¿Cómo explicártelo? Es simple y único.
Ninguna comparación con cualquier objeto natural ni con cualquier obra de arte serviría.
Era el azul con el que ella estaba vestida.
Eso debe bastar. En la total presencia de esa imagen ella y el azul son la misma cosa.
Son el símbolo de algo que no simboliza nada, que sólo se hace presente a sí mismo.
“Anticipación”, Figuraciones
Juan García Ponce
La búsqueda del absoluto parece ser cosa del pasado. Sin embargo, aún encuentro sentido en estas palabras que sirven de epígrafe a las siguientes líneas. Le pertenecen a uno de los escritores mexicanos que vivió en el centro de la polémica, que tuvo toda la atención que quiso (y no) y que hizo del juego, el placer y el simulacro el centro de su obra y sus actividades extraliterarias. Frente a ello, puede parecer contradictorio que se advierta, sobre todo en sus últimas obras, un esfuerzo tanto estilístico como temático por llegar a una expresión esencial. Como si todo lo que escribió antes hubiese sido sólo un pretexto para vivir o una tomadura de pelo para no tomarse él mismo tan en serio y así poder escribir en el espacio vacío donde habita aquello que le resultaba inaprensible. La belleza. El arte. Lo imposible. ¿Cómo hablar de ello si no es en términos absolutos? Creo que hay una aproximación parecida a una respuesta en el último periplo del quehacer literario de Juan García Ponce, principalmente en sus tres últimos libros de cuentos, Encuentros, Figuraciones y Cinco mujeres. Ahí se hallan, con una pureza formal irreverente, el apasionado existencialismo de Nietzsche y la exaltación de las vanguardias europeas. Desentrañar estas influencias y valorarlas a la luz de los tiempos actuales es una tarea urgente.
Recibí la invitación a escribir en este número dedicado a México y su literatura con la consigna de que sería dedicado a escritores preferentemente marginales o extravagantes, es decir, a quienes no pertenecieran al canon. Al elegir escribir sobre la obra de Juan García Ponce, pareciera que he desoído olímpicamente semejante criterio. No es así, y quisiera recordar la reflexión que hizo Susan Sontag hacia el 2002, cuando revisó la noción de un concepto tan evanescente como la belleza: “En la actualidad, el buen gusto parece una idea aún más retrógrada que la de belleza. El arte y la literatura, difíciles, austeros, de la modernidad parecen ya anticuados, una conspiración snob. La innovación es ahora relajación; el arte facilón actual ha dado luz verde a todo. En el ambiente cultural de años recientes que favorece el arte más fácil de usar, lo bello parece, si no obvio, pretencioso. La belleza continúa recibiendo una paliza en las denominadas, de modo absurdo, batallas culturales”. Reconozco que soy incapaz de argumentar mi elección con la sabiduría de la escritora norteamericana, pero al menos intentaré defender lo que considero una necesaria y fundamentada relectura de la obra de un escritor mexicano que me obliga a pensar en el significado de vanguardia y marginalidad. Veamos.
Recientemente el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC) realizó una amplia y muy oportuna retrospectiva sobre la llamada Generación de Medio Siglo. Desafío a la estabilidad expone la coyuntura en la que vivieron y convivieron artistas como Lilia Carrillo, Kati Horna, Alejandro Jodorowsky, Mathias Goeritz, Gunther Gerzso, Vicente Rojo, Juan García Ponce, Inés Arredondo, Sergio Pitol, Juan Vicente Melo, Manuel Felguérez, Salvador Elizondo, José de la Colina, Sergio Fernández, Carlos Monsiváis, entre muchos otros, quienes abrieron pautas creativas en pos de nuevos espacios culturales y diálogos interartísticos con los que daban la espalda a cualquier localismo o reduccionismo y pugnaban, en cambio, por quiebres y propuestas afirmativas, lúdicas y activas. Es decir, su estética fue una ética que exigía repensar y reformular conceptos como “arte”, “verdad”, “modernidad” o “realidad”, y que en plena década de los 60 habían caducado bajo lecturas dogmáticas que ya no respondían al nuevo espíritu de los tiempos: el cambio y la modernidad. Ése es el verdadero carácter vanguardista o de ruptura que podemos hallar, por ejemplo, en una de las revistas que fundaron, S.nob. Los museos no son espacios muertos en sí mismos; somos nosotros quienes les damos vida con nuestra visita, observación y exigencias, así como sucede al abrir un libro o una revista con un título a primera vista escandaloso, y leerlos.
