Mujeres
30 de octubre del 2018

Simone Weil no pensó en comer. Se alimentó de su hambre y de su ayuno y se dejó morir. Era agosto de 1943, tenía treinta y cuatro años y trabajaba en Londres para la Francia libre cuando decidió no ingerir nada de lo que podía comerse en la Francia ocupada. Fue el último de una cadena de gestos con los que, a lo largo de su vida, intentó evitar el que para ella era el peor de los males: quedarse en la retaguardia.

Antes estuvo en Nueva York, adonde había huido para proteger a sus padres de la persecución nazi. Antes, en esa Marsella que fue su último refugio en Francia. Antes, arrebatada ante la Porciúncula de San Francisco de Asís. Antes, tras un fusil en la Guerra Civil española. Antes, triturada por los engranajes de las fábricas del sur de Francia. Antes, al frente de manifestaciones libertarias de la mano de los mineros y escribiendo en medios sindicales.

La niña que recitaba versos con su hermano para entretener las cenas familiares de una mansión parisina, la joven discípula de Alain y la estudiante de la École normale supérieure no tomaría el camino que parecía destinado a la hija de una familia judía, laica y burguesa de intelectuales. En lugar de perseguir un despacho en la Academia y dedicarse a divagar desde la comodidad de una poltrona, descubrió muy pronto la luz que orientaría su pensamiento: la verdad es experimental; sólo nos acercamos a la verdad mediante exploraciones. Esta certeza marcó su vida, regida por la determinación de situarse siempre en lo real, de pensar desde la experiencia, a la espera de la verdad. Y para Simone Weil la experiencia estaba esencialmente vinculada a la desdicha. Para contactar con lo real hemos de experimentar el límite, la necesidad, la desgracia que se nos impone en tanto que seres humanos, naturales y sociales.

En “La Ilíada o el poema de la fuerza”, uno de sus artículos más bellos y terribles, Weil nos acerca al peso de la realidad. La epopeya de Homero no era para ella un documento, sino “el más puro de los espejos” de la condición humana. Se adentra en ese espejo, lo desgrana, lo acaricia y en el centro no encuentra ni a Aquiles ni a Héctor, tampoco a Helena. Da con algo que está más acá de los héroes, más allá de cualquier partido que pueda tomarse en esta vida: se trata de la fuerza, el núcleo de la historia de la humanidad, de su desgracia.

Simone Weil decía que el imperio de la fuerza arrastra a los hombres, ya la ejerzan o la sufran. La fuerza atraviesa la naturaleza y la sociedad. La organización social nos libera de la opresión que nos imponen las fuerzas naturales, pero, por una terrible transferencia, redunda en una opresión aún más perversa: la de la vida social. Adopta entonces la forma de una carrera sin fin hacia el poder y se manifiesta en la guerra y en la esclavitud, y en cualquier forma de trabajo que nos aliene. La fuerza, escribe Weil, “matará seguramente, o matará quizá, o bien está suspendida sobre el ser al que en cualquier momento puede matar; de todas maneras, transforma al hombre en piedra. [...] Vive, tiene un alma, y sin embargo es una cosa. Ser muy extraño, una cosa que tiene un alma; extraño estado para el alma”. El hombre acaba inevitablemente petrificado por la fuerza, que aplasta a quien la sufre y embriaga a quien la ejerce. Obnubila, impide pensar, vuelve imposible la mesura. El ser humano esclaviza: un ser sometido a una fuerza deshumanizante.

Pero el poema es sabio, concluía Weil, y nos ofrece una enseñanza: no podemos dominar ni erradicar la fuerza, pero la conciencia de nuestro sometimiento y la vulnerabilidad común pueden ser los fundamentos de una sociedad más compasiva, siempre vigilante, alerta a los excesos en los que irremediablemente caerá, atenta a la tarea infinita de evitar y resarcir cualquier abuso.

