Hablaron, pues, consultando entre sí y meditando; se pusieron de acuerdo, juntaron sus palabras y su pensamiento. Popol Vuh
Como escritor me cuesta mucho separar el texto del gesto artístico. Pienso en una prolongación de la sintaxis. Una simulación adscrita a las palabras. Somos cajas de palabras que tarde o temprano se abren dando una salida para que las voces acumuladas escapen.
La literatura guatemalteca ha hecho visible esa tensión entre el silencio y la furia. Por una parte porque el silencio nos sobra. Un silencio que se mantiene en la epidermis, pero que nunca llega a permear en lo más profundo de nuestra sensibilidad. Quizá porque los fundamentos de la educación que recibimos se afirman sobre la premisa de que la moral se encuentra muy por encima de cualquier postura ética que nos muestre como individuos y no como meros reproductores de un discurso socialmente correcto, donde nuestros juicios en cuanto a temas como la familia, la política y la simbología nacionalista, son incuestionables. De esa manera las enormes escisiones sociales y políticas han dado como resultado un país fragmentado, muy dado a la censura y a la apatía. Las difíciles condiciones de sobrevivencia y las cicatrices de una historia cargada de impunidad, discriminación y violencia han sido determinantes para que el restallido creativo esté en vía contraria al status quo que simplifica temas como la memoria histórica o legitima el racismo, el machismo o la violencia. De eso que en las épocas donde se han recrudecido estos conflictos, la respuesta inmediata del artista sea una obra incisiva y crítica que abre la brecha para que generaciones venideras sigan transitando en la reflexión que nos propone.
El acto poético en Guatemala ha tomado cuerpo fuera del texto desde la década del 60. Me parece que se trata de un discurso continuo. Un texto que sigue inconcluso y que desde entonces no ha terminado por definirse. Las propuestas literarias acompañaron el trabajo de artistas visuales que por ese mismo tiempo exploraron todas las posibilidades de un lenguaje contemporáneo que enunciara la compleja situación que afronta el guatemalteco ante sí mismo y ante su propio aislamiento frente al mundo.
La presencia de artistas fundamentales como Roberto Cabrera, Margarita Azurdia y Luís Díaz, comienzan a definir esa habla que surge luego de la frustración del sueño revolucionario y la vuelta al autoritarismo. En medio de la lucha armada y con la sobreideologización del arte tanto por la izquierda como por la derecha, estos artistas mantuvieron siempre una postura que apuntaba hacia el “individuo guatemalteco” sin que por ello su postura fuese menos beligerante que la de aquellos que desde el inicio abanderaron una consigna política sin matices y, muchas veces, simplificada en un discurso sin contradicciones. Cabrera, Azurdia y Díaz, lo mismo que grupo Vértebra, iniciaron la búsqueda de esa habla como una forma de resistencia; de eso que sea posible trazar una línea paralela entre el grupo Vértebra y el grupo Nuevo Signo o la obra de Marco Antonio Flores, en cuanto a la ebullición de una revolución pensada desde la cultura y no necesariamente de las armas o la apología machista-militarista a ultranza.
La continuidad de esas hablas tiene poéticas expuestas en la multiplicidad que surgiría posteriormente en la década de los 70. La resistencia y el enfrentamiento de clase se transforman en crítica a los paradigmas revolucionarios masculinizados, abanderados por una, a todas luces, retórica militar absolutamente machista. La ruptura viene con la literatura que, desde la academia o la organización cultural, establecen escritoras como Luz Méndez, Margarita Carrera, Ana María Rodas, Carmen Matute y Delia Quiñónez. La influencia de Rodas es fundamental para acompañar propuestas afianzadas dentro de una nueva redefinición figurativa de esas contradicciones culturales que comienzan a subrayarse desde finales de los 70 y que tendría una importante cercanía con lo que luego se convertiría en el grupo Imaginaria. El grupo Imaginaria irrumpe en las décadas de los 80, y ya para los 90 su aporte fundamental fue el abrir márgenes y fijar un vocabulario contemporáneo en la interpretación visual que hasta entonces no había sido más que una manera de liberar una “vanguardia reprimida” o una experimentación fragmentada e intuitiva.
OCTUBREAZUL BIFURCACIONES: CONCIENCIA DE LA CIUDAD Y CONCIENCIA DEL CUERPO
El habla, término que recuerda de inmediato al Popol Vuh cuando se refiere a seres creados que piden ser dueños de una expresión propia para definirse, es un flujo que hace visible la necesidad de expresiones diversas que, como en una suerte de construcción caleidoscópica, se resisten a la asimilación de una identidad impuesta desde el poder. Una apertura que rescata aspectos directos de la experiencia sensorial y cotidiana que puedan definirse o plantearse desde dentro de la sociedad y desde fuera de los distintos estigmas impuestos a partir de estereotipos y negaciones, posturas recurrentes dentro de esquemas sociales donde temas como el abuso y la exclusión han llegado a normalizarse dentro de la cultura de la supresión que se ejerce desde el autoritarismo presente, por qué no decirlo, no sólo en la política sino en todos los campos, incluso en la cultura.
El Festival Octubreazul (2000) se dio como una muestra continua de actitudes frente al arte oficializado y que vino a ser el epílogo de las dos ediciones que tuvo El Festival de Arte Urbano entre los años 1998 y 1999 en el Centro Histórico de la Ciudad de Guatemala, y en él pueden encontrarse reunidas muchas de las propuestas artísticas que comenzaron a darse desde la década de los 70 con el grupo Vértebra, pero desde la perspectiva de una generación joven que despertaba al recuento de muertes y dolor que trajo el conflicto armado al conocer los informes que surgieron con la firma de los acuerdos de paz entre la URNG y el Gobierno de Guatemala. De eso que mi apreciación sea que Octubreazul había comenzado a gestionarse treinta años antes de su realización.