Poco más de medio siglo después nos hallamos en un punto de inflexión transversal a todos los niveles de nuestra sociedad y nuestra idiosincrasia cultural, que ha llevado a los artistas a preguntarse nuevamente, por ejemplo, ¿qué significa ser original? o ¿qué significa ser transgresor? A finales de los años 30, con la lucidez que surge del trato directo con una realidad social opresiva, y no en círculos intelectuales, cocteles o fiestas, sean éstos del color que sean, Marina Tsvietáieva reflexiona: “El que no siente pasión por el transgresor —no es un poeta [...] Pero aquí los revolucionarios se equivocan: la revuelta interior del poeta no es una revuelta exterior”. Años después, García Ponce, con furor dionisiaco y desenfadada erudición, reflexionaba con su ficción mientras imaginaba en sus ensayos una estética donde la verdadera originalidad era hacer del simulacro, descaradamente conocido, la obra auténtica. Hoy, convertido ya en una figura canónica, leer sus ensayos y sus cuentos importa porque nos permite pensar sobre la pertinencia de los arrebatos creativos y las apuestas visionarias que pululan en el mercado del arte, ya que nuestro contexto sociopolítico y cultural no es el mismo de aquellos florecientes años sesenta, y exige otro tipo de atención al mundo por parte de los artistas para formular, y no reciclar, propuestas verdaderamente novedosas.
Es importante el reconocimiento de autores como los de la Ruptura porque inauguraron sendas creativas, y varios siguen buscando una independencia artística con la cual trascender el tiempo. Este rasgo es destacable: intentan sortear los límites temporales y vitalizar su pensamiento estético buscando nuevos senderos creativos o integrándose a otros sucesos culturales (Jodorowsky haciendo de las suyas en Twitter; Pitol, apoyando proyectos culturales desde el ámbito universitario). En este punto, cabe preguntarse ¿cómo ha llegado hasta nosotros la figura de Juan García Ponce? El gran pornógrafo de la literatura mexicana, lo reconocen algunos. No tenía rival en inteligencia y galanura, a decir de Elena Poniatowska en una celebración que le dedica, donde se permite ser más subjetiva que nunca. Escandaloso; el mejor amigo; libre y culto como pocos, afirman tantos más. Quizá no desmereció ninguno de esos apelativos, pero creo que es lo que menos importa a la hora de conocer nuestra literatura mexicana; sin duda alguna fue más que eso, y ese algo más está en la lectura de su obra y no en la del profuso anecdotario de una generación que fue paradigma de la juventud vanguardista del México contemporáneo, un anecdotario al que contribuyeron sus propios integrantes en más de una ocasión, alimentando hasta la grandilocuencia el mito de sus figuras. Era parte del espectáculo, como hoy han reconocido algunos, y ninguna generación anterior lo comprendió tan bien como ellos. Para una sociedad con crecientes intereses cosmopolitas, los de la Ruptura se convirtieron, en México, en símbolo y modelo del creador independiente. Y eso implicaba crearse una imagen. ¿No es acaso una de las identificaciones clave de la actualidad en el arte? La vanguardia actual le debe mucho a las transgresiones de las vanguardias del siglo pasado (el discurso paródico, el pastiche, el diseño gráfico, el uso de recursos provenientes del cómic, de la Nouvelle vague, del arte performance, etcétera), y creo que es pertinente encontrar los recursos críticos con los cuales sea cuestionada y no, apresuradamente, celebrada.
Hablar de tradición y de figuras canónicas no tendría por qué provocar, sobre todo en los jóvenes, miradas y reacciones cargadas de reproche. “Huele a viejo”, dicen algunos. Vivimos en la era del presente perpetuo, de la novedad insolente, de “filosofías” sobre la fugacidad y la fragmentariedad aptas para un mundo de asideros tan volátiles como ilusorios. Si nos atenemos a las etiquetas y clasificaciones necesarias para historiar los hechos y obras humanas, todo vanguardista o excéntrico —llámese Roberto Artl, Flann O’Brien, Antonin Artaud, Witold Gombrowicz o William Blake; Marina Abramovic o Hieronymus Bosch; David Lynch, Yazujiro Ozu o Jean Luc Godard— termina por encontrar su sitial y su cenáculo de fieles admiradores. Pero si enfocamos nuestra atención en la obra y por un momento dejamos de lado, entre otras cosas, la personalidad de quien le ha tocado en suerte ser enmarcado por la aceptación exitosa de la crítica o del gusto —jueces arbitrarios en más de una ocasión— hallaremos algunas fuentes que sirven para relacionar, comprender y cuestionar la profusa y multidisciplinaria creación literaria actual en México y vislumbrar su futuro. Vivimos un tiempo de transición que nos exige ser nuestros propios e implacables críticos y reconocer que la vida cultural contemporánea en México tiene antecedentes que siguen siendo paradigma para quien esté interesado en el panorama completo de las artes y quiera ser capaz de abrir nuevos caminos. ¿Qué es un creador?, se preguntaba Ernesto Sabato: “Es un hombre que en algo ‘perfectamente’ conocido encuentra aspectos desconocidos. Pero, sobre todo, es un exagerado”. Cuando el narrador argentino, conocido por la singularidad de su obra, la cual corrió pareja con su compromiso civil, declara que tiene fe en el escritor que escribe y no en las palabras sueltas de “eruditos, etimólogos y filólogos” ciegos, reivindica el lenguaje como algo vivo y reclama un imperativo humanista de larga data, dirigido al escritor pero que creo que nos convoca a todos: artistas, críticos, académicos y no académicos, lectores y no lectores, maestros, políticos, jóvenes, adultos y viejos.
