París, 28 de octubre de 1759
Vuestra última carta señor, es divina. Si me escribiera usted más a menudo de esta manera, sería la mujer más feliz del mundo y nunca me quejaría de falta de lectura. ¿Acaso se imagina usted con que ansias esperaba su misiva, así como su parábola2 sobre Brahmín? Sería suficiente para enviar a la hoguera todos los inmensos tratados de filosofía, a excepción de los de Montaigne, quien es el padre de todos ellos; sin embargo, pienso que ha dejado demasiados hijos idiotas o aburridos.
Concuerdo con usted que la lectura del Antiguo Testamento puede parecer muy interesante tomando en cuenta la manera en la que usted aconseja interpretarlo, pero desde hace mucho tiempo por mera intuición he llegado a la conclusión de que todo converge en la ignorancia y la locura, así que no hay necesidad de realizar estudio alguno para comprobarlo.
Procuro leer sobre historia para conocer los hechos hasta cierto grado y también porque permite conocer a los hombres. Es la única ciencia que excita mi curiosidad, puesto que no hay manera de vivir sin ellos.
Vuestra parábola sobre Brahmín es encantadora, el resultado de toda la filosofía. No sabría decidir si preferiría ser Brahmín o la vieja India. ¿No cree usted acaso que los capuchinos y los religiosos no sufren grandes penas? No se ocupan de otra cosa que no sea su alma, aunque ésta les atormente. Todas las condiciones, todas las especies me parecen igualmente lamentables, desde el ángel hasta la ostra; lo molesto es el hecho de haber nacido, y se puede decir que el remedio a esta desgracia es aún peor que el mal que provoca.
Leeré lo que usted me ha marcado sobre la traducción de Lucrecia, pero no compartiré con usted mis reflexiones, puesto que sería abusar de vuestra paciencia y otorgarme aires al estilo de Praline (es una expresión de Mme. de Luxemburgo3). Debería limitarme a decir sólo aquello que podría incitarlo a hablarme. Señor mío, si vuestra bondad es tan grande como la imagino, tendría usted un cuaderno sobre su mesa de trabajo, en donde podría escribirme en sus momentos de ocio todo aquello que le pasa por su cabeza. Sería un compendio de ideas, de pensamientos y de reflexiones que no ha puesto usted todavía en orden. Es la más prístina verdad que no hay más que vuestra inteligencia que me satisface, porque no hay en usted una cualidad que se encuentre a expensas de otra, pero no quisiera alabarlo demasiado.
Seguramente no leeré a Rabelais,4 en cuanto Ariosto,5 me gusta mucho, siempre lo he preferido a Tasso,6 que me parece que posee una belleza más lánguida que sobrecogedora, más endomingada que majestuosa, además de no ser adepta de los diablos y la muerte.
No sabría explicarle el placer que tuve en encontrar en Candido7 todo el mal que usted promulga sobre Milton. Creo haber pensado en todo aquello, pues siempre engendré hacia él un cierto horror. De todas formas, cuando leo sus cavilaciones sobre cualquier tema, no puedo más que sumarlas a mi autoestima, pues son absolutamente conforme a las vuestras. No le haré mención una vez más sobre las novelas inglesas, que seguramente le parecerían demasiado largas; habría que carecer de obligación alguna para relegarse a su lectura. Sin embargo, estoy convencida que se trata de tratados morales en acción, que pueden ser muy interesantes e instructivos. Me refiero a Paméla, Clarisse y Grandisson, cuyo autor es Richardson, quien me parece goza de de gran ingenio.
¿Sabe usted señor mío, aquello que demuestra vuestra superioridad y que hace de usted un gran filósofo? Es el hecho que usted se ha vuelto rico. Todos aquellos que dicen que uno puede ser feliz y libre en la pobreza, son mentirosos, locos o idiotas.
Sobre aquellos proyectos financieros que teníamos en mente, es mejor olvidarlos. No solamente nos llevarían al hospital, sino que disminuirían las rentas del rey. Después del aumento sobre el tabaco y la entrega del correo, puede observarse que todo mundo recorta gastos. Incluso se ha llegado al punto de tomar el dinero de las loterías provinciales para hacerlo entrar al cofre real. No se han olvidado de táctica alguna para destruir cualquier posibilidad de crédito; hoy en día no se puede pedir ni un escudo,8 veremos que hace el Parlamento cuando entre en sesión.
Se ha tomado Canadá, el Señor de Montcalm9 fue asesinado, Francia se encuentra al final en el papel de la señora Job. ¿Tiene usted noticias sobre el rey de Prusia? Muero de curiosidad por ver las cartas que usted recibe, le prometo la más completa confidencialidad.
Espero de su parte los cantos de La doncella de Orleans10 que me ha prometido. Le suplico que se ocupe de mi entretenimiento, no puedo recibir uno mejor de cualquier otra persona.
¿No habías acaso tenido interés, señor mío, en comprar algo de tierra en la Lorena, específicamente en la región de Craon? ¿No era acaso el cura Ménoux vuestro negociador en esta cuestión? ¿No es acaso el cura Ménoux11 un idiota? Si usted todavía alberga este deseo, déjeme encargarme del asunto. Soy amiga íntima de la mariscal12 Mme. de Mirepoix y del príncipe de Beauvau. Me encantaría que usted tuviera una residencia en esta provincia. Podría ser una gran idea, tengo todavía la esperanza de no morir antes de tener el honor de volver a verlo, ya sea que usted venga hacia a mí o yo vaya a su encuentro.
Adiós, señor mío; no me corresponde el hecho de escribirle cartas interminables y pagar con tedio el placer que sus misivas me provocan. El Presidente13 le procura sus más sentidos cumplidos, pues tiene el placer de leer aquello que usted me escribe.