México
10 de noviembre del 2016

Para un recién llegado al país, parece casi un acto de osadía plantearse siquiera escribir cualquier texto sobre lo último de la narrativa mexicana contemporánea que no empiece por rendir homenaje a sus grandes nombres del pasado siglo, los mismos que sonarían en boca de cualquier lector apercibido en la orilla europea de las letras hispanas. Pero toca callar ahora sobre Rulfo, Arreola, Fuentes, Ibargüengoitia y todos los demás para poder trazar un mapa urgente sobre el terreno, una cartografía útil que revele cuanto menos los principales accidentes y relieves de un paisaje, el de la nueva narrativa mexicana, que al día de hoy ofrece uno de los viajes más vastos y apasionantes de la literatura en castellano.

Trae en la maleta el viajero lecturas de maestros en activo de generaciones posteriores en varias editoriales españolas: las novelas de Jordi Soler en Mondadori, los relatos y las novelas de Guillermo Fadanelli y Daniel Sada en Anagrama, las novelas de Cristina Rivera Garza en Tusquets y Mario Bellatin en Alfaguara, los cuentos de Enrique Serna y Guillermo Arriaga en Páginas de Espuma o el ensayo del también narrador Leonardo da Jandra, publicado por Atalanta, la misma editorial que ha rescatado en los últimos años a escritores hasta entonces desconocidos en la península, como el singular Francisco Tario o el inclasificable Salvador Elizondo. Otros autores mexicanos como Juan Villoro, Jorge Volpi, Ana García Bergua, Ignacio Padilla o Rogelio Guedea han dejado su huella en las librerías españolas, pero llega uno a México y descubre que la talla de Villoro crece aún más entre sus compatriotas, que el institucional Volpi pierde fuelle en casa y en el boca a oreja, que Bergua es leída con cariño en su país o que Padilla y Guedea son aves raras en la narrativa mexicana actual, por su predilección —aunque no exclusiva— por el relato mínimo o, en el caso de Guedea, también por su feliz exilio en Nueva Zelanda y su obra poética.

Por si fuera poco, a cada encuentro con escritores, editores y críticos mexicanos surgen narradores del siglo xx poco conocidos para el lector peninsular, quien apenas tenía acceso a sus libros, pero que todos los inter-locutores presentan como imprescindibles en las letras mexicanas: José Revueltas, Agustín Yáñez y José Agustín son sólo tres ejemplos tan palmarios como significativos, sin olvidar a autoras como Mónica Lavín o Inés Arredondo ni a autores de culto, dicen, como Pablo Soler Frost. Por todo ello, escribo este artículo sin que me abandone esa extraña sensación de osadía y casi de insolencia, al tener tantas lagunas en el conocimiento de la narrativa mexicana contemporánea, pero lo escribo con el honesto convencimiento de que las pistas finales pueden resultar útiles para los lectores, tanto a los mexicanos como, sobre todo, a los que tengan acceso a esta revista desde otros países, ya que merece la pena detenerse en varios hallazgos que hacen de la nueva narrativa mexicana ese paisaje del que cosechar unos frutos cada vez más maduros y con la capacidad de esparcir semillas en la literatura de toda América Latina.

Sin embargo, tras dos meses en México, quien esto escribe ha observado con desencanto un muro invisible que parece mantener estabuladas todas las literaturas hispanoamericanas locales, como si en efecto fueran parques ajenos, vallados, y no árboles de una misma selva ingobernable: aparte de las previsibles vacas sagradas del canon editorial, apenas llegan títulos de autores emergentes españoles, argentinos, colombianos o chilenos a las librerías mexicanas, y no hay una permeabilidad real entre los espacios editoriales de los distintos países. Esa estrechez de miras hace cada vez más inaplazable superar prejuicios e inercias y poner en marcha una iniciativa editorial pan- hispana que le dé difusión y simultaneidad a los nuevos discursos éticos y estéticos expresados en nuestro idioma, con todos sus matices, pero enraizados en la misma cultura, tan esencialmente hispana como virtualmente condicionada por lo global. En ese sentido, cabe también sancionar cierta desconexión entre no pocos de los autores mexicanos nacidos, por marcar ya un corte desde este párrafo, a partir de los años 70. No hablaría de taifas ni bandos —aunque sí hay quienes parecen aglutinarse en torno a una u otra revista literaria o editorial— sino más bien de islas, un archipiélago disperso que la mirada extranjera contempla entre el asombro y el afán de descubrimiento, pero también libre de prejuicios y favores debidos.

