Concebidas en principio como un coffee table book, las investigaciones y reflexiones que acabaron llamándose Sin título, arte contemporáneo desde Oaxaca, de Olga Margarita Dávila, pasaron por un proceso de “ajuste a la realidad” que ilustra las condiciones en las que suele realizarse el trabajo cultural en el Estado. Lo que fue proyectado como una publicación tipo Taschen, con impresiones a full color en brillante papel, derivó en un tiraje limitado, facturado a mano con materiales que redujeron los costos sin perder la calidad. Una combinación de deseos y limitaciones económicas obligan a resemantizar: Sin título es un libro-objeto, una pieza de arte.
El tema, por conciso, pareciera sencillo: “...este meneo que me permito denominar Movimiento de Arte Contemporáneo Oaxaqueño, a diferencia, mas no en contraposición, de la Escuela Oaxaqueña de Pintura”.
Los conjuntos de prácticas artísticas se denominan con títulos para mantener referentes comunicables. Como curadora y crítica con trayectoria en la región, Olga Margarita conoce el terreno. Sobre hielo delgado, avanza con cautela, pero en firme: “No tengamos miedo de nombrar las cosas por temor a limitarlas, este denominar es con el énfasis de conocer una condición, de determinar un contexto, no de excluir ni mucho menos con un sentido geopolítico único de identidad”.
Y si nombramos las cosas, podemos definirlas. Así, la Escuela Oaxaqueña de Pintura es, básicamente, “una concupiscencia entre gobierno, galerías y artistas”. El libro incluye un adendo en el que la autora caracteriza ese proceso desde su origen: “Tamayo y Toledo aprendieron el lenguaje occidental de las artes plásticas y en especial de la pintura, lo dominaron y lo hicieron propio, lo integraron con sus tradiciones”. Así se escribió un capítulo en la Historia del Arte Occidental. A partir de los años ochenta, tiempos de postmodernidad y capitalismo global, los paradigmas de Tamayo y Toledo se asimilan en el circuito internacional del arte, formándose un lenguaje que se inserta bien en las condiciones del mercado. La crítica se suma a la legitimación de la Escuela. Robert Valerio va hasta el fondo, pero también pasan por ahí Moreno Villarreal, Gómez Haro, Roberto Blanco, Teresa del Conde, Fernando Solana.
A los problemas ya planteados por Valerio (el mito o constructio detrás de la Escuela, el mercado sin espacios de reflexión, la negación del presente político-social), Olga Margarita agrega las excepciones: Sergio Hernández y Guillermo Olguín comparten temas con la Escuela, pero exploran otros territorios. Alejandro Santiago y José Villalobos representarían un segundo capítulo, un reloaded de la Escuela. Andriacci y Amador Montes serían los casos extremos del mercantilismo, dogmáticos hasta el cliché.
El mercado de lo exótico ha cobrado su factura. “En una ocasión me dijo Rolando Martínez, maestro en la Escuela de Artes de la UABJO, que sus alumnos le pedían que les enseñara la técnica de pintar con arenas, porque ellos querían vivir bien y sabían que eso dejaba buen dinero”. Eso es decadencia.
La hipótesis central de Sin título apunta a un año crucial: “Oaxaca es, desde el 2006 a la fecha, un nuevo espacio para la creación”. Se trata del vínculo entre la historia del arte y la historia de los pueblos, en este caso, un desamordazamiento, “un ligero movimiento en la capacidad de descolonización”. Más que una ruptura, se enuncia como una confirmación: el arte individual confinado en las galerías mira pasar por la ventana al arte que se expresa en las calles desde la colectividad. No hay cismas ni determinismos, es más sencillo que eso: si Hampshire, Lakra y Demián Flores ya habían experimentado con expresiones en contextos urbanos, los colectivos ASARO, Arte Jaguar, La Piztola, surgidos al calor de la barricada, colocaron imágenes extremadamente politizadas “en la punta de la estampida del arte contem-poráneo oaxaqueño”. El indicador evidente es la visibilidad internacional de estas imágenes.
Una consecuencia de ese ánimo de colectivización que estalló con el 2006, es la reafirmación de una figura que en Oaxaca ha encajado bien: el artista como gestor. Olga Margarita explora espacios físicos o virtuales como La Curtiduría, Café Central, La Perrera, Hecho en Oaxaca, Espacio Zapata. Ahí nadie descubrió el huevo hervido, pero se abrieron cauces necesarios para “la estampida”.
