Tenía trece años cuando leí por primera vez a Mercè Rodoreda (1908-1983). La Rodoreda que era lectura obligatoria de colegio. Mis hijos también lo hicieron a la misma edad, igual que la mayoría de jóvenes catalanes durante las últimas décadas. La novela elegida siempre es la misma, La plaça del Diamant (La plaza del Diamante), de 1962. Quizá una de las obras más relevantes de la literatura catalana contemporánea, la más traducida a una treintena de idiomas. Aunque la cultura no necesita pedestales porque siempre se debate en las arenas movedizas de la emoción, como niña me gustó ver ahí arriba a una mujer. Ya sabemos, los libros de texto suelen tener predilección por los rostros masculinos. Rodoreda era una anomalía, una excepción tan singular como ella misma.
Nació en 1908, en una pequeña casa con jardín en Barcelona. Es importante recalcar ese jardín. Ese lugar en el que ella pasaba horas y horas jugando, observando cada flor, cada detalle, o admirando el monumento al sacerdote y poeta Jacint Verdaguer, que su abuelo había hecho construir en aquel paraíso particular. En todas sus obras Rodoreda vuelve a sumergirse en el mundo de las flores, quizá tratando de regresar a aquellos días de paz. La niña se educó en un ambiente culto y catalanista, con bandera en la terraza y una dulce complacencia que se rompió cuando las finanzas familiares tocaron fondo. Era necesario encontrar una solución y ella creyó tener la mejor. A los veinte años se casó con su tío de América, aquel pariente que todos imaginaban rico, elegante y un dechado de virtudes, como los indianos que habían hecho fortuna. Hasta que su llegada resquebrajó los sueños y la vida de Rodoreda se despidió para siempre de la calma.
“He vivido peligrosamente”, confesó la escritora en una entrevista en 1981. Entonces, ya había pasado todo: la Guerra Civil, que le trajo el dolor y las bombas, pero también la libertad del divorcio, las alas de escritora y los primeros reconocimientos; el exilo por Europa, tan vacío de flores y tan lleno de miseria, de desamores y culpa por dejar a su hijo en Barcelona; un largo periodo de vida nómada, a partir de 1949, en el que no acabó de encontrar su lugar siguiendo a su pareja a Ginebra, ganando premios en Cataluña y viviendo encuentros y desencuentros con su hijo; hasta 1972, cuando llegó el retorno definitivo a su tierra y disfrutó de los últimos años de reconocimiento y de las flores, de las muchas flores en su gran jardín.
La vida de Rodoreda tiene biógrafos, novelas, artículos, cartas y mil datos para seguirla al detalle. Como en todos los escritores, su obra está repleta de pistas inconexas cuya suma nos permite recomponer el rompecabezas de su existencia. Pero, más allá de su recorrido de luz, hay otro camino más oscuro, lleno de pasos a destiempo, de pasadizos de tinieblas y de un frío que estremece. Hay una novela que empezó a finales de los años cincuenta, que terminó y volvió a reescribir una y otra vez durante el resto de su vida. Ni siquiera la abandonó cuando llegó el cáncer. Sólo la detuvo la muerte. Y así se quedó, inconclusa. Páginas y más páginas de una obsesión en un aparente desorden. Un laberinto de versiones que diferentes editores fueron publicando a lo largo de los años con éxito relativo. Siempre velada por su gran novela, la indiscutible obra de Rodoreda, en la que encontró definitivamente su voz.
Una voz literaria que había llegado a obsesionarle y que trataba de ensayar en los numerosos cuentos que publicaba en revistas, pero que a ella nunca acababan de satisfacerle. Y leyó. Leyó mucho. Autores franceses, en especial. Pero también a Camilo José Cela o a Miguel Delibes. Y aún seguía sin sentirse cómoda cuando empezó a escribir La plaça del Diamant. Entonces recordó un pequeño relato que había escrito, una insignificancia, la narración de una tarde de cine por una “chica tonta”, como ella la definió, que va al cine con su novio. Y esa voz fue el poso que supo remover hasta crear a la inolvidable Colometa. Con ella, al fin, Rodoreda se sintió segura: “...y pensé que tenía que estrujar la tristeza, hacerla pequeña enseguida para que no me vuelva, para que no esté ni un minuto más corriéndome por las venas y dándome vueltas. Hacer con ella una pelota, una bolita, un perdigón. Tragármela”. Así habla, piensa y grita en silencio Colometa, la protagonista de La plaça del Diamant. La joven viuda, madre de dos niños, que soporta sobre sus frágiles hombros la locura de la guerra y la miseria de la posguerra. Un personaje que se pierde en sus ensoñaciones, tan dura como vulnerable, que parece caminar de puntillas, hablar en susurros, ver los detalles que nadie percibe, dudar sobre lo que otros creen que son verdades inmutables y, al fin, ser la mirada certera de un dolor que de tan pequeño es universal.
