Debo comenzar confesando que yo también lo he hecho. En cierta sobremesa o borrachera, pero también en algún curso de literatura, llegado el momento de hablar sobre vanguardias, relaté la anécdota de Breton y la mesa en perspectiva. Por supuesto no recuerdo cuándo fue la primera vez que la escuché, ni quién fue el exégeta que me la refirió. El pasaje ha sido relatado con cualquier cantidad de variantes posibles, así que aquí arriesgaré mi versión sintética, omitiendo los detalles y agregados que suelen aderezarla.
Durante su estancia en México, André Breton solicita a un carpintero que le haga una mesa rectangular. Al no poder describir lo que desea (el poeta francés no sabe hablar castellano), dibuja la mesa en un pedazo de papel, plasmando la figura en perspectiva. Al cabo de unos días, el carpintero entrega al poeta aquel mueble asombroso: una mesa de superficie inclinada con tres patas de diferentes tamaños, la representación tridimensional de lo que el carpintero observó en el plano.
En su forma más fantasiosa, tal suceso ocasionaría la declaración bretoniana: “México es el país surrealista por excelencia”. La frase, ya sabemos, se utiliza ocasionalmente para explicar los absurdos causados por nuestras históricas contradicciones.
Hace unos días trabajaba en un texto que ilustraría, según yo, la visión estereotipada y ensimismada que ciertos intelectuales europeos reprodujeron al referirse a “lo mexicano”. Motivado por el puro afán de estereotipar a sujetos como Breton, D.H. Lawrence, Eisenstein y Artaud (yo fraguaba una vil venganza chichimeca), encontré un libro titulado Bretón en México, de Fabienne Bradu. Más que una narración, el volumen es una compilación de la hemerografía suscitada en torno a la visita del poeta, y un seguimiento del itinerario sin abundar en pormenores.
Invitado por Isidro Fabela para impartir una serie de conferencias sobre arte y estética en el paraninfo de la Universidad Nacional, y avalada la misión por el Ministerio de Asuntos Exteriores de Francia, el autor del Manifiesto surrealista encuentra la ocasión de alcanzar una de sus “más grandes aspiraciones”. En una entrevista previa al viaje, publicada en Revista de revistas, Breton se refiere a México como “el país de la belleza compulsiva”, un “inextinguible depósito de energía” romántica y un “opulento venero de humor negro”. Sobre esto último, los “espléndidos juguetes fúnebres” y los grabados de Posadas son, a decir del poeta, la confirmación del concepto. Jamás menciona algún vínculo explícito entre México y aquel “automatismo psíquico puro, por cuyo medio se intenta expresar, verbalmente, por escrito o de cualquier otro modo, el funcionamiento real del pensamiento” (según la definición incluida en el primer Manifiesto).
André Breton desembarca con su esposa en el puerto de Veracruz el 18 de abril de 1938. Les recibe un representante de la embajada francesa, con la novedad de que no hay nada previsto sobre gastos y alojamiento. Diego Rivera, quien también acudió al desembarco, se hace cargo de la situación. En el d.f. los funcionarios de la universidad no mueven un dedo para organizar o difundir las presuntas conferencias, y el Partido Comunista Mexicano promueve un boicot contra la presencia del visitante. Desde el diario El Nacional, Efraín Huerta asume el papel de gatillero en turno: “Luego aparecen André Breton y su cabellera. Pronuncia varios lugares comunes sobre el surrealismo, ¿por qué el surrealismo no habría de tener lugares comunes?”. Por su lado, Jorge Cuesta está escribiendo un elegante ensayito, una especie de estudio introductorio al surrealismo que no publicará sino hasta algunos años después. Pero todos hemos sido injustos con el bueno de Jorge Cuesta.
En el libro de Bradu no hay una sola línea dedicada al episodio de la mesa chueca. Uno podría llegar a suponer que la autora omite la banalidad, pero, por ejemplo, la fascinación de Breton por los frijoles saltarines, el robo de exvotos en una iglesia de Cholula o la búsqueda de unas estatuillas en Chupícuaro, ahí están.
