Columna Semanal
10 de abril del 2019

Philip Roth (1933-2018) fue un eterno candidato al Premio Nobel y ganador de múltiples premios. Presentó aproximadamente hace 50 años una obra (bomba) titulada: El lamento de Portnoy, en donde describe la historia de un judío (demasiado judío), mientras se encuentra en el diván de su psiquiatra. Narrando pasajes de su vida, que de cierta manera son tabú en la sociedad de los años 60s: una sociedad siempre conservadora en sus dogmas morales que, a raíz de la Segunda Guerra Mundial, no logran ver con tanta claridad.

Alexander Portnoy es el personaje central de la novela y de él escuchamos su voz en todo el relato, como tratándose de una sesión de psicoanálisis. Roth logra crear una especie de alter-ego de su propia vida, explorando los rincones más oscuros de la sociedad conservadora de su tiempo.

La novela se logra interpretar como un relato lleno de comedia negra, lanzando bloques de memoria no lineales al lector. Evitando convertirla en algo cansado o enrevesado, al concentrarse en las dudas, excesos y perversiones del personaje, ocasionados a raíz de la doble moral judía. Curiosamente este personaje no podría estar más alejado del escritor, describiendo a un chico acomplejado en la doctrina religiosa y altamente estricta. Todo lo contrario con Roth, nacido en una familia judía muy flexible. En retrospectiva y al contemplar su novela, quedo sorprendido con lo valiente que fue en su momento describiendo a detalle escenas sumamente perversas, gracias a la comodidad del psicoanálisis.

Otra cosa que me impactó de la novela, además de las obscenidades, sumamente imaginativas del protagonista, es el lenguaje con el que la narra, convirtiendo una escena ruin en algo ameno de leer: ¨Bueno, ¿dónde está ese sano juicio aquella tarde en que yo volví de la escuela y encontré que mi madre había salido de casa, y vi en nuestro refrigerador un grande y purpúreo pedazo de hígado crudo? Creo que ya he confesado lo del trozo de hígado que compré en una carnicería y asalté detrás de una cartelera cuando me dirigía a una lección de Bar Mitzvah. Bien, quiero vaciarme el pecho de ello, Santidad. Quiero confesar que aquélla..., aquello... no fue mi primer pedazo. Mi primer pedazo lo tuve en la intimidad de mi propia casa, enrollado en torno a mi pene en el cuarto de baño, a las tres y media, y, luego, lo tuve de nuevo en el extremo de un tenedor, a las cinco y media, en compañía de los demás miembros de aquella pobre e inocente familia mía. Bien. Ahora ya sabe la peor cosa que he hecho jamás. Jodí con la comida de mi propia familia.¨

Según el protagonista es un chico judío, solo, cargando el peso del apellido familiar, único varón en transmitir el linaje, sin escape, ni posible guía a sus dudas existenciales y convirtiéndolas en sus propios tormentos.

La historia hoy en día tal vez no se sienta tan alocada. Ha logrado envejecer muy bien convirtiéndose en una novela recomendable. Claro, hoy la juventud está más alocada (por las nubes) y los años 60s parecen muy lejanos. Inclusive para algunos no sería nada del otro mundo. Dependiendo de las obscenidades de cada quien, por supuesto.

Sólo queda decir que la lectura de esta novela queda incluida en mi lista de libros de iniciación. Increíbles relatos que nuestros padres y maestros, probablemente, jamás nos recomendarían. Encontrarme con este libro fue una casualidad inolvidable. Me pregunto ¿cuántos Alexander Portnoy andan por ahí con un pedazo de hígado?

Jorge Alberto Salvador Cabrera

Oaxaca, 1995. Estudiante de la licenciatura en Químico Farmacéutico Biólogo de la UABJO.

Fotografía de Jorge Alberto Salvador Cabrera

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