En 1931 España contaba con una élite intelectual que, utilizando la prensa como la tribuna ideal para denunciar el malestar del país, fue configurando toda una opinión pública que incidía en la necesidad de una profunda transformación política y social de la nación. Esta élite intelectual, que se había formado como oposición a la política decadente de la Restauración, se autoproclamaba como ejecutora de esta transformación, asumiendo como su fundamental tarea la de crear una nueva España con un nuevo régimen político democrático: la República. Los intelectuales se consideraban, como ha señalado Paul Aubert, los “padres” y “artífices” de esta España a punto de nacer, y la República era concebida como el único marco en el que tal creación era posible (Aubert, 2000, 108). De ahí que Azorín calificara a este nuevo régimen político como la “República de los Intelectuales”.
De este compromiso regeneracionista no podemos desdeñar el que tuvieron también las intelectuales, no reconocido lo suficiente en los múltiples estudios históricos y culturales que se han hecho de esta época. Es más, el proceso de modernización que experimentó España en la década de los treinta no podría entenderse sin la incorporación de la mujer burguesa a la vida política, cultural y artística del momento. De hecho, esta incorporación es uno de los signos y síntomas más importantes de esa modernidad, pues el debate que se abre en España en las décadas de los veinte y treinta sobre el papel que tiene que desempeñar la mujer en esta nueva España va a suponer una crítica indirecta, pero no por ello menos radical, del modelo social y cultural decimonónico, arraigado todavía en la mentalidad colectiva y que sigue marcando una diferenciación de género, basada en un esencialismo biológico que tiende a atribuir a la mujer el papel de “ángel del hogar”, excluyéndola de una participación activa en la vida política y cultural. Esa nueva España de la II República es nueva también gracias al modelo inédito de feminidad que comienzan a encarnar las modernas y vanguardistas. Hay, por tanto, que reivindicar una reinterpretación y relectura del modernismo y la vanguardia no sólo desde un aspecto literario o artístico, sino también histórico y filosófico, pues el nuevo modelo de feminidad se va fraguando a través de la escritura cultivo —por parte de estas mujeres— del género ensayístico que les brinda la oportunidad de reflexionar sobre su condición femenina y también, indirectamente, sobre la sociedad en la que desarrollan su proyecto vital. De hecho, el arquetipo tradicional femenino del “ángel del hogar”, legitimado desde los valores morales de la burguesía y de la Iglesia católica a lo largo de todo el siglo XIX, y todavía socialmente aplaudido en las primeras décadas del XX, va a ceder paso a un nuevo modelo femenino: la “mujer moderna” o la “mujer nueva”, que irá ganando espacios de visibilidad pública en los diferentes sectores de la cultura, del arte, y de la política española, teniendo una participación activa en el proceso cultural de la “Edad de Plata”. Esta nueva mujer fue encarnada, en las tres primeras décadas del siglo XX, por una élite femenina: las modernas y vanguardistas, pertenecientes cronológicamente a tres generaciones, la del 98, 14 y 27 (aunque normalmente sus nombres no aparezcan recogidos en los recuentos generacionales que se suelen hacer de esta época), que representan las primeras generaciones de mujeres universitarias, con una clara vocación profesional y que comienzan a vivir de su propio trabajo, desestimando la tutela del padre o del marido. Como ha señalado Shirley Mangini, la mayoría viven en un medio urbano y son de clase alta y media, estando emparentadas con las familias más influyentes de la política, la economía y la cultura española de la época.1 Son madres, esposas, hijas o hermanas de los hombres más brillantes de la intelligentzia española del momento, y algunas de ellas son conocidas únicamente por esta condición subalterna. Este parentesco les facilitó el acceso a una educación refinada, vinculada en muchos casos a los planteamientos de la Institución Libre de Enseñanza, al igual que a una iniciación, a edad muy temprana, en la lectura y el estudio de lenguas extranjeras. Casi todas eran, por tanto, políglotas, y se da, además, la circunstancia de que varias de ellas contaban con madres o padres extranjeros (Zenobia Camprubí, Victoria Kent, Margarita Nelken, Carmen Eva Nelken, Isabel Oyarzábal, María de Maeztu) o fueron educadas con institutrices inglesas o francesas y complementaron su formación en centros extranjeros, hecho que facilitó sus frecuentes viajes por Europa y América.
