Se puede caminar hacia el futuro desviando un poco la cara. Jean Rostand
La idea de que el ensayo es un género inacabado, azaroso e irresponsable, es propia de aquellos que lo nombran con una determinación caprichosa y relativa. La defensa de que el ensayo es una forma literaria que se adapta a los presupuestos subjetivos del ensayista, como lo hizo Montaigne en su tiempo, y como lo pretenden hacer ahora algunos de nuestros ensayistas, es irrisoria; y, sin embargo, propositiva: despierta el interés de afirmar una concepción literaria personal. Montaigne, Shakespeare, Dante y Goethe, son maestros de su género y del espíritu. Su invención no puede repetirse y cada artista debe forjar, en la medida de sus deseos, su propia impronta: en ello radica la pasión de su genio, la capacidad de sustraer del interior algo digno de ser leído y apreciado.
Por un lado se encuentran los que abogan por la ruptura de la tradición y, por el otro, los que se inclinan por la permanencia de la misma. Valdría decir que sólo se innova desde los presupuestos de una tradición: la mutación de valores. Nada permanece por siempre, el tiempo y la memoria se encargan de hacer olvidar y revivir las veces que les plazca las cosas que nos guían en la vida. Todo muta. Los valores y las estéticas van cambiando. Los sentimientos y las determinaciones intelectuales se van modificando por la experiencia que cada artista o pensador extrae de su existencia en el mundo. Cada generación o época lee de manera diferente a los clásicos. Cada generación los reinventa y los reinterpreta. Y la discusión que Luigi Amara hace del ensayo pone en entredicho un estilo de expresión difícilmente moldeable a un encasillamiento, pero que ha sido encasillado con términos desagradables para unos, y aceptables para otros. Amara, uno de los ensayistas actuales con más ímpetu en defender su impronta, propone una tesis difícil de defender en alguno de sus puntos, tesis que, sin embargo, tiene derecho a existir.
La pasión que siente Amara por el género, lo ha llevado a decir una serie de objeciones un tanto ingeniosas; éstas buscan situarse como la mosca (como le llamaba Pascal a Montaigne) o el tábano (como le decían a Sócrates) en la conciencia del lector. La defensa del “ensayo ensayo”, que según él, practicaba Montaigne, ha sido desechada por Heriberto Yépez y Rafael Lemus. Los dos críticos se lanzaron a la yugular de este romántico de lo profundo en lo superfluo. El enamorado de las apariencias sutiles sabe que vale más el ave que se posa en la estatua que la estatua misma. Sin embargo, las objeciones que los tres hacen sobre el ensayo son igualmente válidas. ¿Quién tiene razón? Es algo que el lector podrá decir por su propia cuenta.
La disputa del género ha sido tema de estudio. Hay libros eruditos que tratan el ensayo de manera rigurosa. Sin embargo, no son ensayos, dice Amara, para refutar el gusto y el estilo. “El estilo es el hombre”, dice Buffon; consigna de Amara para validar el “ensayo ensayo”. En el afán por la precisión y el rigor, el escritor le da la espalda a la intuición y a la creatividad poética, creyendo que con ello logra penetrar un mundo serio y esquemático para comprender mejor el universo. Pero como suele suceder, los encasillamientos difícilmente pueden mantener a la bestia de la creatividad. “Pasa tal vez que la libertad con que discurre el género ha contagiado nuestro vocabulario y entonces cualquier texto en prosa, desde el artículo de periódico hasta la tesis académica, desde el comentario político hasta en últimas fechas la novela, se consideran ensayos”,1 dice Amara. El disgusto de Amara va más allá del título que se les da a esos escritos, ya que apuesta por la imaginación, la invención y la escritura experimental. En su texto, como en el resto de su obra, la ironía y la sátira cumplen un papel importante. En su lucha por tomar las riendas de su estética, Amara defiende y define, aunque dice que sí y luego que no, al ensayo: es tentativo, es elusivo, es errante, no tiene dirección alguna, es prosa de ideas sueltas y vagas, con conexión o sin conexión, con estructura o sin estructura. Con el ensayo, recuperando las reglas morales y del gusto personal —¿Séneca y Montaigne?—, se busca el conocimiento de sí mismo, sabiendo que no se llega nunca a estar del todo cómodo: ¿el yo es una especie de ficción reconfortante y del cual parten las seguridades por las que nos conducimos en este universo de ilusiones y aparentes verdades?
