds y la Banda Blandas y Tlayudas, y la respuesta viene rápido: tocan ska, rock steady, reggae. En estas líneas parto de la sospecha de que no necesariamente el legado de esta música (que pertenece a la música rasta en su conjunto), ni la importancia de su confección en la Ciudad de Oaxaca, se dimensionan con las debidas fanfarrias. La hechura de esta música en el Estado tiene una relevancia específica, tanto en el contexto de las músicas tradicionales que aquí se mantienen activas y en transformación, como en el continuum del reggae y el dub, las formas más conocidas mundialmente de música rasta: un gran portal de formas de expresión en perpetua tensión con diferentes formas de resistencia. El rock steady en tierras oaxaqueñas es un paso lógico dentro de una historia que se remonta, en sus inicios culturales a finales del siglo XV, cuando Colón desembarcó en Jamaica, y, en su conformación como género musical, a la primera mitad del siglo pasado.
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Desde hace casi dos años, Oaxaca tiene una nueva banda de rock steady que hace también reggae y que recientemente ha decidido volcarse al dub. La Banda Blandas y Tlayudas. Su primer disco, homónimo, producido con ayuda de amigos y con dinero propio, vio la luz a finales de 2012, apenas a tres meses de los primeros ensayos. La banda tiene menos de dos años. Envuelto en petate, con sólo los nombres de los tracks y su logo, el disco no consigna más información (aunque incluye archivos para pe). De alguna manera no lo necesita: el vigor y capacidad de reinvención de la BYT Band está, por un lado en la experiencia individual de cada músico en otras trincheras, y, por otro, en su diversa actividad como combo en vivo, que, sobre todo, no se limita a los escenarios. Para hablar de su música, platicamos en Santa Rosa con Kunt Vargas, trombonista y cofundador de la banda, y con Óscar Láynez, uno de los dos guitarristas del conjunto. Ambos accedieron a conversar a partir de una playlist que propone conexiones con su trabajo. Pero concédame el lector empezar por las raíces.
Seré breve: el rock steady es una de las etapas históricas de la música rasta. Es el resultado de la transformación del mento, primer eslabón oficial de la música jamaiquina popular, que después se volvería ska, luego rock steady, y, gloriosa y finalmente, reggae. El mento se nutría de ritmos africanos y la influencia de las Big Bands de jazz, especialmente Duke Ellington y Count Basie, en la década de 1930. Desde esta etapa embrionaria, lo que terminaría por llamarse música rasta, era ya una reapropiación: una apropiación, por un lado, de lo que la radio mandaba a Jamaica desde Estados Unidos, pero también un reencausar la espina dorsal africana que esa música ya contenía cuando se volvió jazz. Un especie de bucle. El mento se transformó, con el influjo de la música afroamericana del momento -Fats Domino, los Platters, Nat “King” Cole-, en ska. A finales de los cuarenta y principios de los cincuenta, la migración de músicos integrantes de las bandas que sostenían esta música, cambio la faz del sonido. Tal diáspora musical (juntos con sus implicaciones políticas y sociales) dio paso a una serie de revoluciones musicales: la migración de músicos por razones de necesidad económica y presiones en el agresivo campo de la competencia entre productores, disqueras y músicos, se convirtió en un factor que esculpió la música rasta. Pero ésa es otra historia.
A finales de los setenta, reconfigurado de nuevo por razones económicas, el ska se volvió más lento, su bajo más maleable, sus letras cada vez más permeadas de comentario social. El acento rítmico se conservaba en el dos y en el cuatro, y la guitarra y el piano exploraban figuras que contrapunteaban el ya para entonces sólido riddim. Se conservaba el llamado de los metales. El ska se convertía en rock steady.