La impresión se me hace más sólida cuantos más nombres anoto en mi lista de lecturas recientes, nombres de autores que, a menudo, no se conocen entre sí. Su trayectorias son dispares, pero en algunos casos han logrado trascender el ámbito mexicano y ser publicados en España. Pienso por ejemplo en dos autores importados por la filial madrileña de Sexto Piso —esa editorial que siempre siento que podría hacer más en su papel de puente literario entre ambos países—: Valeria Luiselli (1983) con Los ingrávidos, novela que cruzó el Atlántico avalada por la crítica local a pesar de tratarse de una obra irregular que, eso sí, delataba la seria formación literaria de su autora; y, con Arrastrar esa sombra, Emiliano Monge (1978), autor que dio luego un salto de envergadura con la novela El cielo árido, publicada por Mondadori. Pienso en la sempiterna campaña de conquista del mercado mexicano por parte de Anagrama —acometida también por la todopoderosa Planeta con su espaldarazo a Jorge Zepeda—, que parece guardar a cada tanto un hueco en su premio Herralde para autores mexicanos y de la casa como Guadalupe Nettel (1973), que acaba de recibir el galardón por su novela Después del invierno —tomando además el relevo de un compatriota, Alvaro Enrigue—, tras publicar otros títulos en la editorial catalana. Precisamente uno de ellos, el magnífico libro de relatos Pétalos y otras historias incómodas, me parece hasta la fecha el mejor de la autora, por encima del apenas correcto El matrimonio de los peces rojos, que se hizo el año pasado con el pequeño “Planeta” del cuento, el premio Ribera del Duero, que publica el sello especializado en el género Páginas de Espuma. Un caso similar es el del zacatecano afincado en Oaxaca Tryno Maldonado (1977), finalista del Herralde en su día con Temporada de caza para el león negro, una de sus obras menos logradas, si la comparamos con dos trabajos publicados por Alfaguara en México y que reflejan mejor su pulso narrativo, como el interesante libro de relatos Metales pesados o la novela Teoría de las catástrofes, más ambiciosa en cuanto a fondo y forma. Y pienso también en dos autores destacables que llegaron a bordo de pequeñas editoriales independientes, como el original y satírico Federico Guzmán (1977) en Lengua de Trapo, con los relatos de Los andantes y la novela Será mañana, o el prolífico Alberto Chimal (1970) y Siete, una selección de sus mejores cuentos en la editorial Salto de Página. Todos ellos ofrecen perfiles, temáticas, estilos y modos diferentes, incluso en su manera de estar y no estar en la sociedad mexicana: Luiselli en el ámbito académico de Estados Unidos; Monge plenamente consciente y activo frente a la difícil realidad mexicana; la nómada Nettel ya casi tan afrancesada como mexicana; Maldonado en su papel de agitador cultural en el margen desde Oaxaca; Guzmán de regreso a Coyoacán tras su aventura española y Chimal, militante de la narrativa breve y de género, como incansa-ble agente literario de sí mismo entre Ciudad de México y las redes sociales.

Marcadas ya estas derivas generales y señaladas las inevitables limitaciones de este artículo, me detendré ahora en cinco autores que, aun a riesgo de olvidar o ignorar a otros muchos que también puedan serlo —en mi otra lista de lecturas pendientes se acumulan nombres como Fernanda Melchor (1982), Daniel Espartaco (1977) o Eduardo Rabasa (1978)—, me parecen tan representativos de la nueva narrativa mexicana como para justificar este texto, o al menos los hitos más relevantes con los que me he topado al comenzar a trazar este mapa de las historias contadas por los escritores mexicanos nacidos en el último tercio del siglo pasado. Por sus motivos y temas, por su cercanía con el fragor de la realidad y su destreza al subvertirla, evocarla y convertirla en material de ficción, por sus variadas apuestas estéticas y por su iconoclasta genoma literario, tan diverso como genuino, estas cinco propuestas atesoran para quien esto escribe el mejor presente y futuro de la narrativa en este país, un presente marcado por la convulsión social, el descrédito del gobierno, la criminalización del estudiante insumiso y la violencia enquista- da a todos los niveles. Pero, en una sociedad que precisamente por transitar tan a menudo junto a la muerte rezuma un vitalismo tremendo, también un futuro en manos de una ciudadanía cada vez más hastiada y consciente, en manos de una juventud cada vez más valiente y formada que permite, aun en este tiempo de penumbra y duelo, tener esperanza en un México mejor. En cierto modo, estas cinco voces son el reflejo de ese seísmo constante que todo lo cuestiona y promete un cambio. Estas voces son los cinco colores más vivos que ha encontrado un lector extranjero para pintar su propio mural —necesariamente inacabado— de la nueva narrativa mexicana.

YURI HERRERA (HIDALGO, 1970)

Recuerdo pocos debuts literarios tan potentes e ilusionantes en la literatura hispanoamericana reciente como Trabajos del reino (2003), primera y épica novela de Yuri Herrera y también la primera novela mexicana, quizá, que por fin arrojaba una nueva forma de mirar y de contar la realidad del narco, la corrupción y el colapso de la Revolución hacia una dictadura camuflada. La editorial española Periférica —que acaba de publicar a otro autor mexicano (nacido en Argentina), Nicolás Cabral— rescató Trabajos del reino en 2008 y repitió con la monumental Señales que precederán al fin del mundo (2009) y La transmigración de los cuerpos (2013), por lo que ha sabido cuidar de este diamante cada vez más pulido, dueño de una prosa tan afilada como luminosa que respira verdades arcanas en cada imagen. Yuri Herrera logra ese milagro presente en Kawabata, Dostoievski o Faulkner: lograr que a través de una poética genuina cualquier historia local se convierta en parte del acervo universal.

