Columna Semanal
01 de marzo del 2017

Mientras meditaba sobre la importancia de la salud del cuerpo para la conquista de la felicidad, el doctor Felipe Barrios me ajustaba la columna vertebral de un tirón que iba de la cabeza a los pies. Es casi seguro que en un cuerpo con malestares físicos, la idea de la felicidad sea quizá opuesta a la de un cuerpo saludable. Los achaques tienen su propia dialéctica. Schopenhauer dice que para alcanzar la felicidad, es decir, ese estado de plenitud momentáneo, amenazado por infinitos pesares y fenómenos, es necesario un cuerpo saludable. La conciencia en un cuerpo enfermo o en uno no contento consigo mismo, transforma los dolores físicos en tormentos metafísicos. Cioran escribió en uno de sus Cuadernos que mientras visitaba al doctor por un malestar en la rodilla, que se expandía por toda la pierna, recayó en la revelación de que con los problemas físicos del cuerpo no se puede dialogar, mientras que con los del espíritu se puede mantener una perpetua conversación.

Pienso en la idea de que le damos tanta importancia al cuerpo, que sus sufrimientos los consideramos una condena, un castigo. Todas las religiones han criticado el cuerpo humano y sus vicios, y han condenado sus sufrimientos como un castigo merecido por las transgresiones o como una prueba de fe que recibirá sus recompensas en el otro mundo. Lázaro, que regresó del otro mundo, no dejó nada que pueda decirnos de su estancia ahí. En cambio, en el libro La vida después de la muerte, de Pin van Lommel, se detallan las visiones de pacientes que han regresado a la vida después de haber sido diagnosticados muertos. La vida les parece una ilusión que hay que vivir. Los filósofos que se inclinan por una ética ascética, como Platón, Epicuro, Diógenes de Sinope, Plotino, o los estoicos, como Séneca, Epicteto y Marco Aurelio, y más todavía filósofos cristianos como San Agustín, consideran al cuerpo como una cárcel y vehículo del mal si no se autocontrola y dirige con sabiduría y buen entendimiento. Es interesante reconocer que el cuerpo, bien conducido y educado para las empresas sublimes del entendimiento y el espíritu, es también una cadena que nos deja aparentemente libres, como a un perro al que se le ha domesticado, para luego, en pleno éxtasis de la libertad, sentir el irritante jalón de la cadena en la garganta. A la salud o enfermedad del cuerpo, le podemos sumar la intensa carga de incertidumbre sobre su duración. Es decir, no hay más temor que perder la salud o ver alargada la enfermedad hasta el día que acabe con nosotros. La muerte está siempre presente. Nacimos para morir, y porque morimos es que debemos vivir la vida como si mañana se nos fuese a arrebatar. Lo extraño aquí es que podemos teorizar infatigablemente sobre la vida que queremos vivir sin vivirla. “Los grandes perturbadores de la felicidad de nuestras vidas son nuestros deseos, pesares y temores, y el modo más certero y adecuado de evitarlos no es otro que la contemplación de la muerte”, sentencia Samuel Johnson en “Sobre las pasiones, la fe y la virtud”.

La muerte es la presencia siempre fiel de nuestro miedos, y no hay mayor miedo que el que surge de la idea de que vamos a morir y que no queremos hacerlo; de que desaparezcamos del mundo sin haber vivido lo que queríamos vivir. Los suicidas huyen de sí mismos, apresuran el momento de su extinción a toda prisa por no haber vivido lo querido: la muerte es su consuelo. Los suicidas se suicidan no porque desprecien la vida, sino porque desprecian seguir viviendo como viven, sugiere Schopenhauer. Porque a su consideración, la vida que ellos quieren no está en ellos ni en otra parte.

El miedo a la muerte inunda nuestro cerebro en los momentos en los que más queremos vivir, que suceden cuando nuestro cuerpo está en riesgo de perecer ya sea por un accidente o por una enfermedad. Sócrates, alabado por los más grandes moralistas, como Boecio o Montaigne, dijo que “filosofar es aprender a morir”; pero para ello es necesario aprender todos los días a vivir sabiendo que hemos de morir. Para bien vivir, hay que corregir la vida de los vicios y la enajenación propia. “Los que de verdad filosofan, Simmias, se ejercitan en morir, y el estar muertos es para estos individuos mínimamente temible (...), un hombre a quien veas irritarse por ir a morir, ése no es un filósofo, sino algún amigo del cuerpo”, dice Sócrates en el Fedón de Platón. Cabe resaltar aquí, que los más lúcidos filósofos del cuerpo, como Sócrates, Plotino o Nietzsche, no fueron agraciados por el destino para con su cuerpo. El primero tenía una barriga prominente y un rostro tosco, que según Nietzsche “anunciaba todos los vicios”; el segundo se humillaba a sí mismo por un rostro que le espantaba ver en un espejo o en el reflejo del agua; según su discípulo Porfirio, la parte que más aborrecía era su alargada nariz; el tercero, azotado por múltiples enfermedades desde niño, idealizó su temperamental razón en un superhombre que él nunca pudo ser; eso sí, todos ellos fueron grandes filósofos.

No siempre la belleza de un cuerpo habla de la belleza del alma, ni la del alma habla por la del cuerpo. La salud en un cuerpo tampoco habla de la cordura y profundidad del entendimiento de la vida, ni la teorización del cuerpo y la salud hacen un alma saludable. Es pues, que la vida dichosa, su salud y profundidad espiritual, se encuentra tan sólo en unos cuantos individuos. Habitamos una era de culto a la perfección del cuerpo vía los avances tecnológicos y estéticos; vemos por su perfección por medio de la medicina y reparamos en cómo alargar la vida lo más posible y curar al cuerpo de los males que lo atormentan; así también vivimos en una generación de hombres obesos y glotones. Es la era de la comida enlatada y conservada, del cáncer. ¿Requerimos una nueva visión de la salud exterior e interior? ¿Hasta qué punto la ciencia médica puede manipular la genética y determinar el carácter y la belleza de un cuerpo? Es ese uno de los problemas que debemos afrontar.

Somos únicos en el mundo; pero no todos se sienten únicos; o, todo lo contrario, la megalomanía de algunos los hace sentirse importantes a lado de “seres inferiores” que desearían estar en su lugar. No olvidemos pues, que el miedo a morir, a que nuestro ser y lo que ha sido de nuestra vida desaparezca, constituye nuestro mayor temor para vivir. Todos los días morimos. Y el recuerdo de la vida que hemos vivido desaparece con nuestra muerte, de ahí que deseemos que nuestras obras o hazañas permanezcan en la memoria de los vivos. Ese deseo de perdurar en la memoria de los otros es la mayor ambición del ser humano. La forma depende de las obras.

Una lección del sufrimiento corporal es que se requiere ser paciente con los dolores sino acaban con uno antes de tiempo. En los momentos en que cruzamos por una enfermedad letal, o cuando sufrimos indescriptiblemente por nuestra existencia, se nos hace clara la vanidad de las empresas cotidianas en las que antes desperdiciábamos la salud. “Tiene que ser muy bonito morir sano”, escribió Sándor Márai a los ochenta y cinco años en sus Diarios, cuatro años antes de suicidarse.

Alejandro Beteta
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  • Consejo editorial

Oaxaca, 1990. Estudió Humanidades en IIHUABJO. Es editor y ensayista. Correo-e: bufalott@hotmail.com

Fotografía de Alejandro Beteta

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