Pero vayamos más lejos aún: “Para entender la importancia de la música rasta hay que revisar su desarrollo a través de la percusión”1, dice Veronica Reckord, periodista, folklorista y autoridad en la cultura y las artes del Caribe. Relata una anécdota que es muy significativa aquí. Reckord explora las raíces rítmicas de esta música jamaiquina (no de la religión Rastafari, de la que directamente no me ocupo aquí) y las encuentra en la música Burru2: “Recuerdo que de niña, a finales de los cuarenta, cuando vivía en Spanish Town [capital de Jamaica del siglo XVI al XIX], mi abuela me mandaba a comprar pan cada mañana. Había un atajo que se podía tomar por un callejón de un barrio pobre. Durante todo el año, mi abuela nunca se oponía a que tomara ese atajo. Pero al llegar septiembre me advertía ‘no te vayas a ir por Silverwood Alley. No me gustan esos Burru’ [...]. Para mi alma infante, la música Burru era lo más dulce. Resulta interesante que, en casa, cuando mi abuela mecía a mi hermano para dormirlo, no era al son de los arrullos europeos, sino al compás de los ritmos Burru”3.
Los patrones rítmicos Burru, sus riddims, que son en sí una forma de resistencia cultural, aunque satanizados por la abuela de Reckord, son los que terminan insertándose, como arrullos, en la cultura de la nieta. Y, a través de seis décadas, los que, tras salir de Jamaica, y pasando por el Reino Unido, llegaron transformados a los oídos de los integrantes de la BYT Band. El proceso se ha repetido, tanto en escala íntima (de la abuela a la nieta), como a nivel transcultural y a través de generaciones y culturas fuera de la isla. La influencia de las derivaciones de la música rasta y del reggae/dub, en la música contemporánea, que abarca los ámbitos comerciales en forma de técnicas y estilos de producción, es vasta. La música rasta ha permeado gota a gota en muchos estilos de música que inundan las frecuencias hoy. Por ejemplo, en mucha de la música que un fan adolescente de Lady Gaga jamás sospecharía vinculada con un grupo de rastafaris que usan su música como estrategia política de comunicación. Y además la penetración de la música rasta dentro del pop, de los ámbitos del mainstream, según algunos, es un movimiento calculado: “las letras y los ritmos del reggae [...] se filtraban a propósito en la escena pop internacional”4, le aseguró el religioso, Mortimo Planno, a Veronica Reckord.
Y el hecho de que en Oaxaca existan bandas de música rasta (la denominación no implica pertenencia a la religión rastafari, sino influencia cultural) es significativo, dada la cantidad de tradiciones musicales vivas en el Estado que aún continúan abasteciendo a distintas comunidades con deshago, ocio, festejo, protesta. Cuando la BYT Band decide dedicar parte de su actividad en vivo a XV años, bodas, festejos, festivales de solidaridad -y no solo a los cafés y lugares habituales- está haciendo eco, no solamente de la experiencia de algunos de sus integrantes en músicas de comunidad, sino de dos rasgos esenciales de la música rasta:
a) La música es una forma de comentario social5,
b) La música es una forma de sublimar la frustración (ante las distintas encarnaciones de Babylon, por ejemplo6) sin neurosis. De encontrar solaz sin tener que patear a alguien.
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No arriesgamos, pues, un misticismo falso -que conectaría automáticamente a cualquier intérprete de reggae alrededor del mundo con las raíces de la espiritualidad rastafari y su música- si decimos que los puntos aquí se conectan. Desde su propia identidad la BYT Band dedica parte su atención a la función social de su música: “Un poco el tema con la BYT Band es tocar en espacios públicos e intervenirlos”, afirma Óscar Láynez. Y el contacto con estos espacios hace que su música cambie, se vuelva experimental en el sentido de ser más maleable, menos apegada al código de un género musical, y más centrada en el contexto del otro: “Llegar a ese público que está determinado por cierto tipo de códigos, nos hace clavarnos en hacer cosas, sino más digeribles, más “apropiadas”. Facundo [Kunt] viene de una región determinada del Estado con toda una tradición musical. Y el vínculo que puede haber de tocar en esos espacios públicos, abiertos, solamente se da porque, o saben que Facundo es de la mixe, o saben que vive acá y toca en bandas de acá. Esto te acerca al público y en esos espacios te da para experimentar”, abunda Láynez durante nuestra conversación, mientras escuchamos a Linton Kwesi Johnson. Y tocar con un propósito distinto al de exhibir una forma de arte, parece instigar la experimentación en términos musicales. La BYT Band es un combo instrumental. Su “comentario social” no está en las letras, sino en las distintas formas de vincularse con comunidades y cumplir como músicos una función distinta a la de rockstar.
