Acercarse con intención ordenadora a la narrativa puertorriqueña publicada en años recientes da vértigo. Los asideros pedagógicos, desde la agrupación por generaciones hasta las etiquetas algo vacías y ya anacrónicas, como “posmodernista”, no iluminan la lectura de una producción numerosa: en un país de tres millones y medio de habitantes se han publicado más de sesenta libros de narrativa desde el 2010.
La excepcionalidad de la isla, el haber sido colonia de España y, desde 1898, de Estados Unidos, la constituye en coto cerrado con propiedades de laboratorio. Su pequeñez geográfica, totalmente cercada por una esfera de poder imperialista que, siendo omnipresente, pretende pasar inadvertida, incluso ante la ceguera de una población inhabilitada para ejercer el derecho a la libre determinación, es caldo de cultivo del tipo de ficciones locas y tramas conspiranoicas que difundía la prensa sensacionalista bajo el lema “increíble, pero cierto”. En ese espacio geográfico político y en sus extensiones de ultramar —las ciudades de la migración— se ha gestado una singular narrativa libresca que data del primer tercio del siglo XIX.
Apreciada una literatura en sus relaciones coetáneas o de parentesco, cada libro nuevo, al situarlo, altera el lugar de los volúmenes de la biblioteca; llama la atención, hace ruido, reconstruye tradiciones. El momento actual, aunque lo desconozcan algunos autores, es producto de una negociación con los muertos, por usar las palabras de Margaret Atwood. Por ende, el texto narrativo tiene una ineludible dualidad, a un tiempo intertextual y autoreferencial. Las ficciones llaman la atención hacia su estatuto, de manera que la construcción del espacio remite a las tensiones entre la humana facultad de narrar y el reñido lugar específico de la literatura, por no hablar de la figura del autor.
Comentaré algunos textos narrativos en el orden cronológico de su publicación, porque me quedan cerca. Forman parte de mi biblioteca. Leamos en ellos la peculiaridad de los puntos de vista, la particularidad de los espacios acotados.
Mundo cruel (2010), de Luis Negrón, ha sido uno de los libros más ampliamente difundidos en los últimos años. Suma el abanico de perspectivas que abre la mirada homoerótica masculina y, a primera lectura, apela a la compasión y al sentido del humor. En sus cuentos resuenan voces de las entrañas populares de la capital, rincones ya cartografiados por una literatura de la ciudad que se remonta al siglo XIX, y que, además, han sido marcados por la mirada de los cronistas del último tercio del siglo XX. Lo hace sin prolijidad descriptiva; basta evocar con pocos elementos la sordidez, la fealdad agresiva de algunos espacios playeros, “la peste de las alcantarillas”. Una escritura objetivista, que no pasa juicios moralizadores mientras irrumpe en lugares clandestinos y brutales, cuidando, al mismo tiempo y a la manera de Manuel Puig, las vibraciones de la sensibilidad. Esa escritura desarticula la construcción ideológica de la ciudad como destino abyecto y desdeñable —que es la marca de las meditaciones solipsistas de un Eduardo “Lalo” Rodríguez— a la vez que se diferencia de la mirada ocasionalmente paternalista de cronistas urbanos anteriores. Tras su engañosa inocencia, es un libro de ruptura.
Janette Becerra publicó Doce versiones de soledad (2011). Los espacios de ese libro de cuentos deslindan geografías internacionales, ecos de la intimidad solitaria del artista, del migrante y de la mujer. Fusionan coordenadas espaciales con resonancias psicológicas y asedian la espinosa amargura, la perversidad de la loca de la casa: la imaginación en sus encierros. Un estilo impecable, reconocible, además, en el linaje de la literatura escrita por mujeres, cuya refinada violencia explora la asimetría del poder y la frustración de la jaula doméstica sin adornos ni consuelos.
Elidio Latorre Lagares, poeta, narrador y ensayista de probada trayectoria, publicó en 2011 la novela Correr tras el viento, que podría etiquetarse como una narconovela lírica, si ello fuera posible. Debería serlo, porque el lugar de la adicción es el deseo que, sumado al amor imposible del protagonista, se aventura hacia las construcciones alucinantes de una sorprendente prosa neovanguardista. En esta novela, San Juan es ciudad de espacios clandestinos, de suburbios con mansiones desalmadas y armadas, que parecen réplicas de algunos escenarios de thriller, porque la ciudad actual es también el eco de un set cinematográfico.