Podría objetarse que nos ofrece una esperanza muy pequeña. La necesidad y la desgracia siempre existirán, una y otra vez habrá hambre, guerra y esclavitud. Pero “no se puede actuar sin saber lo que se quiere y qué obstáculos hay que vencer”. Y “no hay ninguna dificultad, una vez que se ha decidido actuar, en guardar intacta, en el plano de la acción, la misma esperanza que, como mostró un examen crítico no tiene apenas fundamento; es la esencia misma del valor”. A ese examen crítico, a conocer los mecanismos de la fuerza, a experimentar su dominio dedicó Simone Weil toda su alma, un alma que es y se sabe carne. Tampoco cejaría en mantener la esperanza, pues la gracia de una esperanza mínima puede oponer resistencia a la gravedad de una desgracia esencial.

Tras finalizar sus estudios académicos, Weil, a petición suya, enseñó filosofía en varias zonas industriales. Como no quería cobrar más que los obreros, repartía entre ellos el excedente de su salario. También les ofrecía clases, caminaba a su lado, pensaba con ellos y nunca —a diferencia de otros intelectuales— les mentía, pues consideraba que la verdad siempre es buena, la ilusión, funesta, y la mentira siempre política, uso del poder y, por tanto, sometimiento a la fuerza.

Compaginaba su docencia y su activismo con la escritura de sus Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social, donde, además de un análisis de los males de la época, trazaba una crítica a la ensoñación del marxismo con el progreso y reivindicaba la necesidad de pensar desde el materialismo más allá de Marx. Mientras redactaba esta obra albergaba un sueño antiguo, concebido ya en sus años de estudiante: pedir una excedencia para trabajar en una fábrica. Quería someter sus conclusiones a la prueba de lo real, quería experimentar en sí misma el calvario del proletariado. 1935 sería el año fabril, recogido en artículos, cartas y en su diario. Textos que Albert Camus, clave en el reconocimiento de la filósofa, editaría bajo el título La condición obrera. Como confesó a una amiga, ese año le permitió “escapar de un mundo de abstracciones y encontrarse con hombres reales, buenos o malos, pero de una bondad o maldad verdaderas”. Trabajó en una fundición y en una de las fábricas de Renault, y adaptó sus condiciones de vida a las de sus compañeros. En sus textos de este periodo encontramos, entre análisis y comentarios, el testimonio de su extenuación, la erosión intelectual, la sensación de esclavitud, el frío terrible de las grandes naves industriales, el ardor de los hornos, las pequeñas mezquindades entre compañeros y los momentos redentores de solidaridad. Asistimos a la experiencia de un ser humano absolutamente sometido, a quien le son hurtados su tiempo, su espacio, su ser interior, su capacidad de pensar, su dignidad. “He estado a punto de romperme. Casi lo he estado —mi coraje, el sentimiento de mi dignidad han sido poco a poco vencidos durante un periodo cuyo recuerdo me humillaría a no ser porque, hablando con propiedad, no he conservado el recuerdo. Me levantaba con angustia, iba a la fábrica con temor, trabajaba como una esclava, la pausa del mediodía era un desgarro”. Constataría que los obreros son exiliados en su propio país y descubriría que la sumisión genera obediencia, no rebeldía. “El pensamiento exige un esfuerzo casi milagroso para elevarse sobre las condiciones en las que se vive”. Ése sería el verdadero materialismo: comprender cómo en determinadas circunstancias apenas podemos pensar, entender lo tentadora y funesta que se vuelve, consciente o inconscientemente, la posibilidad de una alienación total.

