Escribir! ¡Qué cosa más maravillosa!” Cuando estaba viejo y olvidado, viviendo en una casa desvencijada en los sombríos suburbios de París, Léatud escribió estas líneas. Era soltero, sin hijos, estaba solo. El mundo del teatro en el que había trabajado como crítico por años era ahora oscuro para él, pero desde las ruinas de su vida estas palabras brotaban. ¡Escribir!
Uno piensa en muchos escritores que pudieron decir lo anterior, Anne Sexton, aun cuando se suicidó, o Hemingway o Virginia Woolf, que también lo hicieron; o Faulkner, desdeñado en su pueblo rural, o el despojo que era Fitzgerald al final. El asunto es que la literatura es maravillosa, que es como el mar y el júbilo de estar cercano a él, ya seas un potente nadador o estés vadeando la orilla. El acto de escribir, aunque a menudo tedioso, aún puede proveer un placer extraordinario. A mí me llega línea tras línea en la punta de la pluma, que es con lo que me gusta escribir, y la página en que las líneas están escritas puede ser la cosa más valiosa que haya conocido.
Los cínicos dicen que si no escribes por dinero eres un aficionado o un tonto, pero no es verdad. Ver el propio trabajo impreso es el verdadero anhelo, el haberlo leído. La remuneración es de menor importancia; a nadie le han pagado por los samizdats. El dinero no es más que una especie de visto bueno.
Es mucho el tiempo en el que he estado escribiendo que no recuerdo el principio. No era cuestión de hacer lo que mi padre sabía hacer. Él fue a Rutgers, Wes Point y luego al MIT, y no creo que en mi tiempo de vida lo haya visto leer una novela. Leía periódicos, The Sun, The World-Telegram, en aquellos días había al menos una docena en Nueva York. Su tarea para él estaba trazada: ascender en el mundo.
No fue mi madre una ávida lectora. Por supuesto, me leía cuando era niño, y en ese tiempo leí libros que eran publicados en series populares, The Hardy Boysy Bamba, The Jungle Boy. Recuerdo poco de ellos. No leí Ivanhoe, La isla del Tesoro, Kim o Los jefes escoceses, aunque dos o tres de ellos me fueron proporcionados. Tenía seis volúmenes de una colección llamada My Bookhouse, editada por Olive Beaupré Miller, cuyo nombre no se encuentra entre los varios Millers -Sra. Alice, Henry, Joaquin, Joe- que hay en The Reader's Encyclopedia, pero que fue responsable del conocimiento que tenía de Cervantes, Dickens, Tolstoi, Homero y de otros cuyo trabajo eran extractos. Los contenidos también incluían cuentos folclóricos y de hadas, partes de la Biblia y más. Cuando leo sobre escritores que siendo jóvenes tuvieron el libre acceso a los libreros de sus padres o amigos, pienso en Bookhouse, que eso fue para mí. No fue una educación sino la introducción a una.
También había poemas, y en las clases de gramática teníamos que memorizarlos y luego levantarnos y recitar los poemas más conocidos. Muchos de éstos aún los conozco, incluyendo uno de Kipling, “Si”, del que mi padre me pagó un dólar por aprenderlo. El lenguaje es adquirido, como otras cosas, a través del acto de imitación, y el ritmo y la elegancia pueden venir en parte de los poemas.
Cuando era niño podía dibujar bastante bien, e incluso pintar sin instrucción. Que me impulsó a hacerlo, y de donde vino la habilidad -aunque mi padre podía dibujar un poquito- no podría decirlo. Mi deseo de escribir, aparentemente a la edad de siete u ocho, probablemente vino de la misma fuente. Como muchos niños lo hacen, hice libros toscos con dibujos e impresiones torpes, de pequeñas hojas de papel dobladas y cosidas juntas.
En la preparatoria éramos poetas, al menos muchos de mis amigos y yo lo éramos, ardientes y profundos. Había elegías pero no poemas de amor, esos vinieron después. Tuve algún éxito prematuro. En un concurso nacional de poesía obtuve mención honorifica y vendí dos poemas a la revista Poetry.