El acento subjetivo y la sinuosidad tentadora son dos facultades que la ensayística actual ha perdido para petrificarse en el academicismo impersonal y la palabrería, piensan Amara y Abenshushan. No veo gran problema en esta dinámica que pensadores asistemáticos —como podrían serlo Amara, Yépez, Lemus y Abenshushan— serios han llevado a cabo. El monstruo que combate Amara es la rigidez del método académico de la escritura y la proliferación de textos fuera de los postulados que él maneja, como lo podrían ser los miles de textos insustanciales y mediáticos que se escriben cada año por redactores y publicitarios. Y es por ello que tanto Lemus y Yépez saltaron de los nervios que les provocó tremenda tesis. Ya que ellos, cada vez más, tienden a ser académicos; pero tampoco olvidan que son inventivos. A nadie le gusta que le muevan la silla.
“Como una serpiente fue que Chesterton sintió que se deslizaba el ensayo: sinuoso y suave, errabundo y a veces viperino. El ensayo, al igual que la serpiente, tienta y es tentativo; no se anda por las ramas sino que avanza por tanteos”,2 dice Amara recuperando la metáfora de Chesterton y no la de Reyes. La nadería, lo experimental, el tanteo y lo híbrido, no son más que términos confusos que poco dicen de la actividad ensayística y del ensayo como tal. Que Montaigne haya definido su gusto y su estilo con ciertos términos y afinidades, el yo escéptico y juguetón, el yo estoico y moral, no tienen por qué ser la canónica de la ensayística. La rigidez de la canónica defendida por los espíritus más estériles puede tornarse una cadena de disgustos, y Amara lo sabe. Y aunque defiende ciertos criterios, no se queda anclado en ellos (como lo ha hecho creer Yépez). Evidentemente se considera un espíritu creativo, que ve, como Montaigne, al enemigo en la especialización y la erudición. Vivir esclavizado a un tema, creyendo que sólo ahí se puede encontrar el misterio del mundo, no es vida, diría Montaigne (las enseñanzas aristotélicas-cristianas de los escolásticos irritaban al francés). En su lucha por desacreditar la aburrida educación de los conceptos, categorías y dogmas, Montaigne cometió uno de sus arrebatos menos perdonables: encontraba más sabiduría y vida en los campesinos ignorantes que en una academia de eruditos sabelotodo, ignorantes del sufrimiento, la felicidad y el mundo. En este detalle, profundamente egocéntrico, Montaigne muestra la comicidad y la amargura; al igual que él, Rousseau y Cioran encarnan el mismo desenfreno por huir de la incomodidad intelectual a la ingenua sabiduría de los campesinos. El buen salvaje, poseedor de una filosofía de la vida sigue seduciendo a quienes encuentran más belleza en la naturaleza que en la cotidianidad de una triste ciudad que empobrece la personalidad y el misterio del hombre. Amara, para contradecir esto, poetiza el contacto con lo misterioso en un paseo por la ciudad.