Casi todas fueron, en cierta manera, mujeres transgresoras al identificarse con el nuevo prototipo femenino de la flapper , la garçonne o la flâneusse , surgido en América y Europa en los felices años veinte y que fue difundido como icono de la mujer moderna por los medios de comunicación de masas (cine, periódicos y revistas) a través de la publicidad, y cuyos rasgos distintivos vemos representados por las actrices de cine hollywoodiense, tan admiradas e imitadas por ellas. Mangini advierte cómo estas jóvenes seguían con interés los detalles de la vida de las estrellas de cine y, al igual que ellas, se cortaron y ondularon el pelo, adquirieron el hábito de fumar, de maquillarse y de broncear su cuerpo.2 Este modelo inédito de mujer se reflejaría también en los nuevos figurines de moda que apostaban, siguiendo los modelos de Coco Chanel, por un diseño más sobrio y lineal que tendía a esconder la voluptuosidad de las curvas para desvincular a la mujer de su función maternal y destacar en ella la delgadez de una joven preocupada por mantener su silueta, liberada definitivamente del estrecho corsé decimonónico. Los nuevos vestidos, más cortos y anchos, facilitaban la libertad de movimientos de una mujer que hacía deporte, viajaba, montaba en bicicleta, conducía automóviles y trabajaba. Esta imagen femenina moderna, como apunta Kirkpatrick, “expandió los límites de la respetabilidad, vinculó el atractivo y la feminidad al movimiento y la actividad, y relacionó la independencia e incluso la rebeldía con modelos femeninos positivos”.3 La mujer se incorporaba al movimiento de la vida y la cultura. Además, el arquetipo de esta nueva Venus —la Venus mecánica la llamó José Díaz Fernández en su conocida novela— se convirtió en verdadero icono de los “tiempos modernos”, por cuanto se asocia con las nuevas tecnologías y con una industria que alimentaba a una economía de consumo. Por ello, la aplicación de las nuevas tecnologías al hogar y la aparición de numerosos productos de consumo que contribuyeron a una mejora en la alimentación —en la higiene familiar y del hogar y en la estética personal— fueron celebrados por estas mujeres como una liberación y un considerable adelanto, en contra, muchas veces, de sus compañeros de generación que vieron en la cultura de masas una degradación de la “alta cultura” que ponía en peligro los valores tradicionales de la burguesía.
La propia imaginaria de la República echó mano de este nuevo prototipo femenino, y se simbolizó iconográficamente a sí misma a través de la figura de una mujer joven, decidida, firme, con un gesto resolutivo que contemplaba esperanzada el horizonte, enarbolando la bandera tricolor, como ocurría en las pinturas de Pradillo y en numerosos carteles publicitarios republicanos. El nuevo régimen, por tanto, apostaba por esta nueva imagen de mujer, por esta garçonne , que abandonaba el recinto del hogar para ocupar un puesto al lado del hombre en la transformación y regeneración social. La representación femenina republicana apuntaba, pues, hacia este nuevo icono de una mujer dinámica, independiente, que se sitúa, portando la bandera, a la vanguardia, a la cabeza de una sociedad que apostaba por el cambio. Por ello, la llegada de la II República significó para estas intelectuales la plasmación de muchas de sus anheladas reivindicaciones feministas. Ellas vivieron este momento de un modo mucho más trascendente que sus compañeros varones de generación, pues protagonizaron un doble despertar: por un lado, un despertar a una nueva España, a un nuevo marco político —al que sentían haber contribuido muy activamente en su creación— que permitió el estreno de nuevas libertades políticas; y, por otro, el despertar a una nueva identidad femenina que llevaba a su máxima radicalidad el compromiso de la inteligencia con la sociedad, pues ellas no sólo reivindicaron un cambio político, sino fundamentalmente un cambio social más profundo, asociado a una modificación de la mentalidad de un pueblo que no quería reconocer a la mujer como un ser con capacidad de decisión.