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En su CD, la banda se oye en plena forma, desnuda en términos de la claridad de la grabación, y en control del reposo necesario para ejercer el rock steady. Sólo al contrastarlos con su presencia en vivo, se aprecian las diferencias y los cambios en términos de potencia y posibilidades que el conjunto ha adquirido en muy poco tiempo al añadir guitarra eléctrica y al explorar el lado dub que toda música rasta posterior al ska tiene. En el disco estamos en un cuarto pequeño con la banda. En el track siete, veinte segundos de ambiente jovial de estudio abren una rola que hace gala de la dulzura de esta música, principalmente a través de la melódica. Cierta intimidad se confirma con la presencia solamente de una guitarra acústica, que se suma a la frescura general del disco. La presencia de la calle y de la fiesta, de la cotidianidad de los músicos, y de Oaxaca, está presente en inserciones de audio que aparecen unos varios cortes. A tiempos podría pensarse que explorar estos fragmentos aleatorios pudiera ser un camino para la banda. La elegancia de los tracks finales, donde bajo y percusiones están en la frecuencia necesarias, sin aspavientos pero entablados, confirma el apego de la banda por su música. Su cariño por ella. A través de todo el disco los metales ejercen una prominencia dócil, y toman el mando (véase el track nueve) sin romper esta, deberíamos decir, fragilidad relajada y festiva. Este es un disco que, justamente debido a su ligereza y poco interés en malabares de producción, ofrece una versión bastante en vivo de la banda en disco. Si dejamos el track once continuar terminamos en lo que parece un ensayo. Es como si al final del disco nos invitaran a pasar a su cotidiano sonoro.
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El disco debut de la banda contiene un cover de Tommy McCook, de quien la tarde de nuestra conversación escuchamos “Blazing Horns”. Con ese pretexto insisto con una pregunta que ya les había hecho: ¿hasta qué punto el proceder de otras músicas, como la de banda de vientos oaxaqueña, aparece en el proceso de composición? Kunt comienza por las influencias rock steady/ska: “Algunos hemos escuchado a Tommy McCook, los Skatalites o Alton Hellis. Aparte de eso, cada quien tiene un bagaje: el saxofonista vive en Etla y toca sones, música de banda. Cada quien sostenemos un estilo”. Lo que constantemente se pone sobre la mesa es que no hay una voluntad consciente de verter “influencias”. Kunt pone las cosas en términos prácticos: “En una banda municipal lo que más sobresale es la trompeta o el clarinete. Pero [tienen] trombones, sax tenor, tubas, una banda riquísima. Eso te permite escoger un instrumento importante. Ahora imagínate que eso lo transportas [a una banda rock steady]: agarras un sax, trombón y una trompeta. Lógico que ellos tienen que llevar el tema”.
Continuamos nuestra sesión escuchando “Satta Massagana”, literalmente un himno reggae, en una versión en cumbia-dub cortesía de Quantic. Me interesa saber por qué estás mú-sicas son más maleables que, por ejemplo, el rock. Y si están de acuerdo. Láynez, quien también es jaranero, interviene: “Yo se lo atribuyo a que son expresiones musicales que nacieron en un contexto y que siguen siendo populares. Siguen teniendo un carácter festivo: el dub o el son jarocho, [siguen] siendo fiestas populares, que tienen que ver con mucha gente”. Esto nos lleva al asunto de la “música tradicional”, de la música que se incide en los lugares donde suena. Por ejemplo, a través de la celebración. De la música que, como los cantos-arrullos Burru, lleva consigo su ascendencia, sin que sea ésta un candado, sino un punto de partida. El que toma la BYT Band para hacer que su rock steady suene como lo que es: una consecuencia lógica de su gusto y experiencias y de su inserción de tradiciones varias. No una intención de ofrecer una versión de una música ajena: “No porque la música sea de otro lado no pueda alguien dominarla”, atina Kunt, que conoce de tradiciones: “yo creo que son cosas que se pueden compartir, la música que surge de un lugar no va a ser sólo de ahí”.