Pero Montaigne es sabio, y representa una dualidad difícil de unir y que los más grandes filósofos, desde Sócrates, Pitágoras, Diógenes, Platón, Séneca, Kant, Schopenhauer y Nietzsche trataron de hacer: la educación de sí mismos a través de su razón y el cuestionamiento de las costumbres y los valores. La educación de sí mismos sin manifestar el prejuicio como base de sus andanzas por el mundo: pilar del principio filosófico. Vivian como enseñaban, y enseñaban de acuerdo a como vivían. “Yo estimo tanto más a un filósofo cuanto más posibilidades tiene de dar ejemplo. No me cabe duda de que con el ejemplo puede atraer hacia sí pueblos enteros; [.] Pero el ejemplo tiene que venir por el camino de la vida tangible, y no simplemente por el de los libros, esto es, justo como enseñaban los filósofos griegos, con su fisonomía, su actitud, su atuendo, su alimentación, con sus costumbres antes que con sus palabras o con sus escritos”,3 dice Nietzsche. La valoración de Amara, de acuerdo con la personalidad del ensayista, está de acuerdo con la de Nietzsche, sin embargo, su vitalidad es menor, y su escru-tinio, laxo. Amara busca detalles curiosos para construir una torre de marfil. Las reflexiones cotidianas, “domésticas”, como las llamaba Montaigne, no eran sutilezas marginales y fuera de lo esencial; eran el centro mismo de la vida, del cuestionamiento de nuestras propias acciones y movimientos en el mundo. Cada decisión y acto debe ser reflexionado si en ello se nos va el alma. Y las reflexiones a las que se ha enfocado Amara pretenden tener el mismo sentido: dar crédito de la realidad y de la propia existencia. Y es por ello, que en sus arrebatos comete juicios tan arbitrarios como este:
Abro aquí un paréntesis sobre la academia como uno de los principales enemigos del ensayo, cosa obvia pero que tiende a olvidarse. Aunque entonces no lo tenía del todo claro, yo dejé la universidad, el Instituto de Investigaciones Filosóficas, porque allí no hay lugar para el ensayo, ni siquiera hay lugar para Michel de Montaigne. No sólo es que allí, en esos cubículos poco interconectados, se prefiriera estudiar a otros autores y se favorezca otros métodos (en particular el método analítico, tan esquemático y a veces frígido, equiparable en muchos sentidos al de los viejos escolásticos), sino que sencillamente hay modos de proceder, formas sancionadas, casi machotes, para presentar lo que por suerte no se llaman ensayos sino artículos o, más atinadamente, “trabajos”. Todos los días se escucha en los pasillos universitarios la consigna ilustrada del sapere aude, de pensar por uno mismo, pero la verdad es que cualquier amago de salirse del redil, de optar por la vía de Montaigne —quien por cierto fue un filósofo, aunque muchas veces se pase por alto—, es visto con desagrado, tachado de “no filosófico”. Piensa por ti mismo, pero con aparato crítico. Atrévete a pensar, pero con las rigideces consensuadas. Incluso uno de sus santos patronos, Wittgenstein, el primer Wittgenstein, sería sin duda reprobado por heterodoxo si tuviera que cursar el Seminario de Tesis II, mientras que el segundo Wittgenstein sería acusado, sin más, de dinamitero. ¡Ah, el fantasma del rigor de las universidades! En su nombre se detesta lo ambiguo, lo vacilante, lo fuera de lugar, lo anfibio; en su nombre se rechaza la inadhesividad y la irresolución, la cualidad elástica y flotante del ensayismo auténtico.4
Defendiendo su orgullo a toda costa, Amara dice unas verdades evidentes. Todo el mundo sabe que si se quiere tener un título, se requiere obedecer el adoctrinamiento y las reglas burocráticas que mueven los hilos del títere académico. Derribar y construir son las consignas con las que Amara podría dirigirse al medio académico.
Pero no todo lo académico es malo, ni todo lo creativo es bueno. Hay buenos y malos maestros como buenos y malos alumnos. Las diatribas de Schopenhauer y Nietzsche sobre la universidad y sus enseñanzas vendrían a reafirman los destellos críticos de Amara. Tópicos que han sido tan criticados que ya nadie les toma importancia, y que incluso irritan a la conciencia domesticada. La mutua mediocridad y aceptación del rebaño, como suele acusarse vulgarmente a esa especie de autómatas, hacen el imperio. Fina es la sutileza con la que Amara ridiculiza la vida escolar.
