Me he propuesto escribir este artículo de un modo en el que nunca antes había trabajado en un texto crítico para una revista, un suplemento literario o una editorial: sin repasar mis libros, sin consultar fuentes ni hemerotecas y sin utilizar ningún buscador en la red. Y lo hago por la necesidad de ser honesto con mi memoria al seguir el verdadero rastro de la maestría y, quizá, la influencia de un puñado de grandes autoras en mi forma de estudiar, entender, leer y escribir narrativa. Sería, pues, tramposo haber tomado nota de lo que cualquier canon haya establecido de antemano. Entre otras razones, porque casi todos ellos fueron determinados por hombres para quienes la literatura escrita por mujeres solía quedar en la penumbra, y lo que intento hacer aquí es precisamente revelar e iluminar las huellas que ese linaje de maestras de la narrativa ha conseguido dejar en la literatura universal y, en este caso, en mi particular y personal mirada como lector y como autor. El único riesgo de trabajar así es el olvido, pero si dejo algún nombre será, probablemente, porque todos los demás acuden a mi mente con más fuerza.
Quizá la primera novela —o al menos la primera entendida como tal— de la que se tiene noticia, La historia de Genji, fue escrita hace mil años por una mujer, la literata y cortesana japonesa Murasaki Shikibu. Mayúscula, sensible y realista, la obra trasciende —como toda novela que se precie desde entonces— su ámbito cultural y temporal para retratar la esencia de la condición humana; de modo que, ya desde el inicio, cualquier afirmación que cuestione la capacidad femenina para narrar y novelar el mundo queda refutada de inmediato. Lo mismo podría decirse al dar un salto de ocho siglos y repasar la obra de las grandes novelistas inglesas encuadradas entre “los clásicos”, como Jane Austen o las hermanas Brontë —sobre todo Emily—, hasta llegar a dos figuras cardinales de la literatura contemporánea: Mary Shelley y Virginia Woolf. De la primera, todo el torrente simbólico, psicológico y arquetípico de Frankenstein o el moderno Prometeo empapa la novelística de su tiempo y su resuelta subversión del mito fluye aún con fuerza hasta nuestros días. De la segunda, obras como Al faro, Las olas o La señora Dalloway muestran a una escritora de primerísimo orden, renovadora en lo formal y ambiciosa en su búsqueda intelectual y literaria. En todo ese recorrido llama la atención, sin embargo, que ni siquiera dos maestras absolutas de la narrativa moderna y, al tiempo, dos lúcidas precursoras del feminismo como Mary Godwin y Virginia Stephen, se libren de ser conocidas y recordadas por el apellido de sus maridos, costumbre de la época, sí, pero también un síntoma más de aquella penumbra en la que el canon ha tendido a dejar siempre a las artistas.
Otra de las inercias de ese afán canónico ha dado como resultado el apabullante predominio anglosajón en el escrutinio de la literatura universal. Y al redactar este texto tampoco me libro de ese mal hábito, pues las siguientes maestras de la narrativa que me vienen a la mente también escribieron o escriben en inglés. Grandes autoras como la neozelandesa Katherine Mansfield, narradora audaz y singular que debería figurar en toda didáctica seria del cuento moderno, un género en el que sobresalieron las estadounidenses Kate Chopin, Edith Wharton y Willa Cather, aunque la gran obra de esta última sea justamente una novela, Mi Ántonia. Diestra en ambas distancias narrativas, su compatriota Patricia Highsmith alternó la popularidad de varias novelas de suspense con colecciones de relatos tan memorables como Pequeños cuentos misóginos. Y es que el cuento ha encontrado terreno fértil en Norteamérica desde mediados del siglo pasado, con dos de sus firmas fundamentales, Joyce Carol Oates y la canadiense Alice Munro, todavía en activo, y con voces ya tan consolidadas como la de Lorrie Moore. Los relatos de su libro Pájaros de América me fascinaron en su día tanto como lo hicieron recientemente los de Manual para mujeres de la limpieza, de la desaparecida, redescubierta y extraordinaria Lucia Berlin. Pero, sin duda, las dos autoras estadounidenses contemporáneas que dejaron una huella más profunda en mis lecturas, antes de considerar siquiera dedicarme a este oficio, fueron las sureñas Carson McCullers y Flannery O’Connor, tan distintas entre sí pero, a la vez, dueñas de una voz poderosa y de una mirada genuina. Suyas son, respectivamente, dos de mis novelas anglosajonas favoritas del siglo pasado: El corazón es un cazador solitario y Sangre sabia.
