Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación. Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. (Mateo 5:3-10)
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Como hijo de una familia católica se me educó en la Fe en Dios y la Esperanza en la redención de los pecados en un Reino prometido, algo parecido al desvanecer de un cristiano velo de Maya. Como habitante de un rincón de Occidente, la esperanza se me presenta mal digerida en incontables muestras de “cultura”: películas, libros, series y demás farsas seculares que ponen un tono de duda sobre el catecismo: la esperanza muere al último, nos dicen, y la voluntad del héroe habrá de prevalecer. Como escéptico me pregunto: ¿no será posible, en cambio, que la razón de que esta diosa esté destinada a ser la última en morir, sea que no puede partir antes acabar con el último de los hombres, y entonces sí, ser la última?
Porque Elpis apareció en la vasija de la curiosa Pandora, fue la última en abandonar el receptáculo entregado a los hombres como castigo a la rebeldía prometeica que dio el fuego a los hombres para iluminar la oscuridad de sus almas fanáticas. Antes de Prometeo los hombres vivían con obediencia y sumisión ante los designios de una Gracia Divina, fieles adoradores de un Olimpo caprichoso. El Titán rebelde les dio la luz, que es la razón que no espera sino que indaga. Les dio el fuego en donde se inmolan las fuerzas divinas para encumbrar las humanas, liberándolos de las cadenas de la superstición. Zeus no estaba dispuesto a dejar el templo, y si su iglesia no podía ya valerse de un sumiso amor, tendría que hacer del miedo profesión de fe –tal es la lección que siglos más tarde recordaría Maquiavelo: para un príncipe es mejor ser temido que amado.
La apología de la rebeldía termina fatalmente: sobre el héroe las cadenas y sobre la humanidad las fatigas, la enfermedad, los dolores… y la esperanza. La primera mujer –porque Eva es Pandora y la serpiente es Prometeo– encarna la tragedia del fruto prohibido: el conocimiento y el castigo, la esperanza y el desengaño. La tragedia consiste en que el dolor es inversamente proporcional al tamaño de la esperanza, pero el gozo no es proporcionado a su realización. La apuesta es, a pesar de Pascal, desequilibrada. Por eso el pueblo griego no hizo apología de la esperanza, pero tampoco la redujo a un mal vulgar. Es un bello mal que seduce. Tal es la esencia de su ser. Hasta acabar con el último hombre.
La mitología nórdica, en cambio, fue más afecta a la Valentía y menos a la Prudencia. Los Edda refieren a un hijo de Loki llamado Ferir, un lobo hambriento cuyo coraje era reflejo de una valentía desesperanzada, es decir, inmune al influjo de Asgard. El lobo rompió los grilletes y las cadenas que los dioses le imponían para impedir sin éxito que cumpliera con su destino y matar a Odín el día del Ragnarök. La Gloria, no la esperanza, acompaña a la muerte en el panteón vikingo. El paraíso del guerrero no es otro que el campo de batalla, donde es mejor abandonar toda esperanza.
Los cristianos, más cercanos a los griegos –ahí está la Trinidad tan platónica como católica para quien todavía lo dude–, fueron también más propensos a la obediencia e hicieron apología de la Esperanza. Junto a la Fe y la Caridad, la Iglesia católica la elevó al nivel de las virtudes teologales que Dios infundió en los hombres para guiar sus actos. La esperanza pasó de ser castigo para tornarse confianza en las promesas de vida eterna, fundada en la oración y la recta conducta, reinstaurando la sumisión y la obediencia a cambio de un paraíso ultraterreno. No es la esperanza mundana sino la elevada promesa de salvación, la redención de la tragedia de la humana mortalidad. La ortodoxia ensombreció la luz de Prometeo para vivir en la lobreguez de los conventos, ciertos de que nada nuevo había bajo el Cielo del Señor. Bienaventurados porque nada esperaban de esta tierra; las promesas divinas, en cambio, estaban exentas de la humana traición.
Mientras nada cambió bajo el Cielo del Señor, o al menos no cambió mucho, la esperanza mundana permaneció aletargada, con los ojos en el cielo y los sermones en la boca. Pero llegó el día en que el dogma fue doblemente transgredido por un Prometeo mercante llamado Cristóbal Colón. Cometió el genovés la herejía de entregar a los hombres el fuego de un mundo que no estaba en las Escrituras. No satisfecho, abrumado por la incongruencia de la evidencia cartográfica, soñó luego haber encontrado en el Mundus Novus nada menos que el Paraíso. Y de cierta manera, sin ser plenamente consciente de cómo lo hizo: trajo de vuelta el Edén a la tierra. Mejor dicho, lo inventó. Porque como lo explicó Edmundo O’Gorman: “el mal que está en la raíz de todo el proceso histórico de la idea del descubrimiento de América consiste en que se ha supuesto que ese trozo de materia cósmica que ahora conocemos como el continente americano ha sido eso desde siempre, cuando en realidad no lo ha sido sino a partir del momento en que se le concedió esa significación, y dejará de serlo el día que, por algún cambio en la concepción actual del mundo, ya no se le conceda”. América no fue un continente esperando ser descubierto, era una necesidad para el europeo desesperado de las promesas de la vida eterna. En el corazón de todo europeo habitaba el deseo de una tierra de promisión y si la religión tardaba en dársela cruzaría el mar para encontrarla.