Heriberto Yépez, con su peculiar forma de escribir fragmentos luminosos por su infernalidad, hace una disección de mal carnicero con el ensayo. Y aunque lucha contra toda forma de orden establecido para la expresión, le encanta imponer el suyo. Como patriarcalista, fija las pautas del ensayo. Lo que podría ser una salpicadera de incoherencias, se tornan estructuras que se rigen por un sentido. Yépez le critica a Amara su anquilosamiento, su necedad y su incoherencia en su exposición. Yépez deambula de aquí para allá como un ciego queriendo dispararle a Dios. Queriendo tener la razón en todo y a toda costa, Yépez llega al insulto: “El ensayo ensayo —la expresión lo revela— es un ensayo patitieso, nostálgico (mula, muy mula) que se niega a abandonar su yo-yo vetusto”. El defensor del “ensayo ensayo”,5 dice, no quiere que la serpiente, metáfora que Amara utiliza, cambie de piel. Y Amara le responde, en una especie de juego de quién tiene la razón,6 que aunque la serpiente mude de piel, no por ello deja de ser serpiente. Recalcitrante con la idea de que ensayar es hacer todo lo que no hace la academia, el periodismo y la filosofía analítica, Amara se empeña por un didactismo renuente de su propia enseñanza. Queriendo abrirle camino a su expresión, cierra las puertas de acceso a él. Su tesis, si no pretende ser una tesis, ¿qué pretende ser?
Para ahorrarnos más discusiones quién sabe cuán bizantinas, propongo que todos los ensayos espurios, de tipo político y de teoría literaria, los sociológicos y de actualidad económica que se refugian en la impersonalidad; que todos los tratados eruditos, académicos y la mayoría de los divulgativos que abogan por la formalidad, se queden en el estante de la “no ficción”, allí donde se diría que lidian con la realidad o la representan. Y que el ensayo personal y tentativo se reubique en el estante de la ficción, en ese lado del librero en el que llanamente se amontona la literatura.7
Las mismas armas con las que pretende luchar pueden ser usadas en su contra. Queriendo hacer un bien, se hace un mal. El “ensayo ensayo” no es más que una juguetona formalidad. En lo profundo de su texto Amara, guarda una risa que hace mover la cabeza del lector: el papel del escritor de ensayos es el de un ficcionador que se ficciona a sí mismo. En su respuesta a la crítica de Heriberto Yépez, Amara le concede ciertos espasmos irónicos. Reconoce la soberbia fascinación de Yépez de herir a quien critica: exaltando lo negativo, se olvida de lo positivo. Pero cada quien tiene su brújula y su orientación, su gusto y su originalidad.
En su intento por coscorronear a Amara, Yépez, con su ya clásica autoreferencia de lo que debe hacerse y cómo hacerse, comete otros juicios no menos irritantes. “Hay que ser escritor terco-terco para no aceptar que el ensayo de nuevo hibride. [...] Creer en una prosa ateórica, manierista, solipsista es meter la cabeza en un hoyo: ensayo-avestruz”,8 le dice a Amara. Pero tanto Yépez, como Amara, Abenshushan y Lemus practican un estilo de escritura que siempre se encuentra en una constante experimentación de los recursos literarios. Abogan por la libertad de la escritura, por la interacción de elementos que den nuevos sentidos, que ensanchen el panorama de conocimiento y expresión del mismo. Amara lo llama “ensayo ensayo”, Yépez: “ensancho”, “performance”; Lemus: “escritura escritura escritura”; Abenshushan: “contraensayo”. El fin es el mismo: experimentar con el lenguaje, hacer de la escritura anarquía pura. “No pidamos al ensayo no tener argumentos, pies de página, fuentes (¡o lectores!); pidámosle tener todo lo que un paper más algo que pocos tienen: belleza intrépida, innovación formal, experimentación estructural. Nuevo ensayo = ponencia + poema”,9 dice Yépez. En su ensayo “¡Yo acuso! (al ensayo) (y lo hago)” dice una parrafada insustancial:
