España - México
08 de octubre del 2016

México es una potencia cultural. No hay mayor fortaleza para el futuro del país si pensamos en las posibilidades que nos brinda la amalgama de identidades que lo constituyen. Si a ello sumamos una geografía rica y de naturaleza megadiversa, los únicos límites seremos nosotros mismos. En términos de geopolítica, tenemos la frontera más transitada del planeta y somos la nación con mayor número de hispanoparlantes en el universo de los quinientos millones que componen el territorio del idioma español. Frente a la juventud de otras naciones del área, la mexicana es heredera de un linaje ancestral, cuyo peso es suficiente para mirarnos al espejo con la dignidad que nos pertenece y no con la aspiración de parecernos a todo lo que nos empeñamos, sin descanso, en imitar. La cultura popular global se nutre de nosotros, y, sin embargo, no hacemos nada por salvar aquello que nos hace distintos. Si el idioma une a Hispanoamérica, la diversidad cultural nos convierte en una posibilidad de diálogo, cooperación y futuros de bienestar común.

Desde que nos inventamos como Estado-nación, hemos ido recogiendo lo mejor de la tradición política de Occidente, hemos adoptado las formas producidas por la Revolución industrial y, al mismo tiempo, hicimos una revolución agrícola. Simultáneamente excluimos valores propios, como la cultura de la restitución del daño o la vida asamblearia que poseían muchas sociedades prehispánicas. Entre el siglo XX y el siglo XXI, pasamos de una sociedad productora a una sociedad de servicios. Sin embargo, y a pesar de las sucesivas reformas de Estado, la marginación y la pobreza continúan ganando capas de grosor como caldo de cultivo ideal para la violencia, la corrupción y el resentimiento identitario. No hemos sido capaces de quitarnos de encima el trauma que nos producen nuestros vecinos y nuestros conquistadores. Aún no encontramos donde acomodarlos cuando los amodiamos y los amorrecemos. Mientras que hacia el interior del país nos debatimos entre construir instituciones o destruir la biblioteca, los sentimientos encontrados que nos producen España y los Estados Unidos, ciegan la posibilidad de mirarnos las piernas y los distintos caminos que tenemos enfrente.

Llamamos madre patria a un país al que seguimos acusando de las desgracias sucedidas hace quinientos años, y nos es imposible tolerar la imagen del conquistador Hernán Cortés, mientras que a los españoles les trae sin cuidado ese nombre, que les dice muy poco. Nosotros nombramos un mar; ellos apenas una pequeña calle.

Por razones distintas, a España le tiene sin cuidado haber sido conquistada por Roma. Mientras Carlos V decidió desterrar en su propio reino la memoria del conquistador, sin ninguna culpa la cultura española se siente heredera de la conquista de Roma y de Grecia y de la tradición judeocristiana y árabe. Tradiciones, por cierto, que a los mexicanos nos pertenecen por herencia, y que también llegaron con los barcos que trajeron la viruela, la literatura, la cartografía y las armas. Nosotros les regalamos el chocolate para el prestigio de los suizos, el tomate como base de la dieta mediterránea, los metales con los que se financió el mundo durante tres siglos y, además, gran parte de la herbolaria que reinventó la medicina.

Hay algo en la historia que no nos ha permitido digerir La Conquista como parte de un proceso por el que atraviesan todas las civilizaciones, y que, después de doscientos años de vida independiente, tendría que haber producido formas de corregir las heridas de la amalgama y limar las asperezas de esa extraña piedra que somos. Decía Antonio Tabucchi que el futuro tiene un corazón antiguo, y habría que agregar que ese futuro merece un estómago nuevo. En nuestro corazón y estómago se fermenta lentamente algo tan poderoso que nos destruirá o nos salvará.

No reconocer lo heredado por España sería cortarnos literalmente la lengua, la antesala de cualquier órgano vital. Cuando reclamamos los daños de la historia, lo hacemos en español: un idioma adquirido que se ha convertido en nuestro principal vehículo de comunicación, y en el mejor instrumento de influencia cultural en el mundo. El idioma más hablado en México es también una identidad que enlaza nuestras identidades, que abre espacios de cohesión y que involuntariamente significa un modo de penetración en los centros nodales de los antiguos territorios mexicanos en los Estados Unidos. Lo que no nos da la planeación, nos lo regala nuestra naturaleza.

