A mediados de los años 90s J.K Galbraith, economista américo-canadiense que fungiera como asesor económico de J. F. Kennedy, acuñó el concepto de “cultura de la satisfacción” para explicar por qué los electores americanos soportaban la tremenda desigualdad económica que los rodeaba (y los rodea). La razón, culturalmente compleja, es económicamente simple: porque los votantes estaban satisfechos con su american way of life. Remarco: los votantes, no los ciudadanos. Sólo la crisis económica de mediados de la década, causada por la especulación en activos de internet, fue capaz de cambiar la opinión de un electorado perplejo que buscó en el partido demócrata una solución a los problemas de la concentración de la riqueza. Los republicanos pagaron entonces el precio político de la desregularización voraz de Wall Street. Es un hecho que una burbuja especulativa puede hacer más para avivar al electorado crítico que los escritos de Karl Marx.
Nuestro país está a punto de enfrentarse al que quizá sea el proceso electoral más turbulento de su historia reciente, o más bien, la historia política de los últimos años se ha tornado irremediablemente turbulenta, trágicamente Costo político de la economía ilegítima y altamente peligrosa. El descontento social en el que habrán de desarrollarse las elecciones de junio tiene por lo menos dos explicaciones. Primera, la incapacidad del Estado para responder ante la violencia y el crimen organizado, lo que se ha traducido en incontables muestras de autoritarismo, impunidad y los consiguientes reclamos de justicia (¿tendremos que incluir la incapacidad ante los desastres como el que se vive actualmente en Coatzacoalcos? Me temo que sí, incapacidad y colusión con culpables). Segunda, el mediocre desempeño económico que se ha extendido por ya más de tres décadas bajo el modelo neoliberal, y se ha agravado en los últimos meses por una profunda caída en el precio del petróleo y la consiguiente devaluación del peso frente al dólar ¿Se reflejarán estos factores en las urnas el próximo 5 de junio? La respuesta depende de que tanto se haya mermado la satisfacción de los votantes. Remarco: los votantes, no los ciudadanos.
La pregunta importante es entonces: ¿quién vota en México? Históricamente en México la parte más significativa de los votantes la conforman quienes votan por coacción o recompensa y quienes votan por afiliación o dependencia a un partido. El voto duro del partidismo recalcitrante forjado de satisfacción e ignorancia. Peligrosa sinergia de tirano y sometido. Satisfechos y necesitados ya han “decidido” su voto. El voto crítico o informado sigue siendo excepcional. Aunque no es posible tener certeza sobre la magnitud de este último, pienso que dado el nivel de degradación de la fauna política, que se hace evidente en el circo electoral de actores, charadas y bestias, el voto nulo sería un buen indicador del nivel crítico de la ciudadanía. Votar por el menos malo para evitar al peor no es una estrategia democrática, es rendirse ante la podredumbre del sistema electoral. Rehuir al derecho al voto, por otro lado, es aceptar la imposición.
El panorama no es alentador. Con la participación electoral en picada, será un milagro si este año se alcanza el 50% de la lista nominal. Es decir, es de esperarse que, solamente en Oaxaca, cerca de un millón y medio de personas no ejerzan su derecho al voto, muchos por apatía o desencanto, otros tantos a manera de reclamo. Pocos serán los que lleven a las urnas su descontento. Si las tendencias no cambian viviremos otra jornada electoral de silenciosa insatisfacción, de sordera política, de ignorado boicot, de política mexicana...
Por primera vez desde 2008 la perspectiva económica mundial (es decir, de Estados Unidos) se presenta prometedora, al menos así se proyecta al exterior, ya que mientras la política monetaria del Imperio no regrese a su curso normal, poco podemos decir de la realidad de la economía americana. En todo caso algunas señales de alivio se vislumbran en el futuro próximo. ¿Podrá el gobierno en turno subirse al tren del vecino del norte para aumentar el número de los satisfechos en sus filas? Difícilmente este año, difícilmente con estos líderes. Las estimaciones de crecimiento para el país no dejan de caer y los cambios estructurales no dejan de revelar lo sesgado de sus promesas. El único resultado seguro será el crecimiento de la desigualdad.
La clase política está pensando ya en el panorama económico rumbo a 2018. O quizá no. Sólo piensan en las posibilidades pecuniarias del chapulinismo. Mientras el electorado no haga efectivo su descontento -mediante el voto informado o el voto nulo- los partidos políticos no tendrán motivos para cambiar el rumbo de nuestra peculiar cultura de la insatisfacción, de la que ellos forman la pequeña partidocracia satisfecha que no tiene motivos para cambiar nada, excepto que siempre querrán más.