Una perspectiva estética en el terreno de la literatura significa ser más críticos que nunca con las respuestas que los nuevos creadores nos ofrecen. Entonces, como ahora, y desde el contexto de una provincia que quiere abrirse al mundo, es pertinente hablar de tradición y canon no para dignificar tales términos en calidad de marmóreos sino para valorar la obra de los artistas emergentes con criterios estéticos que aspiren a la objetividad y se funden en el conocimiento de la historia literaria, reconociendo los quiebres habidos y los que faltan por haber. Insisto: los nuevos creadores se enfrentan a un escenario mucho más complejo si no caótico, dinámico pero —no nos engañemos— profundamente permeado por intereses relativistas, contingentes o prefabricados, en donde los medios de comunicación y las redes sociales determinan con suma parcialidad el gusto, el consumo y el mérito de una obra. Una lectura profunda y una creativa de vanguardia tendrían que atender la red de bifurcaciones que conformaron y siguen conformando el tránsito de individuos de genio y su rol en la sociedad que les tocó vivir, así como la lectura que, más tarde, los aglutinó en generaciones por un afán de clasificación y olvidó los contextos multifacéticos, como ayer la Ruptura y más atrás en el tiempo la vanguardia surrealista o la Francia del siglo xviii, similares al nuestro por su pujante transformación pero con necesidades sociopolíticas distintas: nuestra época exhibe crisis económicas cada vez más recurrentes e intereses aviesos o muy particulares que responden a cualquier otro imperativo menos al de la cultura y la educación humanista de su sociedad.
No ayuda en nada, en ningún ámbito, seguir cultivando el culto a la personalidad que aun con su carácter juguetón, es hermano del discurso de autoridad que momifica a los maestros y a los clásicos. Leerlos directamente en sus obras nos hace darnos cuenta que tienen el alma joven, están llenos de dudas y contradicciones, pero no dejan de estar alertas a las condiciones sociales de su entorno y muchos de ellos se esforzaron por ser coherentes en su obra y en su diario vivir. Esa es la lección de los maestros, clásicos o marginales, ante quienes vale la pena detenerse y escuchar. Es necesario reconocer que varios integrantes de aquella vanguardia fueron privilegiados porque tuvieron los medios económicos personales para sufragar sus andanzas o porque tuvieron la suerte (esto es importante) y no sólo el talento para disfrutar de las circunstancias económicas y culturales adecuadas (la habitación propia de la que habla Woolf) y así dedicarse al arte. Muchos jóvenes vanguardistas incipientes se enfrentan a un contexto sumamente competitivo, más que nunca determinado por políticas privadas y un progresivo e imparable abismo económico entre las clases sociales que limita su acceso a las más indispensables fuentes del conocimiento, que les impide viajar para ampliar sus horizontes culturales o comprar los instrumentos necesarios para su oficio o para su formación artística, además de cubrir su alimentación y necesidades básicas, y tantos otros obstáculos que han de sortear para lograr cultivar y retroalimentar sus dotes creativas y expresarlas con autonomía y solvencia estética. Esta no es una historia nueva; es la historia del arte y la literatura a lo largo del tiempo, pero es esencial conocerla justamente porque son necesarios los cambios. Los círculos cerrados siguen existiendo, llámese academia, colectivo de artistas, librerías, editoriales o talleres. ¿Pero hasta dónde es posible que desde sus prerrogativas como grupos fomenten una cultura humanista? La pregunta sigue en el aire porque es necesario seguir imaginando y llevando a cabo acciones que sean respuestas concretas. Mientras tanto, por ejemplo, en las vetustas bibliotecas, públicas heroínas silenciosas en tiempos de cruda privatización, se pueden conocer algunas historias que nos encaminen a esbozar otras más...