Como instrumento de cohesión social basta ver las prácticas del Teatro de sombras, que en Guanajuato se trabaja para la inclusión de los ciegos; el admirable trabajo que Arturo Morell realiza en las cárceles mexicanas para producir verdaderos fenómenos de readaptación a partir de la música y los textos de Cervantes; o lo que en las comunidades de Oaxaca está haciendo Leonardo da Jandra con la producción de pensamiento crítico y literatura a partir de las llamadas Jornadas Vasconcelianas.

Si en la década de los 90 dimos la espalda a América Latina para poner casi toda nuestra atención a los vecinos del norte, quizá el siglo XXI servirá para asumir nuevas formas de sumar bloques que permitan mirar de forma panóptica hacia todos los puntos cardinales. El idioma español nos vuelve un centro dominante entre los países de habla hispana (el continente idiomático más grande del mundo), al mismo tiempo que vuelve coincidente a la lengua con la geografía cuando hablamos de la potencia de posibilidades llamada América Latina. En el mismo sentido, el español abre las puertas como segunda minoría no sólo en los antiguos territorios mexicanos, sino también en la mayoría de las principales ciudades estadounidenses. En el mismo sentido, el idioma es determinante en la vida cultural y económica de Brasil; extiende desde España una zona enorme de influencia en Francia y Marruecos; tiene una fuerte base en el continente africano, con más de diez millones de hispanoparlantes, y posee zonas de influencia en Asia (Turquía, Filipinas e Israel con grandes comunidades y lenguas herederas del castellano, como lo son el ladino y el chabacano), pero además con presencia en países tan distintos como Irán, India, Japón y China. Si en el corazón de este fenómeno idiomático ponemos la coincidencia geopolítica, la potencia de posibilidades llamada América Latina se traduce en una fortaleza casi inigualable. Inevitablemente, México queda colocado en el centro de un plano cartesiano que enlaza al Norte y al Sur, al mismo tiempo que traza un eje que une a los hemisferios.

El instrumento geopolítico-cultural que tenemos en las manos es muy superior al de la francofonía o la Commonwealth, y, pensando que la impuntualidad no es siempre sinónimo del final, quizá es tiempo de hacer del idioma (eso que nos vuelve potencia cultural) también un instrumento económico, un proyecto de cohesión social y, aprovechando nuestro multiculturalismo, una herramienta más para la recomposición del tejido y el pacto social.

Más allá de los modelos geográficos (Unión Europea, Tigres Asiáticos, Norteamérica), más allá de los organismos internacionales (ONU, OEA, CEPAL, OCDE, SEGIB), más allá de los clubes económicos (G20, G8, OCDE, Davos), más allá del consorcio internacional del crimen y el tráfico de drogas, nuestro país puede ser el motor de un sistema internacional que se centre, precisamente, en el poder cultural y económico del idioma y las identidades que lo aglutinan. Si la tan temida China (cuyos cimientos y poder de influencia se nutren de una civilización milenaria) representa alrededor del 12% del PIB global, la suma de los países que hablamos español, más los hispanoparlantes en Brasil y Estados Unidos, representamos poco más del 10% del PIB global. Nada desdeñable si en México nos atrevemos a mirarnos como lo que somos: ese país que encarna el peso de una cultura milenaria, cuyas tradiciones se nutren de una diversidad de lenguas, civilizaciones y cosmogonías aún vivas y manifiestas, que al mismo tiempo se amalgaman en el Estado-nación que más hispanoparlantes tiene en el bloque cultural que Carlos Fuentes denominó como el Territorio de la Mancha.

Aquello que somos adentro puede volvernos estratégicos afuera, en la comunidad global. Hablo del idioma como símbolo de identidad, y la cultura como símbolo de la diversidad. Por nuestra condición geográfica, funcionar en bloque cultural a partir del idioma, facilita el entendimiento, potencia la cooperación para el desarrollo y abre las puertas para el desarrollo de instituciones compartidas.

Nuestra condición mestiza puede resultar clave en un mundo híbrido, donde la cultura hará la diferencia, y la comunicación (la lengua) el modo de construir comunidad.

Frases
Pablo Raphael
  • Escritores invitados

Ciudad de México, 1970. Estudió Ciencias Políticas en la Universidad Iberoamericana y ha sido colaborador del diario El Universal y de Revuelta, Confabulario y Quimera. Su libro Agenda del suicidio recibió el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen; es autor de la novela Armadura para un hombre solo y el ensayo La fábrica del lenguaje, S.A.

Fotografía de Pablo Raphael

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