Vanessa Vilches Norat es narradora magistral de espacios domésticos que se pueblan de anomalías, un interés que la autora persigue también en sus trabajos críticos. En su libro de cuentos Espacios de color cerrado (2012) se recorre el borde, la línea tenue y móvil entre la bestia y el sujeto aprisionado en códigos que pretenden dar la medida de lo humano. Son, sin serlo abiertamente, relatos políticos y configuran espacios donde se representan las farsas del poder. Tramados con perfecto sentido de oficio, podrían calificarse de historias anómalas que son también historias naturales.
Juan Carlos Quiñones, alias Bruno Soreno, sobresale en otra corriente que podría llamarse “propiamente literaria”, en referencia al libro que se alimenta de las carnes de la literatura, de la filosofía, de la piel propia de un lector. En Todos los nombres el nombre Soreno compiló buena parte de sus textos escritos hasta 2012. Se trata de un libro ómnibus, complejo en su armazón de ecos y módulos, alarde de escritura que se contempla a sí misma en el acto eufórico de irse haciendo, homenaje a la tradición del juego, de la experimentación vanguardista y del tremendismo surrealista; canibalismo de sistemas literarios de autores que son objeto de homenajes y agresiones: Blake, Cortázar, Eltit y Sánchez.
La anémona, de Ana Marina Rúa Kahn, se publicó en 2013. Novela inteligente, de lenguaje rico y dúctil, que se adentra en la organización mental del narrador, joven por cronología y muy antiguo en sus filiaciones literarias de héroe solitario y neurótico, redimido por su lealtad a un amor tronchado por la muerte y por una sensibilidad rara para apalabrar ideas en clave de sinestesia. Además de constituir el boceto de una genealogía familiar, y emparentarse por ese lado con una tradición novelesca modernista, la novela captura visiones excéntricas y apegadas, como los cuentos de Vanessa Vilches, a lo inusual que bordea lo monstruoso fascinante.
David Caleb Acevedo fue, junto a Luis Negrón, uno de los fundadores de la corriente homoerótica en la literatura puertorriqueña reciente. El autor del libro de cuentos Desongberd(2013)se reconoce como figura de una generación mutante, viral. Sus recursos remiten a las imágenes de la iconografía pop, a la estética del cómic, a la hibridación de estilos fantasy con hard core y, sin que medie un abismo ético, al libro sagrado del cristianismo. La presencia bíblica en la literatura puertorriqueña se remonta por lo menos a René Marqués, pero cobra una extraordinaria presencia en la literatura actual. Está presente en la impronta brutal de la ley como doctrina castrante y aparato de represión y mando. A una religiosidad que se confunde con la fantasía y el mito, se añade la voluntad de desterritorialización como proyecto literario de los “mutantes”.
Rafael Acevedo es poeta y novelista de obra numerosa. Acaba de publicar Al otro lado del muro hay carne fresca (2014), novela que, en palabras del autor, “junta el género detectivesco con la fantaciencia”. Las novelas de un poeta tienen mucho de artefacto desubicado, de la aridez del texto factual, por eso quizá, en el caso de Acevedo, el cultivo de la ciencia ficción alterna con una novela culturalista chinesca titulada Flor de ciruelo y el viento (2011). Sin dar la espalda a los territorios de la topografía isleña, desde megalópolis hasta los campos donde anidan misteriosos experimentos, los paisajes del futuro se reconocen en los desastres del presente. Sobre todo ello prevalece contumaz la mirada estética, irónica, del narrador, que de algún modo abre respiraderos en la fealdad de los espacios sórdidos.
Otro mundo se desplaza siguiendo el ciclo de las migraciones en la escritura de narradores que residen en el extranjero. Son los casos de las novelas Otra vez me alejo (2012), de Luis Othoniel Rosa, Palacio (2011), de Sergio Gutiérrez Negrón, y Coronel lágrimas (2015), de Carlos Manzano. Por lo demás, incluso en las coordenadas que añade el nuevo espacio desde el que se escribe —una casa cerrada en los Pirineos o una pequeña ciudad universitaria estadounidense— afloran subjetividades cerradas, obsesivas, en línea de continuidad con la tradición de lo uncanny.
Un país pequeño no tiene por qué albergar una literatura pequeña, monotemática y excluyente. La literatura actual relacionada con Puerto Rico, como cabe en todo proceso literario genuino y cercano, desconcierta en sus diversas propuestas y líneas de fuga. No hay figuras dominantes, por suerte, para la proliferación desenfrenada que suele anteceder a los procesos de lectura cuidadosa y ordenadora. Es una literatura apenas conocida, incluso al interior de la isla laboratorio donde suele escribirse, y que se ofrece como rara avis a la atención de la estudiosa; o acaso como un bestiario de especies pendientes de clasificar en sus recientes mutaciones, ante el que habría que advertir: “cuidado, muerden”.