El período republicano supuso, sin lugar a dudas, el marco político idóneo para la verdadera consecución de la ciudadanía femenina; posibilitó, a través de una importante serie de transformaciones legislativas, la incorporación de la mujer en tres esferas fundamentales de la sociedad: primero, en la esfera educativa, con políticas gubernamentales promotoras de la coeducación que permitieron la normalización del acceso de la mujer a la educación secundaria y universitaria, y la obtención de titulaciones académicas que la capacitaron para su incorporación al ámbito laboral; segundo, en la esfera jurídica se llevaron a cabo importantes cambios legislativos con la reforma de los Códigos Civil de 1889, Penal de 1870 y del Comercio de 1885, que iba a permitir eliminar la discriminación salarial de género y las trabas legales que impedían el desempeño femenino de numerosos trabajos y profesiones liberales; en tercer lugar, en la esfera política la Constitución de 1931 garantizó la igualdad entre hombres y mujeres y aprobó el derecho al voto femenino, haciendo posible la participación activa de la mujer en tareas gubernativas y de representación política. Además de los avances producidos en estas tres esferas, cabe destacar también importantes avances en la esfera civil, como la aparición del matrimonio civil o el divorcio, que propiciaron una modificación en la institución familiar que lentamente fue transformando la orografía social y contribuyendo a la modernización de España al ir desterrando los viejos patrones culturales de la Restauración que legitimaban una lógica de la subordinación, al considerar a la mujer una menor de edad y un ser dependiente.
De ahí que la República adquiriera, para estas mujeres, una aureola mítica que actuaba de contraseña de las expectativas puestas en el parto de una nueva condición social para la mujer. La proclamación del nuevo gobierno republicano generó, por parte de esta élite intelectual femenina, todo un discurso laudatorio que veía en esta fecha un hito que hacía posible la consolidación definitiva de su anhelada “mayoría de edad y de su condición de ciudadanas”. A título de ejemplo, podemos leer un breve fragmento de la obra de Margarita Nelken, La Mujer ante las Cortes Constituyentes (1931): “Por primera vez la personalidad de la mujer española va a ser reconocida por la ley. Por primera vez no se la va a considerar como una eterna menor. La nueva Constitución y, por lo tanto, también el nuevo Código, tendrán en cuenta su capacidad y sus derechos”.4
Como vemos, estas mujeres cifraron todas sus esperanzas de un cambio de la situación femenina en el advenimiento de la II República. De hecho, las imágenes fotográficas que testimonian la proclamación del nuevo régimen político destacan la ocupación masiva de las mujeres en las calles durante los días 13 y 14 de abril, identificando los nuevos tiempos que auguraban la llegada de la democracia con la salida y liberación de la mujer del ámbito doméstico y con su toma del espacio público. Además, para algunas de ellas, la República tuvo una significación todavía mayor, pues vincularon este momento inaugural de una nueva España con un cambio radical en sus propias vidas, imbricando, de este modo, su destino personal con el destino de la patria, su destino individual con el destino colectivo.
Esta imbricación del destino individual en el destino colectivo se tradujo en un verdadero compromiso social y político de estas mujeres con el nuevo gobierno republicano. Estuvieron muy implicadas en asociaciones feministas en las que ejercieron una constante lucha contra la Dictadura de Primo de Rivera y la Monarquía Alfonsina: algunas pertenecieron a la ANME (Asociación Nacional de Mujeres Españolas), que dirigía María Espinosa de los Monteros y Benita Asas; a la UME (Unión de Mujeres de España), dirigida por Lejárraga y Magda Donato; al Consejo Supremo Feminista (Maeztu, Kent, Campoamor), dirigido por Espinosa de los Monteros; a la Juventud Universitaria Femenina, presidida por la Marquesa de Ter y a la que se afiliaron Clara Campoamor y Victoria Kent; a la Unión Republicana Femenina, fundada por Clara Campoamor; a la Asociación Femenina de Educación Cívica, creada por Lejárraga y a la que también perteneció Oyarzábal; a la Cruzada de Mujeres Españolas y a la Liga Internacional de Mujeres Ibéricas e Hispanoamericanas, presididas por Carmen de Burgos, que protagonizaron el primer acto sufragista en España. Otras, sin embargo, estuvieron vinculadas a otras actividades de carácter socio-cultural, como las Misiones Pedagógicas, en las que tomaron parte Maruja Mallo y María Moliner y la propia Zambrano, llevando la cultura y el arte a todos los rincones de la geografía española. La mayoría, en cambio, militaron en partidos políticos favorables al nuevo régimen: Carmen de Burgos y Victoria Kent se afiliaron al Partido Republicano Radical Socialista; Clara Campoamor al Partido Radical; Magda Donato al Partido Federal; María Lejárraga, Isabel de Oyarzábal y Margarita Nelken al Partido Socialista y luego, esta última al Partido Comunista, al igual que María Teresa León; y Hildegart a las Juventudes Socialistas. Incluso promovieron agrupaciones femeninas dentro de esos mismos partidos políticos, como la Agrupación Socialista Femenina, creada por Lejárraga. Además desempeñaron cargos públicos: Victoria Kent, Clara Campoamor, Margarita Nelken, María Lejárraga fueron elegidas diputadas; Victoria Kent fue nombrada Directora General de Prisiones; Clara Campoamor fue miembro de la Comisión de Constitución de las Cortes Españolas, Directora General de Beneficiencia y representante del gobierno republicano ante la Sociedad de Naciones; Isabel Oyarzábal fue nombrada embajadora en Suecia y en Finlandia, y representante española en la Cámara de los Comunes; María Teresa León fue designada como directora del Teatro de Arte y Propaganda; Constancia de la Mora trabajó como traductora para las Brigadas Internacionales y formó parte del Consejo de Propaganda en Valencia. Federica Montseny fue elegida, por primera vez en España, Ministra de Sanidad en 1937.