Pero Rodoreda reía. Nunca dejó de reír a pesar de todas las vicisitudes. Quienes la habían conocido en su juventud recordaban sus carcajadas estruendosas, rabiosas. Y hasta en sus últimas apariciones le brotaba una risa. Menos salvaje. Y más cargada de prevenciones. Apenas quedaba nada de su carácter expansivo, pero no dudaba en mirarse sin condescendencia, en desnudar sus claroscuros. “A los cinco años robé un crisantemo”, reconocía en una entrevista, y aún parecía impresionada por aquel acto. Como si entonces hubiera descubierto que existían puertas prohibidas. Y que podía traspasarlas. O recordaba a aquel niño con el que tanto jugaba en la calle. Y lo bien que lo pasaban juntos... Y lo mucho que ella le pegaba. Hasta hacerle llorar.
“Era una mezcla de hermetismo y espontaneidad, de orgullo y timidez. De independencia y soledad, de indefensión y fortaleza”, apuntó sobre ella el escritor y crítico literario Joaquim Molas. También Gabriel García Márquez buscó palabras para describirla: “No conozco a nadie que la haya conocido bien, que pueda decir a ciencia cierta cómo era, y sus libros sólo permiten vislumbrar una sensibilidad casi excesiva y un amor por sus gentes y por la vida de su vecindario que es quizá lo que les da un alcance universal a sus novelas”. Amor, sí, amor. Pero, ¿qué tipo de amor? Amor a la literatura, sin duda. A su infancia. A su independencia. A los hombres. ¿Y a su hijo? ¿Qué sintió Rodoreda por ese niño que nació de un hombre que no quería, que dejó al cuidado de su madre por unos meses que se convirtieron en años, que visitaba sin quedarse y que, al fin, dejó de ver por desacuerdos económicos?
Y la Colometa a punto de matar a sus hijos con salfumán cuando cree que ya no queda futuro para ellos. “¡Qué me importa mi sangre ni la sangre de cualquiera!”, exclama su Teresa, personaje de Mirall trencat (Espejo roto), de 1974, al dejar a su hijo fuera de la herencia. O el cuento del “Viaje al pueblo de las niñas perdidas”, de 1980. O la muerte de la criatura que sus padres nunca quisieron en La mort i la primavera (La muerte y la primavera), de 1986. Y de nuevo regreso a la novela más extraña, inexplicable e inquietante de Rodoreda. También su obsesión y su obra inconclusa.
Hace cuatro años me enfrenté por primera vez a La mort i la primavera. No había vuelto a la autora desde mi lectura adolescente. Me había quedado un recuerdo edulcorado de ella. Probablemente no había captado todos los rostros que escondía su protagonista. Me enfrenté sin prevención a la novela que Rodoreda había tratado en vano de finalizar durante más de dos décadas. Quizá la aparición de la “primavera” en el título me despistó. Me sumergí en sus páginas y fui perdiendo el aliento, hasta que el golpe en el estómago me obligó a detenerme. ¿A qué me estaba enfrentando?
Un pueblo atravesado por un río subterráneo que, una vez al año, alguien tiene que cruzar. A veces, el infortunado muere. A veces, emerge sin cara. Un viento cargado de almas para hacer el trabajo más pesado y recordar que no sirve para nada. Hombres que se meten dentro de los árboles para morir, pero que son rescatados antes de perder el último aliento para ser sellados brutalmente con cemento y evitar que su alma huya. Mujeres embarazadas con vendas en los ojos para no enamorarse y que los niños salgan con rostros de otros. Un prisionero encerrado en una jaula, aunque no sepan si es malo. Y un señor que domina el pueblo, aunque tampoco se sabe por qué. Pero se respira el miedo, un temor tan profundo que se lo come todo: la libertad, la felicidad. “Porque vivir es triste… Porque nacer es triste”. Y porque, al fin, “la vida se había vuelto fea de tanto vivirla”.
La novela volvió a editarse hace unos meses en España, en catalán y traducida al castellano. Su publicación ha sido un rutilante éxito. ¿Por qué una obra tan perturbadora, tan angustiosa, tan simbólica, tan aparentemente alejada de los gustos actuales ha recibido tan excelente acogida?
Rodoreda escribió La mort i la primavera marcada por el recuerdo de las dos contiendas que sufrió en carne propia: la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial. Vivió en una Europa que aún trataba de asimilar los totalitarismos que la habían arrasado. Y la escritora también se enfrentaba a sus propios fantasmas. Nada en la novela es real. Y todo lo es. Como en un truco de magia, como en un atrevido juego de espejos, Rodoreda consigue que el lenguaje, el escenario y las situaciones de un lugar imposible nos provoquen la misma reacción que podría causarnos la descripción más descarnada de vivir sumidos en el terror. Sólo que ella le deja libertad al lector para que imagine qué horror particular coloca en ese delirio, tan fascinante como cruel.
¿Es ésa la respuesta? Probablemente. De nuevo se pasean por Europa aires totalitarios. La ultraderecha no deja de crecer. La precariedad se ha instalado en nuestras vidas. Los jóvenes acumulan más incertidumbres que sus padres. Votamos, pero no a los poderes que realmente nos gobiernan. Y seguimos sumisos, sin saber muy bien por qué. Como esos personajes extraños de Rodoreda. Sólo que, tal vez, ahora sentimos que empezamos a ser nosotros mismos. En nuestro horror particular.