La Modernidad es señal de que el hombre desespera de lo trascendente, mejor dicho, encuentra una trascendencia terrena más allá de las columnas de Atlas. No contento con una tierra nueva, siguió adelante y más allá de la vieja religión y el viejo feudalismo. El descubrimiento de América inspira la Reforma protestante y el ascenso del capitalismo. Los barcos emprendieron el viaje dejando a los accionistas en la esperanza del retorno (de la inversión). Esperaban que regresaran cargados de pimienta pero regresaron cubiertos de oro y plata. ¡El paraíso en la tierra! La ambición acarreó el crecimiento del poder del yo y la explosión de la subjetividad: Cogito ergo sum fue la máxima del racionalista Descartes. Pero antes de que se prendiera de nuevo la luz de Prometeo, es decir, antes de la Ilustración, fue la Conquista la que liberó al cogito europeo; ¡todo era nuevo bajo el Cielo de Colón!
La Iglesia Cristiana se reformó para desterrar la simonía, pero también para sembrar la semilla de una ortodoxia compatible con el espíritu de un tiempo que pensaba en ir adelante. La esperanza que, al contrario de la fe fincada en el pasado, emana de lo postrero, tuvo un lugar privilegiado en la Reforma, tan protestante como capitalista. Promesa y progreso comparten el prefijo griego que indica un “movimiento hacia delante”. El capitalismo se desarrolló en el seno de sociedades ortodoxamente cristianas. No por azar la Constitución de los Estados Unidos de América –tierra de pasado negado que sólo puede ver hacia el futuro– se inspiró tanto en el liberalismo económico como en la Biblia. Un dicho popular reza que Dios creó a los hombres pero fue Samuel Colt –empresario e inventor del revólver– quien los hizo iguales. No se trata de inocente ironía sino de persuasiva retórica: la esperanza “es la virtud del santo o el empresario tenaz que busca un bien futuro, difícil pero asequible”, apuntó recientemente la economista burguesa y cristiana episcopal Deirdre McCloskey. El protestantismo es redención del empresario, transformación de la usura en beneficio, de la avaricia en ahorro, del vicio en virtud… Es la supresión de una ética aristocrática, proclive a la Valentía y el ocio conspicuo, por un ethos burgués dado a la Prudencia y la frugalidad.
Mi noción del capitalismo difiere radicalmente de esta teología capitalista. Para mí –mexicano, tercermundista, burgués de izquierda, católico por bautismo no por convicción, oaxaqueño, latinoamericano, etc.–, el capitalismo me habla de acumulación, explotación, depleción de recursos y una desagradable colusión entre las empresas y el Estado que le hacen ajena cualquier atribución de justicia o libertad. ¿Habría que hablar de un capitalismo protestante y uno católico? Tal vez, por un momento. El capitalismo es una Hidra de muchas cabezas. Para McCloskey el capitalismo –protestante y burgués– significa Market-tested Betterment, es decir, la mejora de la vida mediante el mercado. Secularización de la esperanza gracias a las fuerzas del mercado. Una vida virtuosa guiada por una “mano invisible”. La mano del mercado es la mano de Dios.
Adam Smith, padre de la economía moderna y paladín del capitalismo, el mismo que escribió una biblia de la economía liberal que casi ninguno de sus fieles lee, escribió un tratado titulado Teoría de los sentimientos morales donde defiende un sistema de ética que asustaría a sacerdotes-economistas de una secta que ha dado por tomar el nombre de Escuela Neoclásica y que, por algún motivo que no puede ser otro que la ignorancia, se creen ligados al economista de Kirkcaldy. Contrario a los postulados del racionalismo egoísta del homoeconomicus que tanto gusta a muchos economistas contemporáneos, Smith vio al hombre como una confluencia de pasiones y razones irreductibles al principio único. La Virtud no es en su sistema el desarrollo unívoco de un principio particular, sino el resultado de un equilibrio de siete de ellos: Valentía, Justicia, Prudencia, Templanza, Amor, Fe y Esperanza. La burguesía, al parecer de Smith, triunfó no por su egoísmo, sino por su capacidad para equilibrar las virtudes. El mercado calma con Prudencia a la Valentía aristocrática, su noción de Justicia inspira la democracia, su Amor a la Libertad contiene a los gobiernos, su Esperanza en el futuro mueve a las inversiones.