ANTONIO ORTUÑO (GUADALAJARA, 1976)

En los relatos de El jardín japonés (2007) y La señora Rojo (2010), publicados en España por Páginas de Espuma, despuntaban los trazos fundamentales en la narrativa del tapatío: el ritmo eléctrico de su prosa, un sentido del humor digno del gran Ibargüengoitia pero con ración extra de acidez, y una capacidad innata para convertir lo que en otras manos quedaría en crónica social en material literario de altura. Su inteligente novela Recursos humanos (2007), finalista del Herralde, puso en evidencia a ese soporífero realismo “comprometido” que pretende hacer pasar por novela lo que a duras penas llega a panfleto intelectualoide. Con su último trabajo, La fila india (Océano, 2013), descarnada historia sobre un tema tan candente y solapado como el de la migración centroamericana y el racismo, Ortuño se reafirma como una voz incómoda —tanto para el poder como para los que miran a otro lado—, capaz de diseccionar el cadáver de la democracia mexicana.

DAVID MIKLOS (SAN ANTONIO, TEXAS, 1970)

Uno de los ejemplos más incomprensibles del extraño muro en el panorama editorial hispano: con varias novelas publicadas en su filial mexicana, Tusquets ha sido incapaz de presentar en España a uno de los escritores más singulares de su tiempo. Tras su trilogía de novelas cortas, La piel muerta (2005), La gente extraña (2006) y La hermana falsa (2008), David Miklos llegó al destilado perfecto de su alcohol literario con Brama (2012), nouvelle que trasciende el género erótico bajo el que se la presenta. Prodigio de concisión, lirismo y manejo de la tensión narrativa, Brama bastaría para que la figura de este autor, de un linaje tan americano como centroeuropeo en su prosa, desbordara de una vez por todas su marco local, tal y como lo hace ya en su literatura: Miklos ha publicado también la novela distópica No tendrás rostro (2013) y una pequeña joya, La vida triestina (Libros Magenta, 2010), híbrido entre el cuaderno de viajes y el libro de cuentos.

ALFREDO PEÑUELAS RIVAS (LEÓN, 1970)

Autor de un libro de relatos, Instantáneas sobre el fin del mundo (Basileia, 2002), Alfredo Peñuelas irrumpe de veras en la literatura mexicana con la novela La orfandad de la muerte (Jus, 2013), elogiada a ambos lados del Atlántico por lectores de la talla de Juan Villoro o Masoliver Ródenas. Apoyada en gran medida en eso que ha venido en llamarse autoficción, pues la novela narra el periplo de un escritor latino en viaje de estudios en Barcelona al que llamaremos Alfredo y a quien acompañaremos en su educación sentimental y literaria por la ciudad, La orfandad de la muerte va mucho más allá del autoretrato ficcionado. Novela torrencial y epistolar, homenaje lector a Cervantes, Homero, Nabokov o Cortázar, la obra de Peñuelas apunta varias virtudes en este autor defeño: una honestidad proverbial al contar, una prosa de calidad fotográfica al crear imágenes, una voz narrativa admirablemente sostenida y un estilo que, deudor de tantos, no se parece a ninguno.

PERGENTINO JOSÉ RUIZ (OAXACA, 1981)

Cabría la tentación de considerar original la obra de Pergentino José Ruiz por venir del mundo indígena y combinar la escritura en castellano y zapoteco, lengua en la que ha publicado otras obras. Pero sería de una miopía tremenda caer en ello con un libro de relatos como Hormigas rojas (Almadía, 2012), uno de esos secretos literarios de América Latina que merece ser revelado y compartido de boca en boca. Resulta difícil olvidar a Rulfo mientras uno lee a Pergentino, no por un canal temático ni estilístico directo entre ambos, pues donde Rulfo inventa un lenguaje para los indígenas de la Guerra Cristera, Pergentino recoge las astillas de su herencia zapoteca y las clava bajo la consciencia del lector. Es en la capacidad de síntesis y en el juego sim-bólico, y también en el peso literario específico de una obra breve, armada a su vez con piezas breves, en lo que Hormigas rojas recuerda al primer efecto de El llano en llamas. Y aún quedarnos en ello sería escatimarle la interpretación más justa a este libro mágico: su temperatura onírica, la bruma kafkiana en la que envuelve sus fábulas y la oralidad casi primigenia de sus personajes hacen de los cuentos de Pergentino una propuesta llamada a perdurar.

Frases
Sergi Bellver
  • Consejo editorial

Barcelona, 1971. Autor de los libros Agua dura (2013) y Variaciones sobre Budapest (2017), ha coordinado varias antologías de relatos y ha trabajado como editor, profesor de narrativa y crítico literario. Sitio web: www.sergibellver.com.

Fotografía de Sergi Bellver

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