No es casualidad tampoco que el ensayo haya sido inventado en la modernidad, precisamente en la misma epocalidad en que se inventaba la ilusión del sujeto, a manos de autómatas abstractos —hago aquí eco del corcovado Kierkegaard— como Descartes y Kant. No es que el ensayo sea escrito por un yo. El yo no existe. No se necesita ser Buda o Hume, Borges o Foucault para estar enterado de esta inexistencia. Es claro que el yo es neurosis. Así, pues, no es que el ensayo sea escrito por un yo, sino que el ensayo construye la ilusión de la existencia de un yo emisor. Eso me parece nefasto. Me parece nefasto que el ensayo certifique al yo.10
¿De dónde saca Yépez el “Es claro que el yo es neurosis”? Quienes trabajan con el método psicoanalítico creen que el ser humano es un complejo de trastornos y neurosis. Yépez es fiel a esta idea. El ensayo no certifica nada, mucho menos al yo. La personalidad es más compleja que sus creaciones y sus determinaciones. Casi al final de su texto dice en tono de reproche: “el ensayo promueve el control de la prosa, el ensayo promueve la ilusión de la existencia del yo, el ensayo promueve el racionalismo, el ensayo es policiaco, el ensayo es el más popular de los géneros, el más comercial y el ensayo es parte de la sociedad del juicio al otro. Si fuésemos coherentes, por ende, el ensayo debería ser asesinado”.11 En esta actividad de ningunear y repartir sombrerazos se ha creado una alergia que reniega de las definiciones, un proceso dinámico de la expresión en una dialéctica negativa.
No sé si la personalidad y los hábitos de Amara después de cinco siglos le importen a un lector, como ahora nos importan los de Montaigne. No sé si la ilusión del yo y las ataduras del lenguaje y de los formalismos sean los parámetros del porvenir de la escritura, como lo anuncia Yépez. En esa negación por el cambio o el retroceso a las distinciones del ensayo, lo que se postula es un devenir de cuestiona- mientos acerca de algo que se construye según el antojo de quien escribe. Desde Montaigne, Bacon y Chesterton, Amara postula de nuevo la subjetividad del moralista ocioso, ávido de detalles que hagan ver la vida citadina del D.F. insignificante por no detenerse a reflexionar en lo cotidiano. El paseante se va de paseo con sus observaciones, con sus ideas y con sus juicios, y al regresar a casa se encuentra igualmente solo, como cuando partió.
La característica del ensayo “no es la afirmación, sino la incertidumbre”, dice Amara. La incertidumbre es también un modo de afirmación. Yépez, cumpliendo su papel de terrorista, ha encontrado la mejor forma de ensayar: guarda silencio. ¡La escritura limita! “¿No sería mejor dejar a un lado la regla y el lápiz con los que se intentan marcar los lindes entre los géneros y aceptar de una vez por todas la irremediable promiscuidad de la producción cultural? ¿No convendría olvidar el ensayo ensayo, y de paso la novela novela y el poema poema, y pensar, mejor, en escritura escritura escritura?”,12 escribe Lemus para objetar a Amara su anquilosamiento de los géneros y la escritura. Llamar ensayos a todo tipo de textos que no son ficción sólo un necio lo podría hacer, dice Amara, y opta por el camino de la musa. La ficción es la rama dorada, el filón de la mística y el contacto con lo sublime, la impronta de un demiurgo imperfecto como su creación: ficción él mismo. En su respuesta, Amara reniega del crítico pedante que cree que es él quien sienta las bases de la interpretación y los conceptos por los cuales discurre la literatura, que su pluma de Maat sea la que dé el estatus. Juez y verdugo. “Nada de qué asombrarse: los pedales de mucha de la crítica contemporánea son la caricatura y el gusto por amontonar descalificaciones”,13 escribe Amara para sancionar el irreductible método para inferiorizar o idolatrar según el dictamen crítico.
