Después de leer a un escritor como Alejo Carpentier me ocurrió pensar que el arte es también una celebración de la existencia. Con una obra como Concierto Barroco uno descubre la imposibilidad de agotar el lenguaje. La existencia se enriquece cuando descubrimos que hay gestos o experiencias que son imposibles de atrapar o de tratar con las palabras. En ello pensaba también cuando observé las primeras pinturas de Raga (Ciudad de México, 1954). La primera época, la más sofisticada de ellas, está impulsada por un deseo de la sensibilidad: deseo de agotar la experiencia solar en un bastidor. ¿Es posible agotar una experiencia, tan solo una entre tantas, durante una vida tan solo para llegar a un mínimo gesto? Pierre Morandi lo intentó con las botellas cuyo misterio intentó descifrar una y otra vez; su obsesión se convirtió en su estilo, acaso en un ejercicio de estilo que fue el sello de toda su producción.
Una necesidad de llegar a lo hipersensible a través de un detalle minucioso aunque nunca excesivo es lo que se percibe. Me refiero a que en las pinturas de Raga que tenemos a la mano de finales de los ochenta su obra está dedicada a atrapar cada aspecto de una figura: no hay allí un solo espacio vacío o sin detalle. La obsesión de esta época es una obsesión por la luz solar: allí donde cae están también los secretos. ¿Cuánto no ha descubierto esta luz para la pintura? En una época de estudios iluminados con la luz fría de las lámparas eléctricas, hay también una pérdida de la sensibilidad en el ejercicio pictográfico. ¿Queda alguien que sepa apreciar estos mínimos gestos, o, cuando menos, distinguirlos? Tampoco es sencillo distinguir su necesidad de integrar la mayor cantidad de aspectos de la naturaleza, porque es más sencillo reparar en su adicción al color de este primer momento.
Raga ha unido elementos de la naturaleza, como huesos y esqueletos para construir altares en sus pinturas. No es sólo la representación de altares. Aunque antaño conocida, esta técnica se configura como una la respuesta a una de las experiencias que la muerte nos enseña: la de la pérdida de todo lo que nos rodea. Hablamos de la fosilización de elementos corporales de algunos animales, como plumas o cráneos. Aquí la pérdida se trasforma en un acontecimiento digno de celebración, pues hay una especie de rito funerario en el acto de colorear los esqueletos encontrados de las aves o de las serpientes y tortugas. Por otro lado podemos decir, que también este es el punto de quiebre de su obra, pues al llegar a reflexionar sobre el suceso de intercambio entre un estado y otro -el paso de la vida a la muerte- su obra se trasformó en fondo y forma. Cuando Raga se ocupó de pensar en la experiencia ritual, como en los ritos funerarios, la naturaleza dejó de ocupar un lugar preponderante.
Su obra pasó, en efecto, de esta sofisticación del lenguaje pictográfico a una sencillez especulativa de lo cósmico. Pasar de la forma a lo espiritual parece una paso que no se nota fácilmente porque precisamente la pregunta sería: ¿cómo se representa lo espiritual en la pintura? Bien, pues como no hay una respuesta concreta puede decirse que se trata del intento de la pintora por buscar símbolos que configuren un rastro de lo que se denomina trascendencia. En este punto, sus cuadros se valieron de la representación alquímica, pero poco a poco se notó el paso hacia la necesidad de representar ánimas o almas. En este momento, su pintura se vale más bien de la sencillez de una experiencia oriental y sus gestos. Las almas se convirtieron sencillamente en trazos, en movimientos de la mano. Las aves pasaron de ser ángeles, a sólo ser minúsculos caminos por donde el espectador pasea su mirada. Con forme el tiempo pasó, su obra se hizo sencilla y elemental, y hoy día puede decirse que aunque el color perdió terreno, el silencio y la contemplación son ahora el tema predilecto de la autora.