Columna Semanal
04 de enero del 2018

Soy, como se dice, un ratón de biblioteca, de esos que rumian libros durante horas. No soy menos, en el mismo sentido, una rata de cantina. En el mismo sentido, aclaro, porque tengo el gusto de leer tomando una cerveza. Últimamente he sido más lo segundo: el curioso atavío de una barra. Vuelta a la página y trago de mezcal…

Al fondo de un bar se levanta un altar a la Virgen o a un Buda foráneo. Los comensales, pocos a esta hora de la mañana, son todos hombres mayores, solitarios a pesar de la compañía. La música se levanta suave como niebla, casi azul: calla tristeza, tú sabes que... La voz de la mesera me despierta: “¿otra cerveza o sólo vino a estudiar?” No hay reclamo en la voz, si acaso la pregunta es burlona. La siguiente interrogación me desconcierta: “¿qué son las burguesas?” No entiendo. La observo con extrañeza. Ella sonríe. Sobre la mesa está el libro titulado Las Virtudes Burguesas de McCloskey. Esbozo una respuesta tan estúpida como mi semblante: “así se le dice a los ricos, quiero decir, a los dueños de… a los patrones… la gente que vive en…”. La siguiente pregunta es más natural: “¿me invitas una cerveza?”… Es así como me veo embarcado en el proyecto pedagógico más insensato desde que los narodniks se cubrieron de harapos y se tiznaron el rostro para confundirse entre los mujiks y educarlos. Soy un impostor en tierra extraña. Un mal intelectual que no llega a ser un buen borracho, hablando de virtudes y economía a una mujer de mirada perdida que me escucha en silencio, incapaz de saber si ha desarrollado como mecanismo de subsistencia la capacidad para asentir sin captar una sola palabra, ni un sonido de mi perorata. Me callo por vergüenza. Ella rompe el silencio: “yo no entiendo, doctor –pronuncia con burla, en algún momento debí mencionar que estudio un doctorado–, las cosas que cuentas. Mi educación es la de una prostituta. Tengo fe en la Virgen que me cuida junto al dios del patrón, que es un hijo de la chingada. El dinero no hace buena a la gente, pero si yo tuviera, no andaría de puta”. Ahora ella habla de otras cosas, del terremoto. La escucho dando largos tragos a mi cerveza. Pido la cuenta y pago. Me levanto mientras ella se despide: “no dejes de visitarme, doctor”. “Lo prometo”, alcanzo a contestar con la estupidez que me provocan su franqueza y sus piernas.

Camino con el orgullo de un burgués humillado. Burgués de metro y cantina. Si tan sólo hubiera tenido otro libro en la mesa, algo de José Revueltas por ejemplo. Hubiera hablado de la ciudad y de sus putas, esa Palabra Sagrada… Busco unos límites que dejaron de serlo hace décadas, pero que me he dibujado a partir de los relatos de Revueltas: los distritos industriales de Tlatelolco han cedido a unas fronteras que se alargaron insensatamente hasta tragarse el cerro del Chiquihuite. Ya ningún camarada camina en la madrugada por las vías de tren abandonadas, esperando a los obreros que llegarán con el sol para repartir sus panfletos revolucionarios… Camino sin dirección. Alargo la calle de Donceles saltando una cerca roída por el tiempo que me lleva sin quererlo a un castillo otrora negro. Lecumberri, ahora Archivo de la Nación, luce imponente pero estéril. Parece falso al otro lado de la avenida Eduardo Molina, incongruente en los páramos yermos de la tristeza gris y seca que lo rodea. El terror panóptico sucumbió a los buenos tratos de los archiveros. La torreta central sustituida por un domo que proyecta hermosas luces azules sobre los escritorios. El Apando amansado, sin monos, ni monas, ni carajos, ni Polonios. Un apando domesticado en donde apenas logro imaginar a José Revueltas condenado por el rencor rabioso de Díaz Ordaz, demasiado fastuoso para no provocarme cierto desasosiego –el mismo que me causó la estación de policía “Ricardo Flores Magón” de Santa María la Rivera–. Ya no queda nada de aquella ciudad de Revueltas, y me temo, tampoco nada de Revueltas en este país sin memoria.

Sentado en un café de chinos de la plaza Santo Domingo, café de Los Días Terrenales, pienso en el comunismo de Revueltas, queriendo salvarme de la impotencia ante los horrores de un mundo desquiciado. Queriendo salvar mi marxismo del empuje posmoderno que me acosa, y peor aún, del nihilismo que me atrae. Revueltas era un activista y esto lo salvó de la miseria de la que no se salvó su hermano, Silvestre: un Prometeo que murió llevando a cuestas El Luto Humano y lo hizo sinfonía –dicen que José fue un hombre duro, quienes así opinan no saben que escribir puede ser una forma de llorar–. Tengo a sus libros de compañía, a su comunismo escéptico como guía: que honor haber sido expulsado del partido de Iósif Stalin… Pienso en Lucrecia –así he decidido llamarla–, que acaso se acuerde de mí de vez en cuando, del doctor. ¿Será acaso que su destino sea tan patético como el de la Lucre de Los Errores, atrapada por el amor patético de un hombre traumado con su madre? ¿Atrapados todos en el laberinto dialéctico del poder que corrompe las almas y los ideales?... Mañana iré al panteón francés a visitar el sepulcro de Revueltas –“cerrado con odio y con piedras”– y quizá después visite a Lucrecia. Llevaré conmigo Dios en la Tierra tan sólo por compartir un regalo impenetrable a la distancia y al silencio, el entrañable presente del alma querida que me presentó a Revueltas. Todavía recuerdo cómo me estremeció desde sus primeras líneas y más aún con las últimas. Mañana le leeré a Lucrecia mientras tomamos cerveza. Le hablaré del odio de un Dios que pasó por la tierra sin reparar en las prostitutas y acaso ella repetirá para mí: “si la lumbre que está dentro de ti es la oscuridad, la oscuridad ¿cuánta será?”… pero no. Lucrecia o Julia –¿cuál será su nombre verdadero?– callará. Me mirará en silencio mientras yo habló de un tal Revueltas o un revoltoso o lo que sea. Sonreirá y hará burla de mis títulos académicos, y yo quedaré mudo como un burgués avergonzado por la franqueza de una prostituta y por culpa de un par de piernas que se mueven inquietas bajo la mesa.

Artículos relacionados

El sacerdocio de Flaubert
Columna Semanal
Lenguaje monetizado
blog comments powered by Disqus