Todo esto fue una etapa, en casi todos los casos, para crecer pronto. En 1939 la guerra había estallado, y en 1941 estábamos dentro. Termine en West Point. Se había esfumado la vieja vida; la nueva tenía poca utilidad para la poesía. Leía, y como un miembro de la clase alta escribí algunos relatos breves. Había visto algunos en la revista de la Academia y sentí que yo podía hacerlo mejor, y después del primero, el editor me pidió más. Cuando me convertí en oficial no había, en principio, tiempo para escribir, tampoco había privacidad. Más allá de eso había una inhibición más grande: era ajeno a la vida. Había sido comisionado en la Fuerza Aérea y en los primeros días era un piloto de transporte, cambiando después hacia los combatientes. Con eso sentí que había encontrado mi papel.
Posicionado en Florida, cerca de 1950, me tocó ver exhibida en el aparador de una librería una novela que resaltaba, su título The town and the City, de John Kerouac. Hubo un Jack Kerouac en la preparatoria, y él había escrito algunas historias. En la parte trasera de la sobrecubierta había una foto, una gentil, casi tierna cara con los ojos lanzados hacia abajo. Lo reconocí al ins-tante. Recuerdo un sentimiento de envidia. Kerouac era sólo unos pocos años mayor que yo. De alguna manera él había escrito esta novela de impresionante aspecto. Compré el libro y lo leí vorazmente. Debía mucho a Thomas Wolfe - Look Homeward, Angel y otros- que era una figura mayor entonces, aun así era un logro. Lo tomé como una referencia de lo que podía hacerse.
Me casé, y bajo el cobijo de una vida más ordenada, en fines de semana ocasionales o en las noches, empecé a escribir otra vez. La Guerra de Corea estalló. Cuando fui enviado llevé conmigo una pequeña máquina de escribir, pensando que si me mataban las páginas que había estado escribiendo serían unas memorias. Eran páginas inmaduras, por decir lo menos. Pocos años después, la novela de la que eran parte fue rechazada por los editores, pero uno de ellos sugirió que si escribía otra novela estarían interesados en verla. Otra novela. Eso podría ser en años.
Tenía un diario que guardaba mientras volaba en las misiones de combate. Incluía alguna descripción, pero poco delineada. La guerra tenía el papel principal. Una tarde, otra vez en Florida -estaba ahí comisionado temporalmente- regresé de la línea de vuelo, me senté en mi cama de campaña y empecé a escribir apresuradamente una página o más de un esbozo que de repente se me ocurrió. Sería una novela acerca del idealismo, lo falso y verdadero, en auténtica y libre prosa. Lo que había estado extraviado pero no podía estarlo más era la trama.
¿Por qué estaba escribiendo? No por la gloria; había visto lo que yo tomaba por gloria verdadera. No era por la aclamación. Sabía que si el libro se publicaba tendría que ser bajo seudónimo. No quería arriesgar una carrera para ser conocido como escritor. Había escuchado las burlonas referencias al “Dios-es-mi-copiloto Scott”. La ética de los escuadrones de combate era la bebida y la osadía; cualquier otra cosa era sospechosa. Con todo, pensaba en mí como algo más que sólo un piloto, e imaginaba un libro que pudiera ser admirable en todos los sentidos. Era evidente que tenía que escribirlo alguien entre la tropa de pilotos, una figura excepcional, desconocida, pero tendría la satisfacción de saber quién sería.
Escribía cuando encontraba tiempo. Algo del libro fue escrito en una base de combate en Long Island, el resto en Europa, cuando estuve comisionado en Alemania. Un teniente de mi escuadrón que vivía en el departamento contiguo al nuestro podía escuchar la máquina de escribir tarde en la noche a través de la pared del dormitorio. “Qué haces,” me preguntó un día, “¿escribiendo un libro?” Lo dijo en broma. Nada podía ser más improbable. Yo era el expe-rimentado oficial de operaciones. El siguiente paso era comandante de escuadrón.
