Columna Semanal
12 de abril del 2017

Apresado ya Jesús, y antes de que los guardias partieran de Getsemaní, se dio una discusión entre los representantes de los dos poderes: el político y el religioso. El capitán judío de los guardias del templo ordenó que se llevara a Jesús ante Caifás, el sumo sacerdote en funciones. Pero el capitán de los soldados romanos dijo que el prisionero debía ir primero al palacio de Anás, el anterior sumo sacerdote y suegro de Caifás. Durante años las autoridades romanas en Judea habían tratado con Anás todos los asuntos concernientes a la aplicación de las leyes judías, y este caso ameritaba, sin duda, la supervisión del sagaz y experimentado Anás. Judas Iscariote caminaba al lado de los capitanes, quienes hacían evidente con su negativa a hablarle el desprecio que sentían hacia el traidor. Juan, fiel a las instrucciones del Maestro de que permaneciera siempre cerca de él, iba próximo al prisionero cuando el capitán de los guardias del templo dio órdenes para que también lo aprehendieran y ataran. Al oír esto, el capitán romano jaló a Juan a su lado y le dijo al capitán judío: “Este hombre no es ni un traidor ni un cobarde. Lo he visto en el jardín y no sacó la espada para oponer resistencia. Tiene el coraje de adelantarse para estar con su Maestro, y nadie le pondrá la mano encima. La ley romana permite que todo preso pueda tener al menos un testigo que permanezca con él delante del tribunal, y no se impedirá que este hombre esté al lado de su Maestro, el detenido”. Poco después, en las puertas del palacio de Anás, el capitán romano le dijo a su asistente que acompañara al preso en todo momento y se asegurase de que los judíos no lo matasen sin obtener antes el consentimiento de Pilatos. Y le encargó también que se cerciorase de que le permitieran al discípulo permanecer al lado del Maestro durante todo el proceso. Esta actitud del capitán romano a favor del cumplimiento del derecho imperial, explica que Juan haya podido permanecer cerca de Jesús a lo largo de todo su juicio y crucifixión. Anás le había hecho llegar al capitán de la guardia romana la petición para que el prisionero fuera llevado directamente ante su presencia. El viejo zorro no sólo deseaba seguir manteniendo su prestigio, sino que sabía muy bien que no era legal convocar el tribunal del Sanedrín antes de la ofrenda sacrificial matutina, que tenía lugar hacia las tres de la mañana. Por eso deseaba retener a Jesús hasta la hora propicia. Gracias a sus mañas y relaciones, Anás se había convertido en uno de los individuos más ricos de Judea. A diferencia de su yerno, Anás era calculador y de palabra ágil. Saduceo ultra conservador, temía que la posible simpatía de ciertos fariseos pudiera ser un obstáculo a la hora de juzgar a ese carpintero de Nazaret que conocía desde hacía años. En realidad, Anás pensaba convencer con su diplomacia a Jesús para que renunciara a sus prédicas públicas y se fuera de Palestina. Desde años atrás había venido siguiendo la trayectoria de Jesús, y aunque en el fondo el carpintero de Nazaret no le parecía tan peligroso como su yerno afirmaba, a partir de la expulsión del templo de los cambistas y mercaderes el encono hacia Jesús se le había acrecentado.

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