Las novelas de Juan García Ponce, aquellas donde las protagonistas son “Lolitas” citadinas que rivalizan en guiños y avidez sexual con el más hábil seductor son de sobra conocidas. No obstante, el escritor yucateco cultivó otros géneros como el relato breve, la novela corta, el ensayo e incluso la dramaturgia y el guión cine-matográfico, donde desplegó otros intereses para los cuales es posible advertir un hilo conductor: el instinto visual. García Ponce escribió como si existiera en él un apetito indomeñable de tocar todo aquello que capturaban sus ojos. Pero no es la suya una mirada ingenua que sólo se abre al deseo, sino que está formada en una vasta cultura visual que alimentó con paciencia de coleccionista y obsesión de amante. Para varios vanguardistas, si no es que a todos, la Forma y el Espacio eran sus mayores preocupaciones artísticas y la cultura clásica fue el basamento de sus airosos descubrimientos. Pensemos en las texturas y los relieves de Gunther Gerzso, en las figuras femeninas de Roger von Gunten, en los collages de Alberto Gironella, en las experimentaciones formales de Salvador Elizondo, en las forjas de Felguérez, tras las cuales se esconden preocupaciones sobre la naturaleza del mal, la actualidad de lo clásico, el misterio de lo banal, la soledad, el enmascaramiento, la transgresión de lo grotesco. Sus obras o sus proyectos artísticos funcionan como signos o señales de las que tanto gustaban, que revelan su preocupación por encontrar un enfoque distinto de la realidad: ¿cómo mirar, cómo situarse de otro modo para contar lo mismo?, se preguntaron; ¿cómo sustraer la esencia del mito no para elevarlo sino para tocarlo sin pudor, con irreverencia y coloquialismo, o para convertirlo en materia que dé vida a la superficie? Esto requiere ejercitar (no saturar) la facultad del ver; “pensar con imágenes” como recomienda Italo Calvino. Los años 60 y 70 en México fueron convulsos a nivel sociopolítico, y el contenido, el tema, el mensaje directo fue para buena parte de los artistas, el centro de gravitación de su quehacer artístico. Los integrantes de la Ruptura apostaron por derroteros elusivos y especulativos que aparentaban ser banales o elitistas, pero que tras una lectura cuidadosa se revelan fundamentados en una amplia cultura clásica y filosófica, ventana por la cual están poniendo atención a lo que también sucede en el mundo, en la realidad.
¿Cómo se hace posible el tacto con la palabra? En sus últimos cuentos, García Ponce se concentra más que nunca en crear una respuesta a través de la descripción; es decir, a través de la Forma. Quiere narrar sus historias por medio de una descripción significativa. No acumulativa ni profusa, representativa o simbólica; más bien, intensiva. Es decir, la semántica del signo condensada al extremo en la forma. ¿Dónde si no en el cuento es que podría revelar el trazo breve de una ficción imaginada? Es ahí donde se vincula con el arte abstracto. En su novelística cita expresamente sus referencias al arte pictórico (Paul Klee, Klossowsky, Rojo) o sus heroínas representan sin ambages alguna figura femenina de sus artistas predilectos, como las de Balthus —otro insigne excéntrico. Pero en sus cuentos quiere ir más allá con el artificio de la palabra. En sus cuentos quiere convertirse en un fabulador que narra como si dibujara la línea por donde avanza el funambulista. Pretende que habite la figura humana en el espacio de la hoja en blanco, que es el lienzo de su memoria, su ensueño o su fantasía. Decide despojarla de su humanidad (¿de su máscara?, ¿es que estamos ante un escritor dibujando un desnudo existencia!?) y mostrarla como figura, como un objeto. Entonces el color da vida a la sensación; la línea, el trazo, da vida al movimiento, a la acción de los personajes; la visión del creador/espectador es el motor de la historia, y no la secuencialidad de las acciones. “La percepción dispone del espacio en la exacta proporción en que la acción dispone del tiempo”, observa Deleuze tras las huellas del pensamiento de Bergson sobre el cine, y nosotros, al leer a ambos, podemos entrever los vasos comunicantes del tiempo y del pensar humanos. La creación es una comprensión que levita como una idea en el fondo de la mente del creador, pero que no ofrece un sentido exacto o último o hacia la cual no hay que dejarnos seducir ciegamente; su sentido está, al menos en la obra de este tipo de creadores, en el artificio que es sostener una idea como una imagen en sí misma. Es la imagen detenida, la contemplación pura que causa vértigo, y que la voz del poeta transfigurada en Broch nos revela, como en un sueño, la caducidad de la vida, el vacío liminal del espacio en que existimos, su permanente misterio y los engaños y máscaras que nos creamos para cruzar.