Este primer contacto directo con la desgracia sería fundamental para ella. Si ya antes intuía el abismo que a menudo ha separado al pensamiento de la realidad, a partir de este momento sería implacable con toda idea que no se pusiera a prueba. Señalaría que los sueños ingenuos de cierta izquierda parten de una imaginación engañosa y son insostenibles desde el conocimiento experiencial. Esta convicción se profundizaría un año después, en 1936, tras el inicio de la Guerra Civil española. Pese a ser pacifista —al comprender que “no podía dejar de participar moralmente en esta guerra, es decir, de desear todos los días, a todas horas, la victoria de unos, la derrota de otros”— decidió alistarse. Acabó en la columna Durruti, en el frente de Aragón, aunque no duró mucho allí. Al abandonar las filas escribió Reflexiones para disgustar. Tanto en este texto como en alguna carta a Bernanos, Simone Weil señala cómo, al margen de que la legitimidad estuviera en un bando y no en el otro, el embrutecimiento había penetrado en ambos. Entre los suyos había visto cómo se mataba al enemigo incluso cuando se le pudo haber perdonado la vida. Había asistido al asesinato de un niño y había escuchado cómo los hombres comparaban con jactancia el número de muertos que arrastraban a sus espaldas. Probablemente fue por eso que, tiempo después, escribió que “las batallas no se deciden entre hombres que calculan, combinan, toman una resolución y la ejecutan, sino entre hombres despojados de esas facultades, transformados, rebajados al nivel de la materia inerte”. Ya años antes señalaba cómo la revolución tiende a mitificarse y se preguntaba si no sería más que una palabra vacía. Su análisis del lenguaje político la llevaría a señalar que hay nociones, tales como “democracia”, “nación” o “libertad” que a menudo son desprovistas de significado real e hinchadas de ficción por los de arriba para arrastrar por ríos de sangre a los de abajo.

El desarrollo de la filosofía de Simone Weil resultaba cada vez más incómodo para los suyos, para la izquierda. Su exigencia inagotable de coherencia y su negativa a parapetarse tras un sistema filosófico compacto la llevaban a abrir grietas aquí y allá. Por si eso no fuera poco, a raíz de varios viajes a Italia, Weil vivió una experiencia mística. En un primer momento sintió cómo algo más fuerte que ella la obligaba a arrodillarse. Más adelante supo que el pensamiento de la pasión de Cristo había entrado en ella para siempre. Este encuentro con Cristo, al que veía como paradigma de la esclavitud, no conllevó una conversión, sino una profundización con lo real a través de la atención y supuso su determinación de estar en el corazón de la Historia.

El dios en el que empezó a pensar Simone Weil era un dios ausente, un dios que se retira para dejar lugar a su creación, para abrir un espacio para nosotros. Un dios ausente, como el Bien que a menudo se aleja de este mundo. Pero que el Bien exista o no es una cuestión mucho menos importante que esta otra: nuestra alma está hambrienta de Bien, como el niño llora de hambre aunque no haya pan: “El peligro no es que el alma dude de si hay o no hay pan, sino que se persuada [...] de que no tiene hambre. […] La realidad de su hambre no es una creencia, es una certeza”. Tal vez el hambre de Bien era tan fuerte en Simone Weil que olvidó esa otra hambre natural que hace rugir nuestro estómago y nos reduce a animales voraces para poder vivir. Hay unos versos desgarradores de la Ilíada —que ella citaba con toda la compasión del mundo y sin un ápice de desprecio—,que ilustran nuestro sometimiento a ese aspecto de la fuerza natural: a la bella Niobe le habían sido arrebatados sus doce hijos, asesinados brutalmente por Apolo y Artemisa, pero “aun Niobe la de hermosa cabellera [...] pensó en comer, cuando se sintió fatigada por las lágrimas”. A Weil le había sido usurpada su tierra, la posibilidad de sufrir con sus prójimos. Pero ella —¡qué terrible!— no pensó en comer.

Andrea Palaudarias

Barcelona, 1985. Profesora de Filosofía en la Universidad Ramón Llull y en el Instituto Escolàpies Llúria. Trabaja en una tesis sobre Emmanuel Lévinas.

Fotografía de Andrea Palaudarias

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