Alemania
30 de marzo del 2017

No hace muchos años en Wilflingen, al sur de Alemania, vivió un hombre al que podemos nombrar como el último trágico. Su nombre era Ernst Jünger y pasaba la mayor parte de sus días, ya centenario, consagrándolos a la observación, arte que llevó a una de sus más altas esferas.

A Ernst Jünger no lo recordamos precisamente por ser uno de los soldados alemanes más condecorados de la historia de su país, sino por ser uno de los más inspirados lectores del mundo y de la vida. Leer el mundo en el sentido en el que lo leyó, nos remite de inmediato al momento en que aquellos que observaban las hondas huellas del universo sabían qué relación existía entre el movimiento de una minúscula flor y el caminar de las estrellas: los sabios.

Hoy día, el acto de la lectura implica reconocer los significados que se hayan en las palabras, pero durante milenios el hombre aprendió a leer el universo como un interrumpido texto que le daba significado y trató de imaginar o soñó quizás que su búsqueda era la búsqueda de una sola entidad —Dios, el Ser, el origen— y aprendió a reconocer la unidad de todas las cosas hasta en lo más pequeño: podemos afirmar que Ernst Jünger fue partidario de este segundo modo de leer.

En el momento de su nacimiento (Heidel- berg, 1895) se dio un acontecimiento al que el mismo Jünger aludiría constantemente: el descubrimiento de Roentgen de los rayos x, un descubrimiento con el que comenzarían a girar los primeros símbolos de un siglo de plena tecnificación, acaso el comienzo de cierto tipo de inhumanidad y a la vez el hecho capital del descubrimiento objetivo de la radiación. (Radiación, será ésta una palabra que a Jünger llamará la atención de manera peculiar: “. recibimos radiaciones del ser humano, de nuestros prójimos y de quienes nos quedan lejos, también de nuestros amigos y enemigos. ¿Quién conoce las consecuencias de una mirada que nos rozó furtivamente, quién conoce el efecto de la plegaria que por nosotros rezó un desconocido? [.] En cada instante estamos envueltos en haces de luz que nos tocan, nos rodean, nos traspasan.” El conjunto de sus diarios, de 1939 a 1949 se llaman, precisamente, Radiaciones.

No hay casi nada que no afecte el corazón de un ser humano que no afecte a la vez a su razón, Jünger lo supo desde su infancia. Sus primeras influencias románticas provienen de las sagas y novelas de aventuras. Particularmente, dijo haber obtenido cierta inspiración valerosa de la lectura del Orlando el Furioso, sobre todo en las trincheras. Inspirado por la nostalgia de la literatura, el combate y acaso la virilidad, Jünger se enroló en la Legión extranjera a los dieciocho años. Su padre hizo lo imposible porque trajeran de regreso a su hijo. Su pasión por el combate, por la Guerra, lo llevarían a sumarse de inmediato al frente alemán durante 1918. Su fama de héroe de Guerra sólo pudo venir tras su cruz de honor y la publicación de Tempestades de Acero y sus siete heridas de combate. Por este libro no sólo se volvió un héroe patrio, sino que comenzó a llamar la aten-ción de algunos intelectuales y políticos. Borges pensaba que el escritor más revolucionario de Europa era precisamente Jünger y colocaba a Tempestades de Acero como la única épica del siglo xx. El encuentro entre Jünger y Borges tuvo lugar por fin un día de 1982. De este encuentro entre dos seres por completo distintos, quedan algunas reflexiones de Jünger, quien prefería no conocer a los seres que admiraba.

Sin duda fue motivo de su reflexión el hecho de que las máquinas entraran en la vida del hombre, por ello, le ocupó también la cuestión de la técnica un lugar considerable entre sus escritos. Para Jünger, los objetos que acompañan al hombre y que éste fabrica son sus aliados, sus cómplices por la travesía de la existencia. Allí se alinean las brújulas, los telescopios y los relojes, aparatos que nos ayudan a orientarnos por un universo que no sabemos si soñamos o vivimos.

Su ensayo El libro del reloj de arena funciona como sanación a la visión utilitarista de los objetos, visión en la que, por cierto, la humanidad es un instrumento más. Para un hombre como Jünger el tiempo no suscitaba un problema técnico sobre el que había que sacar el mayor provecho, sino una cuestión que había que contemplar con detenimiento. El tiempo que el hombre dedica a sí mismo es un tiempo sagrado. Se le llama tiempo de estudio a este acto de recogimiento durante los últimos siglos. Cada época tiene su modo de recogerse. El tiempo actual no tiene nada parecido. En la contemplación encuentra el hombre su sanación, escucha su existencia dentro del pulsar del universo. Incluso en la contemplación de las balas y de la muerte Jünger halló conocimiento propio, y fue este conocer lo que lo llevó a escribir libros como El combate como experiencia interior o La emboscadura. El recogimiento interior tendrá en él, como veremos, a uno de sus últimos practicantes, cuando menos entre los intelectuales. De hecho, para Jünger esto no sólo tenía que ver con la libertad interior, sino con un modo de ser, el modo de ser de cada uno de los hombres y que en cada etapa de peligro corría los más grandes riesgos: “En una situación en que son los técnicos los que administran los Estados y los remodelan de acuerdo con sus ideas, están amenazadas de confiscación no sólo las digresiones metafísicas y las consagradas a las musas, lo está también la pura alegría de vivir”.

