El sujeto llega a un edificio afrancesado en la calle Posadas, sube al piso sexto, abre la boca sin disimulo al ver el busto de mármol y el gran espejo que no lo refleja. Deja fluir el estupor al comprobar las enormes dimensiones de ese apartamento-biblioteca de techos altos y aire distante, como si en sus pasillos transcurrieran otros tiempos.
Acepta cortés y obediente la solicitud de esperar que le hace esa anciana de rostro al borde de una sonrisa. Llena la espera mirando los lomos de esas ediciones antiguas con títulos en francés y en inglés, y piensa, trata de entender quién es el hombre que se apresta a recibirlo.
Adolfo Bioy Casares es uno de los grandes escritores vivos de la Argentina, en su obra abundan las tramas fantásticas; a los veintiséis años escribió una novela -La invención de Morel- que Jorge Luis Borges consideró perfecta.
Cuando se llega a su cuarto es difícil encontrarlo. Primero está la cama, alta y antigua, como una isla a la deriva en un mar de libros. Luego se consigue distinguirlo al pie de la ventana, en un sillón bajo, con las piernas extendidas y esperando, con sus ojos azules, sólo un poco curiosos, y un aire condescendiente y esforzado.
Parece un personaje de película de ciencia ficción al que un raro virus o una jugarreta del tiempo y el espacio condujeron, de un momento a otro, a la vejez más extrema. Cuesta pensar que en Buenos Aires tiene la doble fama de escritor y de Don Juan arrasador.
Ese día está de buen humor. Dice que las cosas marchan bien, aclara que sólo le molesta un dolor en una pierna y agrega con una sonrisa sin énfasis que, por fortuna, no necesita la pierna para escribir.
Dice que el dolor es una de las experiencias más solitarias que tiene el hombre. Porque si uno le dice a otro que le duele, ese otro no podrá nunca imaginar ese dolor en su justa dimensión. Entonces cuenta que esa misma tarde espera terminar un cuento corto, de unas seis páginas, sobre un inventor que consigue que se pueda transmitir el dolor. Al comienzo del relato, el invento parece ser muy útil para el desarrollo de la medicina, pues los diagnósticos cada vez son más exactos. Pero las cosas se complican cuando los médicos se llenan de dolores y deciden matar al inventor.
Las sospechas de que ese hombre de ochenta y cinco años no es real -que quizá se trata de una invención- surgen cuando dice que se dispone a escribir una nueva novela: la historia de dos amigos que quieren que sus hijos también sean amigos. Hay algo de sobrenatural en la obstinación de ese ser de voz resquebrajada que se dispone a llenar cientos de páginas a pesar del temblor rebelde de sus manos.
Entonces empieza a revelar los secretos de su arte:
Antes de ponerme a escribir, sé todo sobre la obra, desde el principio hasta el final. Nunca he empezado a escribir sin saberlo todo. Trato de tener previstas todas las situaciones. A veces me engaño a mí mismo y me encuentro con una dificultad que me ha estado esperando en algún punto del relato, pero en general he podido resolver los problemas y cumplir con mis ideas.
Dice que una manera de tener claros sus relatos es contarle la historia a una amiga mientras cenan en un restaurante. Si veo que la historia le interesa, me siento estimulado.
— ¿Escribe a mano?
El hombre en la silla no responde. Lleva una mano al bolsillo interior de su chaqueta, muestra una hermosa estilográfica negra y dice, como quien desenfunda un arma porque lo han provocado: Esta es mi máquina de escribir.
Yo prefiero usar tinta y no lápiz, y cuadernos y no hojas sueltas, porque es como si el cuaderno me exigiera escribir siempre lo mejor que yo puedo para no arrancar la página... Después las arranco, pero por lo menos esto me sirve de estímulo para escribir del mejor modo que puedo. Creo que cada texto hay que aprender a escribirlo, que nunca se acaba de aprender a escribir. Usted tiene una nueva historia y la primera página le da más trabajo que todas las otras porque todavía no ha aprendido a escribirla. Cuando ya escribió la primera página -cuando ha aprendido- la segunda se escribe con menos dificultad.
Lo de la tinta es para que lo escrito sea algo fijo, que no se pueda borrar.
A esas alturas de la entrevista -y de su viaje a Buenos Aires- el sujeto ha comprendido que una de las constantes de esa experiencia es escuchar lo que pueden enseñarle los maestros en el arte de escribir.
Mis primeras seis obras fueron las seis peores obras del mundo, dice el hombre de la silla, con una mirada firme que pasa por encima de las debilidades de su cuerpo. Si tiene vocación, escriba. A escribir se aprende escribiendo y leyendo. Hay que leer y escribir mucho.