Pilotos de caza fue publicado por Harper and Brothers a finales de 1956. Una sección del libro apareció primero en Collier's. Palabra que se difundió inmediatamente. Con el descanso me senté a especular en cuanto a quién podía ser el escritor, probablemente alguien que había servido en Corea, en el 4°. Grupo.
Las reseñas fueron buenas, tenía treinta y dos años, era padre de un niño, con mi esposa esperando otro. Había estado volando aviones de combate durante siete años. Decidí que había tenido suficiente. El impulso que tenía desde la niñez por escribir nunca murió, de hecho, se ha-bía confirmado. Lo discutí con mi esposa, quién, con sólo un parcial entendimiento de lo que estaba en juego, no intentó hacerme cambiar de opinión. Al dejar Europa, renuncié a mi cargo con el propósito de convertirme en escritor.
Fue la acción más difícil de mi vida. Latente en mí, supongo, estaba siempre la creencia de que la escritura era más grande que otras cosas, o que al menos probaría ser más grande al final. Llámalo una ilusión si quieres, pero en mi interior era una insistencia de que hagamos lo que hagamos, las cosas que fueron dichas, los amaneceres, las ciudades, las vidas, todo ello tenía que estar unido, vuelto páginas, o estaba en peligro de no existir, de nunca estar ocurriendo. Llega un momento cuando te das cuenta que todo es un sueño, y que sólo aquellas cosas preservadas en la escritura tienen alguna posibilidad de ser reales.
Del difícil negocio actual de la escritura conocí muy poco. El primer libro había sido un regalo. Extrañé terriblemente la vida activa, y después de una larga lucha un segundo libro se completó. Fue un fracaso. Jean Stafford, uno de los jueces de un concurso para el que rutinariamente había sido presentado, abandonó el manuscrito en un avión. El libro no tenía sentido para ella, dijo. Pero no había vuelta atrás.
Juego y Distracción fue publicado seis años después. Ése, también, no vendió. Unos cuantos miles de copias, eso fue todo. Sin embargo, permaneció circulando, y lentamente, uno por uno, los editores extranjeros lo compraron. Finalmente, la Modern Library.
“La utilidad de la literatura, escribió Emerson, es permitimos una plataforma de donde podamos tener una visión de nuestra vida actual, un apoyo en el cual podamos movernos”. Quizás esto sea cierto, pero yo declaro algo más arriesgado. La literatura es el río de la civilización, es el Tigris y el Nilo. Aquellos que lo siguen, y me inclino a decir sólo aquellos, desdeñan las glorias.
A través de los años he sido escritor por una sucesión de motivos. Al principio, como he dicho, escribí para ser admirado, aún sin saberlo. Una vez decidido a ser un escritor, escribí esperando aceptación, aprobación.
Cuando le preguntaron a Gertrude Stein porque escribía, respondió: “Por alabanzas”. Lorca dijo que él escribía para ser amado. Faulkner dijo que un escritor escribía por gloria. Yo puedo a veces estar escribiendo por esas razo-nes, difícil saberlo. En general, escribo porque veo el mundo de tal manera que no hay diálogo o series de ellos que puedan empezar a describirlo, no hay libro que pueda reproducirlo completamente, aunque los más grandes libros estremezcan en su intento.
Un gran libro puede ser un accidente, pero uno bueno es una posibilidad, y es pensando en ése el porqué uno escribe. En corto, para lograrlo. El resto se encarga sólo, y tanta alabanza es dada a cosas insignificantes que difícilmente tenga algún sentido estar esforzándose por ella.
Al final, escribir es como una cárcel, una isla de la que nunca serás liberado pero que es una especie de paraíso: la soledad, los pensamientos, el increíble regocijo de ir poniendo dentro de las palabras la esencia de lo que comprendes por el momento y lo que quieres creer con todo tu corazón.