Su novela mayor fue Sobre los acantilados de mármol. Su célebre comienzo, citada por doquier, no puede menos que dejar una marca indeleble en los lectores: “Todos vosotros conocéis la profunda melancolía que nos sobrecoge al recordar los tiempos felices. Esos tiempos que se han alejado para no volver jamás y de los cuales estamos más implacablemente separados que por cualquier distancia”. Así se abre uno de esos libros que transcurre en la memoria del narrador, como un antiguo ensueño del cual es imposible sustraerse; trata de la resistencia llevada a cabo por dos hermanos durante tiempos particularmente nefastos. Por alguna extraña fortuna —que los cuentos comparten con la vida misma—, esos hermanos habían heredado el Hortus Plantarum Mundi, firmado por el mismo Carl von Linneus, y al que dedicaban días enteros, también junto a piedras y la colección botánica de algunos siglos atrás.

Se trata de una novela de iniciación que terminaría siendo una parábola de la Segunda Guerra mundial, y de su mayor tirano, Hitler. Éste último, no hay que olvidarlo, sentía una extraordinaria admiración por Jünger. Por cierto, Jünger seguía estando, al inicio de la Segunda Guerra, en la lista de combatientes por Alemania. Hecho, que no tendría por qué declararlo abiertamente nazi. Por el contrario, Jünger se opuso siempre al antisemitismo, pero no podía sustraerse del hecho de participar en la guerra al lado de seres tan oscuros. Durante la ocupación alemana en Francia, Jünger se dedicó a resguardar iglesias, museos, bibliotecas privadas y todo tipo de artefactos artísticos que los franceses había abandonado de un momento a otro durante el combate. Fue capitán y también trabajó como lector de correspondencia. En muchas de esas cartas, donde la única consigna apremiante era matar a Hitler, Jünger encontró mucha más emoción que en las trincheras.

Jünger tenía una mirada sumamente fría sobre los acontecimientos humanos, cuando narraba las desgracias no se conmovía, o sólo se conmovía de las peculiaridades de la naturaleza. Para él resultaba natural ser sólo un observador de los acontecimientos, acontecimientos ante los cuales no se podía intervenir. De hecho, alguna vez manifestó tener una sensibilidad para mirar mucho más que para actuar. Prefería la distancia, oteaba. Peter Sloterdijk otro gran lector contemporáneo, dedica algunas líneas a Jünger en Crítica de la razón cínica: “Las algodiceas políticas proceden según un esquema elemental. Retirada de la compasión a la pura frialdad observadora. En este ejercicio, Ernst Jünger ha conseguido un virtuosismo completo. Ernst Jünger, uno de esos trabajadores fronterizos entre el fascismo y un humanismo estoico que se zafa a etiquetas fáciles”.

En él se nos muestra un aristócrata, pero un aristócrata radical, tal como se expresaría de Nietzsche, Georg Brandes hará más de cien años. Sus ocupaciones lo sitúan como un auténtico decadente, un gentleman que ha pasado sus mejores años en el exilio: después del combate se retiró, tal como haría Montaigne en 1571, de las labores mundanas. Con éste último no sólo comparte el rasgo aristócrata; las palabras que le dedica Stefan Zweig al humanista francés, se aplican también a su existencia: “El escritor que hay en él es sólo una sombra del hombre, mientras que de ordinario nos maravillamos al ver en otros lo grande que es su arte escribir y lo pequeño que es su arte de vivir”.

Tanto por el afán de conocer la naturaleza, sondearla y captarla en su más alta poesía, el naturalismo prodigado por los escritores alemanes, desde Goethe hasta Jünger, nos legó una idea de la naturaleza como un símbolo de la razón de Dios. Había que conversar con la naturaleza a menudo para pensar mejor sobre los problemas de uno mismo, ya que no hay ni puede haber palabras que nos comuniquen con lo sagrado, uno no puede menos que detener la propia marcha del pensar. Esto se hace notar en buena parte de sus ensayos, cuya paradoja primordial reside en evocar con el pensamiento aquellas cosas que no pueden pensarse.