Hablando de tradiciones, y de pasarlas por ecos y torcerles el cuello: nuestra conversa termina con una exploración de la faceta dub de la banda. El dub es el lado fantasma de cualquier reggae, de cualquier riddim. “El dub es todo redondo. Es un sonido fuerte, pero suave”, ataja Kunt mientras dejamos sonar a Bad Brains. Es el ritmo desnudo que acentúa el segundo y cuarto tiempos, enfatizando la percusión y el bajo. El dub nace con la necesidad de rellenar el lado B de los singles de reggae. Muchos incluían una versión del track en el lado opuesto, pero retiraban los acordes y las melodías casi por completo. Con el tiempo el dub se convirtió en una paleta, primero para experimentar con efectos e infinitas transmutaciones de los lados A, y hoy para aproximar la música más allá del reggae. Kunt enfatiza la forma en que se han acercado a transformar su música en dub: “Lo chido es que hemos aprendido cómo. El dub es muy complicado, suena muy fácil, pero crear una sensación de movimiento no lo es. Nosotros hemos podido hacerlo, no cómo una totalidad que manejamos completamente, pero ha funcionado: se siente como se funde”. La forma en que la BYT Band está aproximando el dub en esta etapa de coqueteo inicial es más bien low fi: en vivo usan uno o dos efectos de delay que se van rotando. Cuando les pregunto si preferirían confeccionar sus versiones dub desde otra óptica, obtengo la respuesta esperada (y lógica) por parte de Kunt: “No todos tienen delay o reverb. Comprar un pedal es una lana. Entonces hemos tratado de que sea la tarola o el trombón [los que se pasan por el efecto comunal]. Es como la rola de “Huayapamdub”. De repente usa el micro [con efecto] la melódica, luego otro”. Con todo, hay que decir que hacer dub en vivo implica riesgos. Fuera de los conquistados por su trance, el dub parece inducir narcosis: “Es un reto, porque a veces los chavos piensan que la música tiene que ser todo el tiempo en arriba: el desmadre. Responde a la energía [que hay] tal vez, si no conoces otras cosas. Y al escuchar el dub lento, automáticamente piensan: aburrido”.
“No les funciona para sus drogas químicas”, añade entre risas Láynez.
Por su propia pulsión “versionadora” el dub (y la música rasta y reggae en general) no conoce de plagios. Una vez que la música cae, cae. Es susceptible de rehacerse. Escuchando a la banda improvisar un dub sobre el bajo de Pink Floyd, “Money”, me percato de que la famosa línea ha perdido autoría a fuerza de estar tan disponible en la consciencia, y en el mercado. Y es apenas una cresta visible de una cadena de influencias que sobrepasan la cita. La práctica de préstamo (a domicilio) entre la música rasta en la que, desde lo argumentado aquí, incluimos a la BYT Band, por un lado lleva ventaja a ciertas discusiones teóricas actuales en otras artes, y, por otro, confirma que esta música ha dejado huella en otros géneros que aparentemente no están conectados: R&B, Hip hop, turntablism, trip-hop, composición moderna... El hecho mismo de que Kunt esté involucrado en ensambles como el Kafka, habla de un espíritu de préstamo entre músicas. Y de una especie de ying-yang: la agilidad y disciplina requeridas para solventar la compleja música de Kafka, son la soltura y el ludismo rasta en la BYT Band.
El continuum de la música rasta, pues, comparte formas de aproximar la música con la BYT Band, más que ser un influencia, o un espíritu paternal. La hechura de música como ésta en un Estado con tan profusa actividad de tradiciones musicales, es un eslabón -un suelo compartido- entre tantas tradiciones musicales que en Oaxaca dan solaz y cobijo a los escuchas, y las que lo han proporcionado en países cuya música es parte también de su visión crítica del mundo.
Nota(s)
*La Banda Blandas y Tlayudas está integrada por: Zaira Ávalos (batería), Alejandro Reyes (bajo), Kunt Vargas (trombón), Daniel Ruiz (sax), Jorge Reyes (teclados), Konk Robles (guitarra acústica) y Óscar Láynez (guitarra eléctrica).