Asimismo, en la orilla europea del Atlántico uno ha encontrado también a excelentes narradoras en diversas lenguas, como la italiana Natalia Ginzburg, la rumana y germanófona Herta Müller, la húngara Magda Szabó o la judía ucraniana Irène Némirovsky, que escribió —en francés— la desgarradora y prodigiosa Suite francesa. Pero quizá las autoras de la Europa continental que han dejado una impronta más significativa en mis lecturas y a las que, a veces, me he sorprendido intentando copiar en algún aspecto —por fallido que resulte dicho empeño, no hay señal más clara de admiración entre quienes escriben— sean otras cuatro. La suiza de habla italiana Fleur Jaeggy me golpeó con el filo y la contundencia de su mirada en la novela Los hermosos años del castigo y en el libro de relatos El temor del cielo. De la poeta rumana Ana Blandiana me maravilló la contenida lírica de su prosa en los cuentos de Proyectos de pasado. Con la francesa Marguerite Yourcenar y sus Memorias de Adriano me di cuenta de que la complejidad no estaba reñida con la claridad en la construcción de una voz narrativa elevada. Y también traducida del francés, su lengua de adopción forzada, de la húngara Agota Kristof y de su trilogía de novelas —reunidas y publicadas en España como Claus y Lucas— aprendí que una voz sólo necesita ser objetiva para ser potente y verosímil, sin adornos ni imposturas.
En mi otra lengua materna, el catalán, los años me han hecho releer y saber encontrar a una enorme escritora en Mercè Rodoreda, y en nuestro idioma común leí con entusiasmo a autoras españolas como Carmen Laforet o Carmen Martín Gaite, del mismo modo que sigo la trayectoria de Cristina Fernández Cubas y Clara Usón, dos de nuestras mejores narradoras, además de Belén Gopegui, cuya obra me interesó especialmente en sus inicios. Con todo, mis dos escritoras españolas preferidas son Ana María Matute, en particular su magistral libro de relatos Los niños tontos, y Chantal Maillard, aunque en su trabajo le haya dedicado más páginas a la poesía y al ensayo que a la narrativa. Del lado americano del español, de entre todas las escritoras latinas más célebres —con permiso de la genial Clarice Lispector y de nuestras “literaturas vecinas” en portugués—, la argentina Silvina Ocampo supuso todo un hallazgo para mí, quizá el más importante y original que aflora en este momento a mi memoria. Los cuentos de otra argentina, la veterana Hebe Uhart, me parecen magníficos, como algunos de los —pocos, lo confieso— que he leído de las mexicanas Rosario Castellanos, Inés Arredondo y Cristina Rivera Garza. De entre las generaciones siguientes, en los últimos años me han llamado la atención obras de autoras como la también mexicana Fernanda Melchor, la chilena Lina Meruane, la ecuatoriana Mónica Ojeda o las argentinas Selva Amada y Samanta Schweblin. Y, un escalón por encima, la narrativa de la porteña Mariana Enriquez me parece a día de hoy una de las más auténticas y perdurables de toda América Latina. Su libro de relatos Las cosas que perdimos en el fuego, por ejemplo, puede leerse a ratos como literatura fantástica o de terror, pero a la vez como un oscuro fresco social de la Argentina de las últimas décadas.
Jugando precisamente con las fronteras entre géneros, la narrativa “sin ficción” también me atañe como lector y como autor, y aquí vuelvo a mencionar por ello a la española Chantal Maillard, autora de varios textos híbridos entre el diario, el ensayo y la literatura de viajes acerca, sobre todo, de la India. Maillard es una escritora que narra de una forma muy personal la vivencia del viaje y del lugar. Otra escritora que contó sus viajes fue también, por cierto, Mary Shelley —perdón, Godwin—, al estilo de sus contemporáneos, los románticos ilustrados de los siglos XVIII y XIX. En sentido inverso, algunas grandes viajeras y pioneras del XX decidieron escribir su experiencia —sin querer decir con ello que no llevaran ya de salida la semilla de la escritura—, y así leí de joven a autoras de referencia en el género como Annemarie Schwarzenbach, Ella Maillart o Alexandra David-Néel. Y en otras fórmulas de la “no ficción”, por no extenderme ya demasiado, mencionaré sólo dos deslumbramientos recientes. El primero, la titánica labor de la periodista y escritora Svetlana Aleksiévich en Voces de Chernóbil y El fin del Homo sovieticus, que me impactaron por el testimonio de fondo, pero también por la forma en que estaba contada cada historia, con la habilidad de desaparecer cuando el texto lo hacía necesario. Y el segundo, las crónicas de varias escritoras que enriquecieron mi viaje a Nueva York, una ciudad que contemplé con otros ojos gracias a autoras como Maeve Brennan o Djuna Barnes, pero sobre todo a uno de mis más felices descubrimientos literarios de los últimos años, la escritora Vivian Gornick, que pone el listón muy alto para todos los acólitos de esa moda llamada “autoficción”: pocas obras recientes adscritas a esa tendencia he leído que demuestren semejante capacidad para mirar bajo la piel de las cosas y contarlas con tanta honestidad e inteligencia.
En resumen, y antes de que lamente haber olvidado en esta indagación espontánea en mi bagaje lector a un montón de escritoras notables, no sabría afirmar en qué consiste exactamente “la mirada femenina” en literatura, si es que existe tal cosa, pues sólo concibo un único linaje de seres humanos narrando y ensanchando con sus obras nuestra experiencia y noción del mundo. Pero sí creo haber podido percibir y, acaso, comprender en algunos momentos esa mirada —y, con ella, adquirir una perspectiva más compleja y completa de la realidad— a través de la narrativa de decenas y decenas de mujeres a las que he leído, leo y leeré con la atención de un aprendiz y la admiración de un compañero de oficio.