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Una vez hecho este repaso histórico de la lucha por la ciudadanía femenina llevada a cabo durante la II República, cabe hacernos la esperada pregunta: ¿cuál fue la participación de Zambrano en todos estos movimientos y asociaciones de mujeres? ¿Podemos calificarla como feminista? Para poder responder a esta pregunta en su justa medida creo que es necesario hacer varias matizaciones: en primer lugar, hay que dejar constancia de que Zambrano encarnó perfectamente el arquetipo de mujer moderna o mujer nueva que se abrió paso en las primeras décadas del siglo. Fue una mujer transgresora y vanguardista al ser una de las primeras españolas en ingresar en la Facultad de Filosofía y en haberse atrevido a adentrarse en un terreno, como es el del pensamiento, abonado hasta entonces al género masculino, haciendo caso omiso de la misoginia imperante todavía en muchos de los intelectuales del momento. Fue una mujer independiente que vivió de su trabajo y que ejerció de intelectual, con una visión propia de la problemática de su época generadora de opinión. A esto hay que sumar su firme compromiso social y político con la democracia y su lucha encarnizada contra el fascismo y el totalitarismo que tuvo que pagar con un duro y largo exilio. Podemos decir, pues, sin lugar a dudas, que como mujer estuvo a la altura de su tiempo —y personificó el modelo de la garçonne—, comprometida con su sociedad, aunque de un modo menos frívolo que Maruja Mallo o Concha Méndez, dos de sus mejores amigas.
En segundo lugar, a pesar de lo dicho, si nos atenemos a los datos objetivos, no tenemos constancia de la pertenencia de Zambrano a ninguna de las asociaciones feministas antes mencionadas, ni tampoco que formara parte de una de las empresas culturales femeninas más interesantes de la década de los veinte, el Lyceum Club, aunque tuviera una gran amistad con casi todas sus socias y con las principales impulsoras de las asociaciones de mujeres. Cabría preguntarse ¿por qué esta reticencia de nuestra pensadora a inscribirse en estas asociaciones? La respuesta más obvia y que, imagino, tendrán todos en sus mentes, está en el intento constante de Zambrano por trascender la distinción de género masculino/femenino en una unidad que englobe a ambos y evite la dicotomía. Esta unidad es la que proporciona el concepto de “persona”. Recordemos, en este sentido, el famoso prólogo de sus Obras reunidas en el que Zambrano se designa a sí misma como el “autor”, alegando la siguiente razón: “he de explicar que esto de decir ‘el autor’ es algo enteramente espontáneo, debido a que este ‘autor’ se me aparece como neutro y no como masculino. Neutro por más allá y no por más acá de la diferenciación existente entre hombre y mujer, ya que de pensamiento se trata. Y al pensar se olvidan las diferencias”.5 Creo que sus palabras son suficientemente clarificadoras como para no seguir ahondando en este argumento que incurre en la superación definitiva de la diferencia de género.