La posición del ensayo como una escritura que se define definiéndose y que no encuentra límites ni estructura adecuada para su entorno, pero que parte de un centro, de una supuesta subjetividad, de un yo que retorna a sí mismo cada vez que se pierde en la vagancia del pensar, es para Amara la postura que debe tomar todo ensayista serio. Todo ensayista ensayista debe darle la espalda a la teoría y a la conceptualización. “Lo que hace un niño con su bola de plastilina está más cerca de la escultura que una tesis de grado de la ensayística”,14 dice Amara para contradecir que Lemus haya echado en saco roto su concepto de “ensayo ensayo”. Ni Lemus, ni Yépez, ni Amara, logran acentuar los parámetros por los cuales la definición del ensayo muestre su carácter, cada uno propone su visión del ensayo. Entre las divagaciones fluctuantes que quieren cimentar como teoría o hipótesis, no hacen más que divagar en un círculo vicioso. Vivian Abenshushan, en su ensayo “Contraensayo”, concuerda con una posición libre de la actividad ensayística, en la que el escritor o escritora debe tener la libertad de expresar sus ideas sin el interés de lo comercial de la escritura, sin el ansia de la fama y el interés de agradar al aparato académico. Desescolarizar al ensayo y sacarlo de la inmediatez de lo mecánico, propio de los articulistas y escritores simplones, según Abenshushan, haría que el ensayista regrese a la senda de la intimidad, a la búsqueda sutil, contemplativa y estética de la expresión literaria. Dice Abenshushan no sin razón:
La diferencia entre el productor de artículos y el ensayista es radical; es una diferencia estética, ética y, si se quiere, hasta espiritual. El primero aspira a renunciar a sí mismo; el segundo, en cambio, cree en la posibilidad, practicada por Montaigne, de convertirse finalmente en sí mismo. Uno se denigra en cuanto renuncia a sus propias ideas; el otro se engrandece por el simple hecho de asumir el riesgo de su formación interior.15
Más allá de todo postulado, en la ensayística lo que menos se puede hacer es imponer una visión por encima de las demás, y que esta se ejerza despóticamente. Pero, inevitablemente, hay quienes tienen mayor talento, genio y destreza para expresar sus ideas. El ensayo, con toda la libertad de que goza, abre una posibilidad de diálogo entre diversos géneros, voces, matices, tal y como lo plantea Lemus. Y cuando Amara y Abenshushan disienten de llamarles ensayos a las tesis, a los artículos periodísticos, a las reseñas y a las ponencias académicas, no llegan más que afirmar una posición maniquea del género. “El ensayo auténtico se ha vuelto tránsfuga, evoluciona, se aproxima a otros géneros, los ayuda a salir del atorón”,16 dice Abenshushan. La aportación literaria, estética y didáctica vale por encima de la forma en que se plantee. Su preocupación es que cada vez más la inmediatez y el comercio de la palabra va mediocrizando la creación y al creador. Un mar de infamia golpea los corales del espíritu. Quien haya leído con atención la prosa de Yépez se habrá dado cuenta de lo poco armónico que es su estilo, a veces justo, otras, exagerado y ecléctico. Quien haya leído la prosa de Lemus se habrá dado cuenta de que es dinámica, armoniosa e incluso intrépida; sin embargo a veces ironiza de manera innecesaria o chata. La prosa de Amara en ocasiones se torna repetitiva; sin embargo es la poesía que asalta su escritura la que hace digna la lectu-ra. Abenshushan combina crítica y ficción; y pareciera que lo más imposible de imaginarse, lo puede suscitar cualquier detalle de nuestra habitación o la vida cotidiana.