Hace falta leer más la obra de un escritor canónico como Juan García Ponce porque hace falta visualizar su obra si vivimos con sentido nuestra cultura de la imagen. Principalmente, sus cuentos y sus ensayos. Creo que de eso se trata la verdadera actitud vanguardista. Olvidarnos un rato de la figura pública, de la ingente suma de anécdotas e historias en torno a él y su generación, de sus poses y acciones irreverentes, de su vanidad de escritor. Una vez escuché a alguien decir que todo escritor necesita tener un gran ego para poder serlo. Aún sigo creyendo que no necesariamente. Pero sí creo que hay algunos escritores que necesitan que ese gran ego sea público. Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Jean Paul Sartre, Tom Wolfe, Octavio Paz, encarnan ese modelo. Y García Ponce también. No obstante, hay otros que representan lo contrario, incluso dentro de esa misma generación: José Emilio Pacheco, Salvador Elizondo, Juan Carlos Onetti. ¿De qué se trata entonces? De leerlos. Al final de cuentas, se trata de leer sus obras. Se trata de literatura. No de vidas, fechas, amores, reyertas intelectuales tras bambalinas o acumulación de citas cultas. Sino de instantes sublimes como aquel que se le revela a un soldado anónimo una noche de invierno rusa. De los grandes escritores de la posguerra a quienes García Ponce dedicó —ahí sí, sin ninguna pose o insolencia propia de galán— su erudición y su generosidad al traducirlos y difundirlos en nuestro país. Creo que sus novelas están sobreestimadas y que el tema pornográfico que tanto han ensalzado los que han escrito sobre él, se agota muy pronto, convirtiéndose en una fórmula de personajes y situaciones. ¿es ése el truco que García Ponce nos quiere contar?, ¿cómo, al final de cuentas, el sexo es sólo una sucesión de posiciones entre dos o tres o cuatro figuras —no personas ni personajes— que por azares de un destino caprichoso o un pretexto insólito —un gato, por ejemplo— unen sus cuerpos y se sacian momentáneamente, o poco más de un instante, sus deseos e inquietudes, esas sí, muy humanas? Late en el fondo de su obra un tono irónico o sarcástico. Sí, claro. Estribillos, repeticiones, asociaciones gratuitas, imágenes duplicadas en cuentos como “Envío”, “Descripciones”, “Rito” o “Un día en la vida de Julia” suman una reflexión descriptiva del metalenguaje del arte: es la niña y la japonesa de Balthus, que se miran en un espejo como en un vacío o un color, son los gemelos de Musil bajo el Árbol del conocimiento, es la línea de un escote como una escalera de Barragán o el pretexto de una tangente; es el tiempo narrado al paso caprichoso de la Catherine de Truffaut, es el vórtice que prefigura un voyeur que se ha salido del marco de un lienzo de Klee. Suelta la madeja del relato como si se burlase del acto mismo de contar historias, prefigurando a creadores como Lars von Trier, por ejemplo, con un acto que cae en el vacío del sinsentido o de la sordera si no fuera por unos pocos instantes trascendentales y, por lo mismo, efímeros e inenarrables. Hace el intento no por un falso idealismo o un decadente espíritu romántico; acaso sea mejor llamarlo un realista que observa la mística invisible del mundo, inaprehensible y, por ello, tentadora. La pregunta tras una lectura actual es: ¿lo logra? ¿Logra superarse a sí mismo, superar su consabida erudición y dibujar a la mujer o dibujar la idea? ¿Es un prestidigitador, un creador o un erudito? Pero más importante aún: ¿se sostiene su lectura hoy? y, ¿quiénes son hoy los creadores que lúcidamente lo logran? Las máscaras y las trampas son más engañosas, seductoras y poderosas que nunca, ante lo cual me ayuda leer a aquel poeta nacido en Sevilla que me conduce casi de la mano a José Emilio Pacheco, sabios andariegos ambos, que me recuerdan que su generación no fue culta por saber mucho (y sabían demasiado), sino por saber que el conocimiento nos sobrepasa; que hay compromisos para los cuales las palabras no bastan; que la verdad y la belleza son inalcanzables, mas ir en pos de ellas es nuestra condena eterna, pero que el arte es largo, y además, no importa...