En tercer lugar, habría que tener en cuenta que a pesar de esta reticencia a inscribirse en movimientos feministas, Zambrano comenzó justamente su andadura intelectual en 1928 colaborando semanalmente en el periódico El Liberal con una columna titulada Mujeres, en la que, además de abordar temas relacionados con las nuevas inquietudes políticas de su generación, prestó especial atención a la llamada por entonces “cuestión femenina”, reflexionando sobre la dignidad política de la mujer, la esclavitud femenina, el papel de la mujer intelectual, la situación de las obreras o uno de los temas que ahora gozan de una mayor actualidad: la violencia de género. En todos estos artículos encontramos una concepción feminista moderada, bastante similar a la sostenida, por ejemplo, por Carmen de Burgos en La mujer moderna y sus derechos (1927), o a la defendida en los textos de María Lejárraga o Martínez Sierra, Clara Campoamor o María de Maeztu. Coincide con todas ellas en la denuncia de la deplorable reclusión de la mujer en el espacio doméstico y su reticencia a abandonar el hogar para adquirir un compromiso social y político, lamentando, como muchas otras compañeras de su generación, que no haya existido en España un verdadero y ruidoso movimiento feminista a mediados del siglo XIX como los habidos en Estados Unidos e Inglaterra, con figuras de la talla de Emmeline Pankurst o de Josephine Butler, que haya hecho posible la exigencia de la igualdad entre hombre y mujer en el Código Civil y Penal. Las leyes españolas, según la autora, siguen fomentando la esclavitud femenina, de la que sólo se puede salir a través de la formación de la mujer y de una organización de su trabajo. A las nuevas generaciones de mujeres, nacidas a comienzos del XX, les queda, pues, la tarea de dignificar la condición social de la mujer: “La energía —nos dice— que no supieron verter en alarido, grito, agitación exaltada, nuestras señoritas del siglo XIX —atentas a pintar mariposas— debemos tenerla las chicas de este ‘frívolo siglo XX’, transformada, invertida, fructificada, en sereno laborar, en lucha decidida y firme, dispuestas de una vez[...] a despedir de nuestro esquema social la triste pesadilla de la esclavitud femenina”.6 Esta conciencia feminista se hace todavía más patente a la hora de celebrar la incorporación de la mujer al ámbito del pensamiento y de la investigación científica que le ha permitido encarar un proyecto propio que la dignifica como persona, lejos de aquellas ocupaciones manuales infructuosas que no redundaban en ningún beneficio espiritual. Nos advierte irónicamente Zambrano que esta tarea intelectual inédita para las féminas sería “lo menos doméstico, pero lo más femenino”.7 La lenta incursión de la mujer al trabajo va a ser otro de los temas de inquietud de la pensadora malagueña, al igual que su falta de disposición a salir del hogar para obtener un salario y su recelo a reivindicar sus derechos laborales: “¿y las obreras? ¿Dónde están? —nos dice—. La mujer sigue ausente, al parecer, de su puesto personal como clase y como sexo. Es triste que no aparezca más que como ornato, presea o adorno; como una bandera más en las amadas procesiones cívicas”.8 Por último, Zambrano denuncia el terror que moviliza a muchos hombres a violentar físicamente a las mujeres, al no poder asumir su liberación del yugo masculino: “En algunos tipos exaltados el asombro se torna en reacción aguda de odio y rencor: su dignidad de gallo no puede permitir que la mujer —una mujer— no agote su existencia en la servidumbre de sus deseos”.9 La única solución posible a esta terrible situación es “la comunidad de ideales y la integración espiritual de sus vidas”.10 Sin esta concienciación masculina de la igualdad es imposible avanzar en una sociedad más justa. Acaba Zambrano exponiendo una súplica: “ha sido tan rápido el viraje de la mujer en sus exigencias, que el hombre descentrado, inadaptado, no sabe —generalmente— o no quiere colmarlas. ¡Pero al menos que no nos maten!”.11