Hay una máxima que detona el modo operativo del arte oaxaqueño: arte igual a poder. Hay, por lo tanto, “una clase dominante, personas que dirigen las cosas, que influyen, que modifican, que innovan; personas que, en pocas palabras, tiran línea”. Y en este escenario no hay para donde hacerse: “todo en Oaxaca moderno empieza con Toledo y termina post- modernamente con Toledo”. De hecho, la verdadera Escuela no sería la Escuela Oaxaqueña de Pintura, sino todo lo que ha pasado en el iago y sus inmediaciones, los últimos 15 años. La obra maestra del juchiteco no es un cuadro, es una transformación social.
Y hasta aquí la historia, o “una lectura suspendida de la historia”, porque lo que sigue es, a decir de la autora, una propuesta curatorial, o sea volver a patinar en hielo frágil, a construir sentido. Si el 2006 significó un cambio de paradigmas, ¿acaso no es obvio esperar una transformación en las estructuras del poder en el arte? ¿Los modos de organización pueden seguir siendo los mismos?
En su análisis del “Movimiento”, ante la diversidad actual de condiciones y expresiones, Olga Margarita parte (no hay de otra) del problema de la identidad, sirviéndose de la gramática, con preposiciones sencillas y contundentes.
Hacen arte con Oaxaca quienes nacieron aquí y llevan la identidad en las venas. Más allá de los nombres que “suenan” (Olguín, Flores, Lakra), cuyo posicionamiento es indiscutible, la curadora exhibe sin pudor sus favoritismos: entre otros, Luis Hampshire, Sr. González, Alberto Ruiz, César Chávez, Emi Winter.
Hacen arte en Oaxaca quienes vienen temporalmente a producir aquí, porque las condiciones y el ambiente son propicios para su trabajo (se mencionan, entre otros, a Shirin Neshat, Ana Mendieta, Gandalf Gaván, Nicola López).
Hacen arte desde Oaxaca quienes viven aquí y desde aquí producen, exponen y promueven su obra, y no piensan moverse aunque su acta de nacimiento esté archivada en Chihuahua, o en Aichi, Japón. Ese capítulo comienza haciendo referencia a la exposición de artistas locales titulada Propios y extraños (MACO, 2002). De modo inevitable, el título de la muestra apelaba a la divergencia entre ser de aquí y ser de fuera, aunque vivieras aquí. A Raúl Herrera, con veinte años haciendo arte y formando artistas en la ciudad, se le colocó entre los extraños (recientemente, el Museo de los Pintores Oaxaqueños le hizo justicia con una retrospectiva, junto a otro “extraño” muy de aquí: Shinzaburo Takeda, también formador de artistas). De la inagotable lista de artistas inmigrantes, la tijuanense Olga Margarita menciona, entre otros, a Mauricio Cervantes, Antonio Turok, Gina Iturbe, Adán Paredes, Valerie Campos, Heriberto Quesnel, Mariana Gullco, Jessica Wozny, Raúl Cabra, Elena Pardo.
Estas convergencias geográficas obedecerían a las condiciones atmosféricas: el pasado profundo, la tradición a flor de piel, la belleza, diversidad y calidad de los espacios, el intenso ambiente cultural, “esta intercontextualidad, esta posibilidad-sugerencia… un modo de estar único que privilegia el arte como vínculo de presencia”, pero también el tiempo pausado y cierta carencia de materiales que “provoca un estado de puja interna, que propicia crear de otra forma”. Para las necesidades de un artista, “hay ciudades más pequeñas en otras partes de la República que tienen acceso a materiales más variados”. En este orden de ideas, las paradojas propician pensamientos reflexivos, gajes de ha-bitar la ciudad que se duerme metrópoli y se amanece ranchera.
Toda curaduría exige un campo específico de visión, delimitado y determinado. En el libro, el texto va intercalado con ilustraciones, a una o dos tintas, proporcionadas por sesenta creadores con, en y desde Oaxaca. Esas figuras describirían un “Movimiento” ambiguo por diverso, conectado con los discursos globales del arte contemporáneo, relativamente vinculado al mercado, con una singular capacidad para apropiarse de tradiciones e identidades y colocarles la marca registrada. Un “Movimiento” en donde la hipotética crisis de la pintura y la gráfica ante el predominio de las expresiones conceptuales, no pasa de ser un rumor. Un “Movimiento” readaptable, que habita sus paradojas y las expresa, es decir, que acciona por su cuenta, que produce discursos propios. En ese sentido, Oaxaca es más que un centro de operaciones. Es un gentilicio.