Columna Semanal
16 de agosto del 2019

La entrada de madera abría sus grandes puertas de marco y detalles dorados, la edificación se extendía hacia el cielo orgullosamente para generar respeto, un eco delicado jugaba alrededor de mí y me empujaba adentro del edificio antiguo. Éste parecía inclinarse con el viento, amenazando con doblarse para darme un abrazo. Sus paredes se encorvaban hacia el suelo llamadas por la gravedad, algunos restos de polvo, piedra y vidrio caían hacia donde me encontraba. El eco seguía abrazándome y venía de las entrañas de la construcción; los ventanales del edificio se encontraban cubiertos por una gruesa capa de polvo y no dejaban escapar ningún destello de luz hacía ningún lado. Las alargadas enredaderas habían recubierto algunos ventanales y se habían anclado a las paredes del lugar, en la breña se podía escuchar una cacofonía compuesta por la estridulación de grillos, el chirrido de las cigarras y el maullido de una gata en celo.

El eco me seguía empujando, se colocó en mi oído y comenzó a repetir mi nombre varias veces. Mientras más me acercaba a la puerta, el eco se oía más claro y mi nombre tomaba forma en la oscuridad. El aire y la gata se despidieron de mí con un leve chillido, un bochorno extraño me dio la bienvenida. Una manita fría me agarra el brazo con delicadeza; la voz segura, pero infantil, de un niño resuena en la habitación: “Tranquila, soy yo”, me dice. Su manita baja con extremo cuidado a la mía, me guía por un pasaje extraño hacia una lejana luz tenue; mientras más avanzamos más pequeña y torpe me siento; mis pies se mueven pesadamente en su intento de imitar las pisadas seguras del chiquillo, y el estrecho pasillo parece agrandarse con el eco de los pasos; mis pensamientos se llenan de temor y curiosidad y mi cuerpo se agita al no encontrar un punto de equilibrio en el cual apoyarme, al mismo tiempo se oyen risas indistintas que resuenan en mi mente y encienden la sección de recuerdos bloqueados. Las luces del lugar tienen movimiento propio y crean sombras que no me deja ver bien lo que hay más adentro; las figuras toman forma y muchas niñas se acercan a darme agua, me hablan en armonía; sus preguntas forman parte de un coro y sus voces en montón me comienzan a arrullar. Mi pequeño guía se sienta en una iluminada esquina y me mira a la vez que emite una extraña sonrisa; las paredes limpias reflejan un brillante color amarillo; muchas niñas juegan en el suelo de mármol con cocinitas y peluches, me dan de comer pastel de lodo y una taza de té con agua de la llave. “No comas nada”, me avisa el niño. Las chiquillas me invitan a bailar y nos movemos al compás de las luciérnagas que alumbran la habitación, la música la entonan ellas entre carcajadas y piropos, nos tomamos de las manos e imitamos con risas el cuadro de Matisse.

Los fotones se tiñen al atravesar el vitral y asimismo intentan atravesar mis párpados, mi mente cuela los tonos y matices; las neuronas los transportan hacía mi subconsciente; mis sueños se llenan de colores arbitrarios, de luz; una sensación de incomodidad me invade y mis ojos se abren, los colores se tornan más brillantes y me mantienen cegada en lo que mi retina responde. Siento la mano de mi amigo, me jala, me dice que nos vayamos; yo no me quiero ir, me vuelve a jalar y volteo a ver su rostro: un rostro desencajado, que suda y demuestra miedo. Me dejo guiar a pesar del temor que transmite. “No voltees atrás”, dice con una voz casi suplicante, “no voltees atrás”, repite. De la habitación que hace un momento rebosaba de color, ahora sale un profundo olor a putrefacción. “¡No voltees!”, me grita. El miedo y la curiosidad nublan mi vista, cruzamos el amplio pasillo y llegamos a unas inmensas escaleras de mármol; los barandales, en cambio, son de madera brillante y con los mismos detalles dorados que tenía el marco de la puerta de la entrada del edificio. El niño me sigue jalando, y antes de llegar al siguiente piso volteo; el suelo y varios escalones se pierden en un líquido extraño de colores mezclados; las paredes han perdido su alegría y a los juguetes los ha abandonado el esplendor; los cuadros que flotan están vacíos y poco a poco se los traga este mar.

“No tenías que voltear”, me dice el niño con mucha tristeza. El edificio se ha apagado, las ventanas se han vuelto a cubrir de polvo y la oscuridad que gobierna en las esquinas va conquistando algunas paredes. Las escaleras concluyen y una gran pared obstruye el paso a la siguiente sala; mi compañero me sigue jalando del brazo y con la otra mano toca madera. Toca dos veces y abren una pequeña puerta, de la cual salen destellos verdosos, aquí hay más niños que me reciben con indiferencia, unos juegan con carros y otros con cartas. El ambiente es muy extraño y sepia. El lugar se encuentra escasamente iluminado por un aura esmeralda que flota en el entorno. No puedo seguir observando más porque el chiquillo me vuelve a jalar del brazo e intenta decir algo, pero el sonido se queda estancado en donde salió, no lo vuelve a intentar y aprieta el paso. Cada vez hay menos niños jugando carros en la estancia, ninguno habla, ninguno tiene personalidad ni vida. Al llegar al otro extremo de la estancia otros niños sepia nos empujan hacia la puerta de salida y la cierran con brusquedad. La oscuridad es ahora más densa que la anterior y trata de bloquear nuestro camino.

Jimena Velasco Madrid

Alumna de la Secundaria Técnica 64 de la ciudad de Oaxaca ha asistido por casi dos años al taller de los sábados de Leonardo Da Jandra.

Fotografía de Jimena Velasco Madrid

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