Hay tantos motivos para emprender un viaje como caminos posibles: escapar del origen o volver a él, encontrarse o perderse, recuperar un recuerdo o dejarlo atrás. Pero sólo para algunos, unos pocos, el viaje se confunde con la vida misma.
Annemarie Schwarzenbach nació en Zúrich en la primavera de 1908. Hija de una acaudalada familia de empresarios textiles, su infancia transcurrió entre el paisaje traslúcido de los lagos suizos y la sombra amenazante de la guerra. Tenía apenas diez años cuando estalló la Primera Guerra Mundial y treinta y dos cuando se detonó el segundo gran conflicto del siglo XX. La turbulencia de su Europa natal, la violencia y la incertidumbre se grabarían en su día a día para convertirse primero en ansiedad y, más tarde, en escritura. Annemarie Schwarzenbach, como tantos otros, encarnaría en su obra y su mirada el feroz signo de su tiempo.
En Todos los caminos están abiertos (Minúscula, 2008), el libro que recoge sus impresiones de Afganistán, Annemarie escribe: “Cada día se hace más imposible dar marcha atrás. Las ropas se rasgan atestiguando que hemos ido demasiado lejos, que parecemos pordioseros en esta tierra ajena, niños sin cama, sacerdotes sin iglesia, cantores sin voz”. Y Annemarie no daría marcha atrás en su deslumbrante camino.
Tras estudiar Historia y Arqueología en Suiza, en 1930 decidió trasladarse a la bullente Berlín. Corrían los últimos años de la República de Weimar y Annemarie Schwarzenbach, de apenas veintitrés años, buscaba nuevas experiencias. Empapada de la algarabía que ya anticipaba el descalabro alemán, Annemarie iba a poner a prueba sus propias fronteras. Tomaría morfina por primera vez, publicaría su primer libro y, en compañía de los hijos de Thomas Mann, Erika y Klaus, emprendería sus primeras aventuras fuera del territorio europeo. Escritura y drogas. Drogas y viajes. Viajes y escritura. Annemarie Schwarzenbach había iniciado su deriva vital o, tal vez, su vital deriva.
A partir de 1934, sus viajes se volvieron más largos y frecuentes. Junto a la fotógrafa berlinesa Marianne Breslauer y en el papel de reportera, Annemarie recorrió los Pirineos y todo el norte de España. En compañía de la norteamericana Barbara Hamilton-Wright, capturó las grandes ciudades de Estados Unidos, asoladas por la Gran Depresión. Al Congo viajó como periodista y, tras ser acusada de espionaje, se trasladó al norte de África para dedicarse a la arqueología. “Una vez en el camino, olvidamos toda ansia de saber”, anota Annemarie. “No conocemos despedida alguna ni remordimiento alguno, no nos preguntamos de dónde venimos ni hacia dónde vamos”. Mientras Alemania se embarcaba en su demencial proyecto de pureza racial, su mortal pregunta por el origen, Annemarie Schwarzenbach resistía de un modo único y radical: volviéndose extranjera. Un gesto que conserva su poder en un mundo cada vez más empecinado en sus estrechas fronteras y gruesas murallas.
Pues qué es viajar sino una manera de volvernos otros, de desconocer nuestras propias costumbres ante la sorpresa de lo nuevo. Observar a otros saludarse y repensar el modo en que saludamos. Ver a otros comer y sentir la extrañeza en nuestros gestos. Comprobar cómo, de pronto, la lengua materna enmudece. “Durante el viaje”, escribe Annemarie desde Kabul, “la realidad va cambiando de cara con las montañas, los ríos, la arquitectura de casas y jardines, la lengua, el color de la piel”.
Hacia 1939 Annemarie era una cronista y fotógrafa conocida. Publicaba sus textos en periódicos importantes y aceptaba encargos como periodista. Y tal vez esa fama de viajera incesante y conductora excepcional fue lo que atrajo a la escritora y fotógrafa Ella Maillart, quien le propuso en sucesivas cartas emprender el viaje registrado en Todos los caminos están abiertos.
La dupla de mujeres sin hombres, “solas”, como les repite con suspicacia un muchacho al cruzar la frontera afgana, atraviesa durante meses paisajes ajenos: grandes urbes, pequeños caseríos, estepas, riberas, amplias regiones desoladas. A bordo de un pequeño Ford, acondicionado por la propia Annemarie y cargado con sus máquinas de escribir y material fotográfico, la dupla de viajeras va desde Ginebra a los Balcanes, de los Balcanes a Turquía, de Turquía a Persia y finalmente a Afganistán.
A través de breves crónicas, publicadas originalmente en periódicos europeos, Annemarie reflexiona con lucidez sobre lo que implica su presencia en esa geografía “al margen del mundo habitado”. Se pregunta por la verdadera importancia de los avances tecnológicos de Occidente, por la preservación de otros modos de vida y por el descalabro de su Europa natal. Pero además de sus reflexiones, siempre atentas a los límites de su propio punto de vista, lo que sorprende de Annemarie Schwarzenbach es su extraordinaria capacidad de encontrar las palabras para describir aquello que nunca antes había visto. “Una cordillera azul como el cielo de una noche de otro mundo”, anota.