Tomando como referencia la bifurcación de las poéticas que abanderaron el movimiento, es fácil encontrar claros puntos de relación entre la relación poesía-ciudad, que ha sido expuesta claramente por esa mitología extraña que da vida al personaje-ciudad en la literatura guatemalteca contemporánea. El espacio transitable y cargado de simbologías que nos refieren de inmediato a una caracterología de los espacios urbanos como sitios donde se designa la resistencia (el caso de las marchas campesinas que tienen como destino la ciudad o las manifestaciones y protestas de todo tipo que se instalan en la Plaza Central o en el Centro Histórico), sumado al ambiente undeground, lleno de tribus urbanas tales como la escena rockera, literaria y de arte experimental que tienen cabida dentro de este espacio a finales de la década de los 90.
LA CIUDAD FUE OCUPADA COMO UNA GALERÍA, UN ESCENARIO Y UN ESPACIO DE DIÁLOGO
Dentro de las muchas actividades que se dieron en Octubreazul, quiero rescatar tres piezas que me parecen excelentes ejemplos de esa poética de la ciudad como personaje y símbolo: “Homenaje a Guatemala”, de Benvenuto Chavajay, “44 revoluciones por minuto”, de José Osorio y “El chonguengue de doctor Virus, y La Fabulosa”, de Alejandro Marré.
Chavajay interviene la ciudad a través de una larga caminata en la que enlaza los puntos que la delimitan. Caminar la ciudad es un acto de reconocimiento y una manera de perderse en la invisibilidad y en el anonimato en el que se sumergen millones de personas del campo que vienen a la capital en busca de una oportunidad de trabajo. Me atrevo a decir que con este acto simbólico se inicia la intervención artística y cultural más vigente de la primera década del 2000: la incursión dentro del arte contemporáneo guatemalteco de las regiones más invisibles, los artistas de los departamentos que a través de un continuo trabajo de organización cultural están llevando a lugares como San Pedro la Laguna (Sololá) o San Juan Comalapa (Chimaltenango) a convertirse en verdaderos focos de exploración de un arte afianzado en una observación cruda de lo popular, muy opuesta al folclorismo o a la regurgitada parafernalia sociologizante y epidérmica del arte contemporáneo con pretensiones internacionalistas.
“44 revoluciones por minuto” es el título de la intervención que realizó José Osorio (gestor y organizador del equipo del Arte Urbano), la cual consistía en alquilar una noria, llamada localmente “Rueda de Chicago”, para que el 20 de octubre, día de la Revolución, estuviese instalada enfrente del Palacio Nacional funcionando gratuitamente durante todo el día; la pieza, discretamente provocadora, enlaza la metáfora del “vértigo”, relacionándola con los cambios políticos que se han dado en Guatemala desde el año 1944, la esperanza con que se abrazó el gobierno progresista de Juan José Arévalo y el desastre que devino luego con el derrocamiento del gobierno revolucionario, con la conformación de una guerrilla y un terrorismo de Estado que duró treintaiseis años.
Por último, cito la pieza de Alejandro Marré “El chonguengue del doctor Virus, y La Fabulosa”, performance sumamente humorístico en el cual el artista realiza un matrimonio civil con una vaquita jersey; la alusión contiene una especie de cándida genialidad, al tomar en cuenta que la Ciudad de Guatemala está asentada en un terreno que tuvo el nombre original de Valle de las vacas y que en un acto simbólico, el poeta y artista conceptual Alejandro Marré, se involucra con uno de los símbolos más recurrentes de la identidad citadina mediante una ceremonia de absoluta misantropía.
Por otro lado cabe señalar la importantísima participación de escritoras y artistas dentro de Octubreazul, como en el caso de Regina José Galindo, Sandra Monterroso y María Adela Díaz. Aquí me interesa resaltar que, aunque son artistas disímiles, su trabajo identifica una línea de apertura dentro del monopolio del habla masculina al irrumpir con acciones que se compenetran dentro de la representación simbólica que el guatemalteco hace de la mujer al asociarla directamente a la mera idealización despojada de deseos y de protagonismos. En el caso de Galindo y de Díaz, veo puntos de inmediata conexión con la postura que desde los años 70 Margarita Azurdia y Ana María Rodas defendieron ante esa revolución quieta y pasiva que las mujeres guatemaltecas debían sostener desde la subalternidad de lo femenino. En este caso la ciudad no es el escenario, más bien, es la poética del cuerpo femenino expuesto en su desnudez y aparente vulnerabilidad, la cartografía de la existencia misma y sus condicionantes en una sociedad donde éste es objeto de abuso, anulación y explotación comercial.
A la fecha todas esas hablas nos van dando cierta claridad en cuanto a esa poética acumulada. Una poética del cuerpo, una poética del entorno o de la sobrevivencia y una postura ante la visibilidad misma del arte, en un país donde este tipo de situaciones lindan con la política aunque siempre tracen una línea de fuga entre la existencia individual y las condicionantes que impone vivir en un tiempo y en un lugar tan complicado como Guatemala. No es raro que muchas de las críticas siempre vinieran de los grupos legitimadores del mismo status quo que sostiene los mismos paradigmas criollos de La Colonia. Posibilitar las vías para que emerjan expresiones múltiples es lo único que nos alejará de ese ejercicio antidialéctico y de esa visión unidimensional que existe de la cultura. Una actitud de resistencia que es muy ajena a la oficialidad pasiva (o edulcorada bajo el nombre de “oficio artístico”), y que no es más que un ejercicio decorativo que mantiene bajo tierra la posibilidad de generar cambios profundos dentro de las instituciones artísticas, los espacios de creación y el acercamiento a nuevos públicos para el arte.