La “intimidad”, como dice Borges, la inventó Montaigne. Y lo que todo autor, todo creador o artista defiende, por encima de su intimidad —ya que nadie sabe realmente lo que constituye a un hombre, “el hombre de carne y hueso” de Unamuno—, es su creación. Hoy pareciera valer más la obra de un autor que su propia alma. Estudiar al hombre, estudiar la obra pareciera ser una batalla entre dos mundos. La búsqueda de sí mismo, la pasión por tentarse, buscarse, es un ejercicio que incluye tanto a lo espiritual como a lo superfluo (la cursilería romántica es inevitable exaltarla; y esto es un prejuicio de mal gusto). A nuestros ensayistas les preocupa cada vez más que su vida valga en la medida en que su obra los ensalza. Fetiche del egocentrismo elaborado por Montaigne (“No he hecho mi libro más de lo que mi libro me ha hecho”). Pascal, según Bloom, escribió sus Pensamientos teniendo siempre a la mira los Ensayos de Montaigne. Cada pensamiento puede ser una glosa al margen de ciertos ensayos. Pascal repudiaba, como cristiano, el exceso de importancia y exhibición de sí mismo que Montaigne se daba: “Lo que Montaigne tiene de bueno sólo puede ser adquirido con dificultad. Lo que tiene de malo, al margen de las costumbres, puede ser corregido en su momento si se advierte que cuenta demasiadas historias y que habla demasiado de sí mismo”,17 escribe Pascal. Ese hablar de sí mismo, de los sentimientos y las reflexiones cotidianas o filosóficas es lo que tanto Abenshushan y Amara defienden ante la pérdida de la subjetividad en una mercadotecnia de la opinión y la polémica que desacredita o ensalza miserablemente (¡la mala crítica literaria, al igual que el periodismo hipócrita, la crónica mediocre y la reseña literaria vacía contagian a los buenos ensayistas de sus males!). Para ellos la subjetividad se ha perdido; para Yépez la subjetividad es una ilusión, una enfermedad. “Su libro no está hecho para llevar a la salvación, a lo que no estaba obligado, pero siempre se está obligado a no desviar de ella”,18 vuelve a escribir Pascal acerca de Montaigne en uno de sus Pensamientos. ¿Quién de nuestros ensayistas está buscando la salvación o la verdad en un mundo caótico en donde pareciera que las tesis se han vuelto relativas y cualquier teoría parece ser un ocioso enredo? “Un mundo sin cabeza, una cabeza sin mundo”, decía Canetti. Se puede estar de acuerdo con las objeciones que tanto Amara, Yépez, Abenshushan y Lemus ofrecen ante una decadente estrategia de la celebración de lo mediocre por parte de los mercaderes de la palabra. Por encima del genio, la sabiduría y la búsqueda incesante de la verdad, se encuentra la premura de la ganancia y la vanagloria. Hay que ver que hasta la buena literatura se ha servido del mercado para encontrar su público y su difusión. Anhelo de algunos ególatras geniales.
¿La vida académica o la vida libre del artista son garantía de algo? Quien realmente realiza algo importante sabe en sí mismo que ha dado lo mejor y que no requiere restregárselo en la cara a quien se revuelca entre los cerdos. ¿El ensayo es la construcción de uno mismo con las diversas fases por las que se transita para el aprendizaje? ¿El tema es la búsqueda? Nadie es suficientemente sabio como para no sorprenderse con un detalle aparentenme insignificante; y puede que breves prosas contengan verdades sustanciales para el rumbo del pensamiento, como lo es el aforismo. Lo que exaltaba Montaigne, más allá de su actividad literaria, era la interioridad del hombre, la libertad que posee de decidir, aunque cuelgue de una viga, de creer en lo que más le plazca y reconforte a lo que llamamos espíritu. La palabra escrita es palabra muerta, pensaba el divino Platón. ¿Lo que realmente vale y constituye lo esencial es lo que somos, lo que ensayamos en la conversación con el mundo y con quienes lo habitan? “El afán de obrar por mí mismo, sin agobiarme con excesivas tareas”, escribió el estoico Marco Aurelio. No hay mayor tarea que la de no agobiarse por cualquier cosa, así sea la muerte.
Hay a quienes el ensayo se les antoja una serpiente, un avestruz, un ajolote, otros más, un centauro, a mí me agrada el hombre.
Pontificar es el vicio más común en las letras.