Una escritura que ella describiría más tarde como “insertarse en el desierto”, como “una forma de marcharse” y que le exigía horas y horas de trabajo agotador. Bajo su ojo atento y sutil, los detalles brillan: la corteza resquebrajada de un pan, el fulgor siniestro de las nubes, las vaporosas curvas de la arena desde la perspectiva de quien zarpa. Pero más allá de la riqueza de su prosa, del valor de registrar paisajes ahora extintos por tantas otras guerras, más allá incluso de retratar vidas tan distantes y distintas a la suya, lo más llamativo de Todos los caminos están abiertos es el proceso de extrañamiento al que se somete la propia autora. Es ella, Annemarie Schwarzenbach, quien se aparta de sí misma a medida que se adentra en el nuevo lugar, quien interroga su identidad tomando prestada la mirada de los otros. Se desplaza a los márgenes hasta volverse borrosa, indefinida. Porque en sus viajes no sólo el territorio es extranjero. Ella, Annemarie Schwarzenbach, se vuelve extranjera para sí misma.
Vestida como el más distinguido caballero, el traje ajustado, la chaqueta impecable, el pelo corto, rozando el cuello de su camisa almidonada, Annemarie, la viajera empedernida, se vuelve no sólo otra sino también otro. Un frágil muchacho de mirada oblicua o una misteriosa mujer ante la cual se levanta siempre una sospecha, una mirada inquisitiva. “En cuanto se convenció de que yo no era un chico”, anota en Kabul, “la mujer se quitó el chador con ademán torpe”. Annemarie Schwarzenbach tendría escandalosos romances con la hija del embajador turco en Teherán y con la esposa del director de la delegación arqueológica francesa. Carson McCullers se enamoraría perdidamente de ella y ella, a su vez, de su gran amiga Erika Mann. Y por si esto no bastara, Annemarie Schwarzenbach tendría el coraje de escribir sobre su deseo hacia las mujeres, de traducir en gestos y palabras una transgresión tantas veces muda.
Andrógina, ambigua, extraordinariamente bella, su propio cuerpo se escabulle de todo intento por encasillarla y se fuga, aún hoy, hacia territorios vastos y lejanos. “Un bello ángel devastado”, diría de ella Thomas Mann. Y no es extraño que la definiera como un ser híbrido, inasible, más allá de las fronteras de lo humano. En cada una de las imágenes que se conservan de ella, Annemarie aparece con los ojos entrecerrados, como si algo de sí misma permaneciera para siempre en esa “noche de otro mundo”.
El viaje con Ella Maillart sería su último gran viaje. En plena ruta estalló la guerra y el rumbo inevitablemente se vio alterado. “El tiempo avanza a pasos de gigante desde que un suceso lejos de mi camino, la guerra, ha irrumpido asaltándonos como si fuéramos ciegos y sordos”, escribe Annemarie. Y esa guerra, tan lejos de Kabul pero tan cerca de casa, despertaría su inquietud y la arrastraría a sus viejos hábitos.
Pese a los esfuerzos de su compañera de viaje por disuadirla, Annemarie recayó en su adicción a la morfina. Y esto, a su vez, precipitó episodios de honda desesperación que tensionaron el viaje hasta volverlo insostenible. Las compañeras de ruta, tras dolorosas discusiones, se separaron. Maillart, que se había propuesto ser una suerte de salvadora de Annemarie, emprendió rumbo hacia la India y Annemarie Schwarzenbach, tras algunas semanas, decidió volver. La pregunta, sin embargo, era adónde volver. Su vieja Europa, la que ella había conocido, ya no existía.
El retorno de Annemarie Schwarzenbach a su Suiza natal no fue fácil. Las relaciones con sus padres, simpatizantes del nazismo, empeoraron estrepitosamente. Su vínculo con Klaus y Erika Mann se resintió por desacuerdos políticos. Y debido al curso de la guerra disminuyó el interés por sus crónicas y fotografías. Pero tampoco Annemarie era ya la misma. “Me queda la magia, el nombre, el corazón maravillosamente conmovido”, escribe muy cerca del final.
En medio de la guerra, el 7 de septiembre de 1942, Annemarie resuelve dar un paseo. Sube con su bicicleta hasta la cima de un monte en Engadina, el lugar donde pasaba los tibios veranos de su infancia, y decide, como la niña que había sido, dejarse llevar. Desde lo alto, las ruedas giran, su cuerpo tiembla, las manos se sueltan del manillar y un viento frío le golpea la cara. El ángel devastado acelera hacia su muerte. Annemarie Schwarzenbach tenía treinta y cuatro años cuando murió a causa de un fuerte golpe en la cabeza. Su mirada, sin embargo, seguiría viva, inscrita en cientos de fotografías y en las palabras que dan nombre a un libro excepcional: “Ciertamente, todos los caminos están abiertos”, escribe Annemarie, “y no llevan a ningún lugar, a ningún lugar”.