A falta de roces con la intelectualidad mexicana (sea por mutuo desinterés, franca hostilidad o porque Rivera no pretendía compartir la compañía), el hilo conductor de Breton en México es la complicada relación entre el poeta y León Trotski, otrora comandante supremo del Ejército Rojo, por entonces refugiado en Coyoacán. Recién expulsado del Partido Comunista Francés, Breton veía en Trotski la posibilidad de seguir asociando su movimiento con la utopía. Por su parte, Trotski quería que Breton redactara un manifiesto artístico que se adaptara a los postulados de la Cuarta Internacional. Rivera se sentía fascinado, supongo, operando en las ligas mayores de la conspiración mundial. Un viajecito a Michoacán es la culminación del trascendental malententendido: la posición surrealista y el materialismo histórico no se llevan. Presionado al extremo por el ruso, el francés desciende del auto a media carretera.
Pero nada había sobre una mesa inclinada y su constructor, así que seguí buscando en otros títulos. Por una extraña ironía, Perspective cavalière es una compilación de textos bretonianos escritos entre 1952 y 1962, publicada en España con un título cursi: Magia cotidiana. Ahí, de forma inocente, un Breton póstumo nos aclara las cosas, o quizá comienza a embrollarlas: “Benjamin Péret me contó que, en Méjico, un carpintero —seguramente improvisado— recibió el encargo de hacer un dormitorio igual al de una fotografía incluida en un catálogo. El hombre se las arregló para hacer la cama, la mesa y las sillas tal como se veían en perspectiva. ¿Cómo no detenerse plácidamente en ese armario de huidizo espejo?”
Péret es otro poeta surrealista francés. El testimonio no es útil para referirse a un surrealismo en estado de pureza, sino para demostrar que ciertos sujetos humildes pueden elevarse a la altura de los consagrados. En su ignorancia a medias, “alcanzan a los que han sabido casi todo a condición de arriesgarlo”.
Entonces no fue Breton, sino un colega de menor prestigio, no fue un dibujo, sino una fotografía, y no fue una mesa, sino el mobiliario completo de una habitación. Así, la escena adquiere cierta desmesura, queda forzada y, francamente, pierde verosimilitud.
En realidad aquella frase, a la que le seguimos dando vueltas, surgió como respuesta a la pregunta expresa formulada por Rafael Heliodoro Valle para una entrevista publicada en la revista Universidad: “¿Hay un México surrealista? Si usted cree que lo hay, ¿en dónde lo ha encontrado?” En ese tono, cualquier respuesta habría sonado condicionada.
El primero de agosto, el matrimonio Breton se embarca de vuelta a Francia. Un mes después aparece el Manifiesto por un arte revolucionario independiente, con un irrisorio número de adeptos firmantes. Poco después Rivera rompe con Trotski. Breton se declara neutral. El 16 de febrero de 1939, Frida Kahlo envía una carta al fotógrafo neoyorquino Nickolas Murray (su amante), abundante en quejas por la indolente actitud de Breton, quien al parecer no ha movido un dedo para ayudarla a montar una exposición en París: “Por todo eso fui obligada a pasar días y días esperando como una idiota, hasta que conocí a Marcel Duchamp, pintor maravilloso y el único que tiene los pies en la tierra entre este montón de hijos de perra lunáticos y trastornados que son los surrealistas”. En febrero de 1940, con motivo de la Exposición Internacional del Surrealismo organizada en la Galería de Arte Mexicano, Luis Cardoza y Aragón publica un artículo en la revista Taller que comienza así: “Difícilmente encontraríamos algo más ridículamente pueril que la situación en que se ha colocado, desde hace algunos años, el surrealismo presidido por André Breton”.
En todo caso, lo surrealista consistiría en descubrir los mecanismos expuestos que producen nuestros mitos.