Podemos nombrarle un decante en tanto que se dedicó en buena parte a coleccionar, a atraer hacia sí los símbolos de la existencia que más le fascinaron, cuando menos en su segunda etapa, la del observador, Jünger pasó más décadas en su gabinete que en el mundo. No había, para él, imágenes de la naturaleza más significativas que las flores, las piedras y los insectos: “. diseños llenos de sentido, aunque su superficie no sea mayor que la palma de una mano”. De hecho, de estos últimos —los insectos— se volvió un experto y de las flores un fiel cultivador. En alguna novela suya alguien había encontrado el camino de vuelta a casa gracias a la posición de una bella flor blanca, que el personaje leyó como si admirara una po-derosa brújula intemporal.

Habiendo estudiado zoología en Leipzig, Jünger aprendió a mirar los escalafones en los que cada ser vivo se encuentra, desde aquellos que pueden remontar el vuelo sobre nuestras cabezas hasta aquellos que no pueden hallarse sino tras una segunda mirada —se encuentran estos seres mejor ocultos entre la maleza que en sí mismos, y fueron éstos los que Jünger captaba mejor. En la escala de los insectos, Jünger acaso asimiló bien la idea de que la mayor parte de los seres que están vivos son minúsculos, pero sobre todo que sus representaciones y relaciones con la vida del hombre dan para imaginar cómo actuó la mente de Dios en la construcción del mundo. De las flores, que continuamente aparecen en sus escritos, Jünger afirmó: “Aún la flor más pequeña tiene raíces en lo infinito y lo que las descubre es la afición que sentimos por ella”. Por su conocimiento de los insectos, su estructura, su belleza tan perfectamente adaptada a sus necesidades, Ernst colocó a estos animales como verdaderas obras de arte. Junto con el escritor ruso Vladimir Nabokov, se le recuerda como uno de los pocos escritores que tuvieron cierta importancia en la pasión por la búsqueda y estudios naturalistas durante el siglo pasado, sobre todo en entomología. Llamó “cacería sutil” o “cacería mínima” a esta actividad, y todavía el ensayo que contiene todas sus reflexiones sobre el tema no ve la luz en español. Entre sus mayores descubrimientos se halla la Trachydora juengueri, una mariposa nocturna de las más bellas que se encuentren en la oscuridad. Sus centenares de cajas entomológicas, las piedras preciosas, los objetos —relojes de arena, un caparazón de tortuga, dos cascos de Guerra, la impresionante biblioteca de clásicos— se hayan resguardados tan intactos como hace una cincuentena de años.

En Jünger se hayan diversas pasiones; su manía zoológica llama la atención sobremanera como la del hombre que halla la felicidad en la comprensión de lo mínimo, más que en la arrogancia científica del dominio del mundo; su cualidad de intérprete de los sueños, su interés por astrología, la atención que prodigó a los símbolos en que el hombre se forja, como el dolor o la atención dada a Figuras como el Trabajador o el Emboscado, le dan la capacidad de adjudicarse no sólo como observador sino enjuiciador de los movimientos del mundo. Acercamientos se llama el libro sobre sus experiencias con drogas; era un gran amigo de Albert Hoffman. Donde se nos muestra más rica su existencia es en los volúmenes de sus diarios traducidos, Pasados los setenta, que abarcan desde 1965 hasta su muerte (aún falta, en español, la etapa que va de 1990 hasta 1998). En esos diarios asistimos a una infinidad de encuentros, viajes a Oriente en barco, descubrimiento más allá de lo cotidiano en el lento transformarse del tiempo en días y la escritura de cartas —no hay que olvidar que Jünger fue un gran escritor de cartas, quizá de los últimos que el siglo haya prodigado; Cioran sería otro apasionado de la correspondencia.

Antonio Gnoli y Franco Volpi peregrinaron hasta la casa de Jünger, al final del siglo, para entrevistarse con él. El libro se llama Los titanes venideros. Al final del libro, que rememora las distintas etapas del autor, preguntan: “¿Tiene proyectados nuevos viajes?” La respuesta de Jünger es como una despedida, palabras que transmiten la conciencia de abandonar al mundo y a la vez una confianza plena en que lo menos importante de la vida es la muerte: “Siempre he amado viajar, y hasta ahora no me he privado de esa costumbre. Cuando, en 1986 pasó el cometa Haley, que yo había visto cuando niño viaje a Singapur, a Malasia y a Sumatra para poder observarlo [.] pero ahora que he superado los cien años no sé si con el tiempo que me queda emprenderé una vez más esa clase de aventuras. De todas maneras sigo viajando por el mundo de la literatura y por ese pequeño cosmos que es mi jardín. A veces, en los días soleados, me entretengo haciendo pompas de jabón que el viento lleva entre las plantas y las flores. Son para mí una imagen simbólica de la fugacidad, de su inasible belleza”.

Frases
Guillermo Santos
  • Escritores invitados

Oaxaca, 1989. Su blog es: laeducaciondelestoico.wordpress.com.


Fotografía de Guillermo Santos

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