El interés por la cuestión de la mujer no se agotó en Zambrano en estos breves textos juveniles que respondían a una urgencia histórica, sino que abordó el tema en numerosos ensayos a lo largo de su vida, entre los que cabe destacar: “La mujer en la Historia” (1940), “Eloísa o la existencia de la mujer” (1945) y “A propósito de la Grandeza y servidumbre de la mujer” (1947). En todos ellos no sólo trazó una evolución histórica de los diferentes arquetipos femeninos creados en la cultura occidental, sino que buscó elaborar también una cierta concepción metafísica u ontológica de la mujer como un ser vinculado al ámbito sagrado y hermético del alma y situado, por ello, más allá o más acá del logos , transcendiendo la mera objetividad en un intento de no abandonar el apego a la naturaleza: “El hombre —afirma— es una criatura que necesita crear porque está dotado ante todo de nostalgia, de conciencia de lo que le falta, porque no tiene solamente lo que tiene ante sí, ni se conforma con lo inmediato, sino que precisa de lo que no tiene. La mujer tiene más, está más cerca de la naturaleza y por ello se ve menos precisada a la creación, a la búsqueda y captura de lo que le falta, puede resignarse mejor a vivir con aquello con que se encuentra cuando nace. Su vida es menos dolorosa, y nunca llega a la soledad terrible, a la soledad metafísica del hombre, de donde nace la filosofía [...]. Su sexo la liga con el cosmos mientras al hombre su sexo no le sirve apenas de nada sino de angustia, de impulso infinito e insaciable”.12 Partiendo de este supuesto, Zambrano analiza los diferentes arquetipos femeninos que han ido desfilando por Europa hasta el siglo XIX. En la Grecia Antigua, la mujer fue apartada del descubrimiento del logos y de la búsqueda metódica de la verdad, quedando adherida al cosmos, al ámbito natural: “La mujer es la continuidad gris, monótona y, por ello mismo, poética de la vida, es la continuidad de la sangre, la cohesión social en su monotonía tan llena de indiferencia como cualquier otra divinidad antigua”.13 Con la llegada del Cristianismo se produce en la Edad Media una mayor escisión aún entre el hombre y la mujer, pues ésta es relegada de la conquista de la libertad y del ejercicio de la voluntad para devenir en un ente de ficción creado por el hombre. Vive por encima del mundo, bajo la figura ideal de la dama a la que el caballero consagra sus anhelos, o en el inframundo de lo doméstico, como mujer de su casa. En ambos casos es excluida del ámbito de la acción, perteneciendo al mundo de la piedad y de la gracia. En el Renacimiento se produce lo que Zambrano califica como el “descendimiento de la mujer a la tierra” y parece arrancar, por primera vez, un intento de ésta por obtener su individualidad y su pertenencia al mundo de la cultura, pero sin mostrar aún ningún ápice de rebeldía. Dos nuevas figuras de mujer van a hacer acto de presencia: por un lado, la dama cultivada (encarnada por las italianas Julia Gonzaga y Vitoria Colonna) que situándose por encima de su sexo transciende su condición femenina y logra situarse a una misma altura con el hombre, con quien comienza a discutir de temas elevados, estrenando así una nueva relación entre los dos géneros, una relación de amistad que se sitúa más allá del amor carnal. La mujer en esta época comienza a existir fuera del ensueño del hombre y a cobrar una existencia propia. Por otro lado, destaca la figura de la monja, como sor Juana Inés de la Cruz, que encuentra en el reducto del monasterio, liberada ya de la maternidad, el espacio ideal para la consagración a la escritura y al cultivo del espíritu. El Romanticismo supone la aparición de la cortesana que regenta un salón literario (Madame de Staël, Madame de Recamier) en el que acoge a lo más granado de la intelectualidad europea. En ellos actúa de mediadora al crear un espacio de entendimiento y diálogo entre fuerzas masculinas encontradas, atreviéndose, incluso, a exponer sus propias opiniones. El siglo XIX brinda las circunstancias idóneas para la rebelión de la mujer y tienen lugar los primeros movimientos feministas y sufragistas hasta llegar a obtener el reconocimiento en Estados Unidos y en los países nórdicos de su ciudadanía política.
En cuarto y último lugar, no podemos obviar el hecho de que Zambrano ha sido una de las filósofas occidentales que más y mejor han reflexionado sobre un gran repertorio de personajes femeninos. Sus textos sobre Antígona, Diótima de Mantinea, Atenea, Eloísa, Dulcinea, la Celestina, Lucrecia León, las mujeres de Galdós (Fortunata, Nina, Tristana, Isidora), Lou Andrea-Salomé y Ana de Carabantes demuestran cómo la figura femenina ha sido utilizada por Zambrano como verdadero vehículo de pensamiento. A través de la meditación de las problemáticas vitales y morales que encarnaron este amplio elenco de mujeres, la autora ha sabido encarar la crisis del sujeto contemporáneo y plantear como solución una nueva figura de razón, la razón poética que busca descerrajar el alma de su hermetismo y abrir un diálogo con lo “otro” de la razón.
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