Creo que mi relación con los lectores es ahora muy buena. Cuando escribí esos libros no era tan buena y tenían razón. En algún diario -cuando yo escribí un libro que se llamaba Caos- el redactor me aconsejó que abandonara la literatura y que plantara papas. Yo fui bastante insensible y no hice caso, pero no me arrepiento porque me gusta mucho escribir. Espero que los lectores estén conformes con lo que yo hago.
-¿Cómo es la rutina suya hoy en día?
La rutina mía de toda la vida es: las mañanas que tengo libres las dedico a escribir y, si la tarde también la tengo libre, vuelvo a escribir Leo al atardecer y no leo en la cama, leo levantado. La cama la uso para dormir.
-¿Corrige mucho?
Mucho. Trato siempre de eliminar las habituales torpezas mías. Trato de limpiar el texto y de que fluya el estilo, que el lector encuentre el camino expedito para seguir de la primera página a las otras.
-¿Que está leyendo ahora?
Acabo de leer un libro de Hemingway que habla de sus amistades con otros escritores y es realmente muy hermoso. Leo poco los autores nuevos. Prefiero releer he releído La guerra y la paz, que me ha parecido un libro espléndido, como me pareció cuando lo leí por primera vez. La lectura me tomó varios meses.
Es casi inconcebible una conversación con Bioy Casares en la que no aparezca la figura de Borges. A pesar de la diferencia de edades -Borges era dieciséis años mayor- fueron grandes amigos. Juntos hicieron antologías, trabajaron en torno a la revista Sur, al lado de Victoria y Silvina Ocampo -que fue esposa de Bioy (justo sobre su cabeza hay una foto de ella)- y llegaron a escribir relatos a dos manos.
Creo que una de las razones por las que mi vida ha sido afortunada fue por conocer a Borges. Era una persona extraordinaria, siempre estaba pensando, su inteligencia no descansaba nunca. Siempre estaba inventando cosas y podíamos hablar de literatura incansablemente de la mañana a la noche. Cuando escribíamos juntos, generalmente inventábamos una historia durante la cena y Borges decía: ‘Vamos a dedicarle tres cenas antes de ponernos a escribir’. Pero después de acabar de comer se impacientaba y decía: ‘Dejémonos de tonterías. Vamos a escribir ahora mismo’.
El trabajo se basaba, sobre todo, en no tener vanidad, en ser muy amigos y no poder ofenderse. Si yo decía una tontería, Borges decía: ‘No, no, no... ya miaste fuera del tiesto. No, no, no...’. Lo mismo si a él se le ocurría algo que no me parecía adecuado, yo se lo decía. Normalmente el relato se iba haciendo así: una frase de uno, dos frases de uno, otra frase del otro y nos divertíamos mucho.
—¿Qué piensa sobre la vanidad y el culto a la imagen que suele haber hoy en torno a los escritores?
Creo que nosotros no tuvimos nunca esa vanidad. La vanidad me parece un poco absurda.
—Por cuáles libros, en especial, le gustaría ser leído o recordado.
Yo no puedo decir eso. Mis amigos inteligentes prefieren El sueño de los héroes. Otros prefieren La invención de Morel. Este último ha ido a todos los países y gracias a que lo publicaron todavía me piden libros de China, de Japón, de Rusia, de Turquía. La semana pasada me han pedido un libro de Turquía. Así que creo que a La invención de Morel, que me tiene tan cansado, le debo sin embargo muchas cosas.
—¿El mundo actual sigue siendo tan receptivo a lo fantástico?
Creo que el mundo sigue siendo receptivo a lo fantástico. Pero yo estoy menos receptivo. A mí me gustaría escribir algo que no fuera una historia fantástica, pero las que mi mente me ofrece son todas historias fantásticas.
—Si se inventara la manera de que una persona fuera al futuro -uno o dos siglos más adelante-, ¿cree que vería que la gente todavía lee a Bioy Casares?
Hay un cuento de un escritor que consigue ese don y, después, cuando ve el futuro advierte que nadie lee sus libros.
No estoy seguro de que no me pase eso, pero trato de creer que no me va a pasar y que lo que estoy escribiendo no son tonterías. Pero vaya uno a saberlo.
Entonces, el sujeto le pregunta por el recuerdo más distante que tiene de la infancia y el hombre de la silla regresa del futuro en el que no ha sido olvidado, pasa raudo por ese presente en el que hablan -con las zancadas elásticas y vigorosas del tenista consumado que fue- y desanda más de ochenta años de su vida, sin mostrar el menor gesto de cansancio.
Creo que el primer recuerdo que tengo es de estar en un campo, en la provincia de Las flores, en una zona llamada Pardo. Ahí estoy, mirando la luna, y me parece que hay unos personajes en la luna. Entonces mi padre se acerca y me dice que sí, que hay un hombre en un burrito allá en la luna.
Ahora no lo veo, pero esa vez lo vi.
Buenos Aires, abril de 1998.