Columna Semanal
23 de febrero del 2017

Guardo en la memoria el recuerdo de una calle empedrada en Puebla, cerrada por altos eucaliptos de fría sombra, donde una banca de piedra había sido olvidada. Guardo el recuerdo no tanto por la belleza del lugar, que lo era, sino porque fue en esa banca, hace más de 10 años, dónde leí 1984 de George Orwell. En fechas recientes se ha difundido la noticia de que las ventas de este clásico de la literatura distópica se han disparado 10000%, llegando a ocupar un lugar privilegiado entre los best sellers, el único clásico en la lista de hecho. La razón, Donald Trump y su versión “alternativa” de la realidad.

Publicada en 1949, la novela de Orwell retrata una sociedad hundida bajo el peso del totalitarismo de un Estado omnipresente, cuyas armas de control son el castigo, el miedo, la escasez y la mentira, administradas cada una por un ministerio particular, respectivamente, del amor, la guerra, la abundancia y la verdad. En este juego de contradicción lingüística retrata Orwell la tendencia de los gobiernos de la postguerra, y hasta más allá de 1984, para manipular la realidad a fin de crear un estado de paranoia y control en la que un “gran hermano” nos vigila, tergiversando los significados para crear una neolengua en la que 2 más 2 pueden ser 5, o lo que es lo mismo, una mentira se puede volver verdad a fuerza de repetición.

¿Fue Orwell un profeta? No, sólo un hombre consciente de la realidad y del peligro que esta sufre bajo el tutelaje del estado surgido de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial. Si algún tono profético hemos de encontrar en la novela se debe acaso al descaro con el que Trump y sus secuaces han actuado en sus escasos, pero a la vez eternos, días en el poder: alusiones a los hechos altenativos (alternative facts), amenazas abiertas contra la libertad de prensa, uso del miedo y el odio como herramientas de consenso. Si bien George Orwell no profetizó el advenimiento de Trump, al menos parece que Trump se empeña en construir la profecía. Pero no dejemos la mirada perpleja sobre el copete güero del otro lado de la frontera, aquí también tenemos copetes y mentiras de Estado que quieren ser “verdades históricas”. La manipulación de la información es un signo de nuestro tiempo. Las mentiras se acumulan para justificar la violencia, tanto física como económica, y justificar un proyecto fallido de nación. Las mentiras, lamentablemente, también se acumulan sobre la oposición que se sabe incapaz de una crítica vigorosa. La verdad se pierde en la duda sistemática. La falsedad es partera del miedo, y sobre el miedo no hay proyecto posible de sociedad. Lo sorprendente, entonces, no es que las ventas de la novela se hayan disparado en los últimos meses, sino que no lo hayan hecho antes.

Contra lo que el racionalismo ilustrado quería creer, hoy hay que admitir que a veces la ficción es la mejor forma de entender la realidad. 1984 es un clásico por derecho propio, si la historia ha ayudado a resaltar la profundidad analítica de Arthur Blair, nombre verdadero de Orwell, eso no anula la calidad literaria de un libro que debería ser un best seller en todo momento. Hay que remarcar, entonces, que por debajo de la distopía dibujada con maestría en las páginas de 1984, se describe el drama de la fragilidad humana frente al miedo y la traición a los sentimientos y la nobleza que da valor a la vida. Es este drama y este dolor lo que mantiene vivo en mí el recuerdo de esa banca solitaria. Que la sociedad está en decadencia es un hecho tan evidente que no hace falta leer un libro para constatarlo. Pero para contemplar en todo su horror el abismo, la lectura de 1984 es una puerta dolorosa, y acaso obligada. No quiero arruinar la lectura al lector ávido de emociones y que no tema enfrentar su fragilidad, por eso termino aquí y quien me haya seguido vaya y lea esta gran obra.

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