Concedamos que el paraíso terrenal de los modernos no es otro que el paraíso eterno, pero sólo a cambio de aceptar que es también el infierno. Si el burgués es virtuoso el pobre asume el papel de pecador. Si Estados Unidos es el paraíso, el Tercer Mundo es un purgatorio. El capitalismo ofrece la esperanza de una conversión secular: la riqueza, para los individuos, y el desarrollo económico como eucaristía para las naciones. La promesa de que un día todos seremos burgueses se llama “sueño americano”. Pero es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un inmigrante ilegal entrar a los Estados Unidos. No sólo a la Norteamérica de Donald Trump o Barack Obama, sino a la República histórica, a la Unión de Estados que tan pronto consiguió su libertad del yugo inglés se puso a escribir leyes y sermones que dificultaban la ciudadanía de nuevos europeos y prohibían de tajo la de las razas-no-blancas. Contradictoria nación que se forjó en medio de una lucha por la libertad de los hombres a tener esclavos –la libertad protegiendo a la esclavitud– hasta que Abraham Lincoln puso fin a la insensatez sin lograr desterrar el racismo. Ciento cincuenta años más tarde, el sueño americano todavía se ve entorpecido por la intolerancia de anacrónicas murallas de racismo mezclado con concreto.
La esperanza colectiva de una vida burguesa se cierra a miles de hombres y mujeres que huyen del infierno del subdesarrollo, ¿vale decir, de la vida no-burguesa o del capitalismo católico? Eso equivaldría a abandonar la idea de un sistema mundo, cosa que no creo que sea un paso prudente para entender las relaciones económicas actuales y sus desengaños. ¿No es verdad que tanto detractores como apologistas del capitalismo hablan de una era de globalidad? La desesperanza no es sólo una tragedia individual, sino que es colectiva también, es decir, sistémica. Su manifestación más dolorosa es la emigración obligada, la huida de millones de almas en busca de una tierra prometida. Manadas de hombres atraviesan tierras inhóspitas, movidos por el miedo y la esperanza que les entregó la Pandora del subdesarrollo.
La desesperación se monta sobre el lomo de una bestia que atraviesa la doliente y cruel tierra mexicana. Aquí los rostros hablan de desesperanza. El que nace pobre, pobre muere. Claro que hay excepciones, siempre las hay. Pero exactamente por serlo no sirven para fundar esperanzas, sino acaso malos mitos, pues la redención del individuo no salva al pueblo. Las fronteras entorpecen el sueño americano de los que deciden partir de la tierra materna, la inmovilidad social expropia la esperanza de los que se quedan. Resignado a la pobreza, el latinoamericano –cada vez menos– voltea la mirada a la cruz y el corazón a la Madre Virgen en busca de consuelo –cada vez más voltea una televisión, que a veces también le enseña a una Virgen degradada–. El catolicismo persiste donde el brillo de la vida material no ha apagado del todo la belleza de una redención ultraterrena, donde tal es la única esperanza para los desamparados del desarrollo. Si no hay justicia en esta tierra en algún lugar debe haberla, ¿o de dónde sino nace este anhelo de algo más, de un poco de bienaventuranza?
Dieciséis siglos después del Sermón del Monte, Alexander Pope extendió la liturgia de Mateo con la sentencia: “bienaventurados los que no esperan nada, porque jamás serán decepcionados”. Debido a la segregación sufrida como católico bajo la intolerancia de la Iglesia de Inglaterra, condición empeorada por la tuberculosis que deformó su cuerpo, Pope se educó en la finca familiar bajo la tutela del poeta latino Horacio, de quien aprendió latín y a vivir, cual Job dieciochesco, siguiendo la máxima Carpe diem, sin renegar de los inescrutables designios del Señor. Pope encarna el desapego católico frente a la vida terrena y la devoción religiosa frente a un mundo de industriosos comerciantes. Pero también es cierto que la vida de Pope estuvo lejos de ser un valle de lágrimas. Sus traducciones al inglés de la Iliada y la Odisea de Homero le concedieron ser el primer escritor “sin deudas a príncipe alguno u hombre para que viva”, sin mecenazgos. Fue además de un ferviente católico, el primer escritor empresario, es decir, el primer artista moderno. Quizá en verdad no esperaba nada de la vida, pero la Gracia Divina –apoyada por un poco de esplendor imperial británico– le dio mucho. Bienaventurado el poeta inglés.
Si el latinoamericano es, en cambio, menos estoico, lo es porque ha recibido menos los frutos del progreso. Pobre en medio de un mar de opulencia, sufre el resentimiento de quienes ven con resignación a unos pocos ascender sentados en el carro de la violencia y el fraude, y esto es, al menos para nosotros, el capitalismo ¿Es que hemos perdido toda esperanza? Al contrario, de ahí emana nuestra tristeza. Por eso la bienaventuranza nos está negada. Que así sea. Hay cosas peores que la felicidad eterna. Acaso Emily Dickinson lo supo al escribir estas líneas: “la esperanza es esa cosa con plumas /que se posa sobre el alma /y canta la melodía muda /que no cesa – jamás”. Es por una necesidad ontológica que vivimos atrapados en el reflejo eterno de dos espejos de promesas y traiciones. Tristes y no bienaventurados, nuestro es este marchito reino que llamamos México y nuestra la esperanza de que un día será un lugar más justo. Por mucho tiempo habremos de vivir todavía reconciliándonos con la traicionera esperanza, sólo para descubrir que si en verdad muere al último es porque perecerá con el último aliento de los hombres. Descubriremos que no es una diosa ni un tormento, sino un reflejo de la imperfección humana, que no cesa –jamás.