El comienzo del siglo XX fue, para España, un período de singular esplendor cultural. A los nombres inmortales de Picasso, García Lorca, Buñuel y Dalí se sumó una prolija generación de filósofos que, de no haberse trágicamente disuelto por la Guerra Civil Española y el eventual ascenso del franquismo, hubiera hecho de la Península Ibérica uno de los corazones de la filosofía a nivel mundial. Unamuno falleció el último día del año en que comenzó la guerra (1936), mientras que Ortega y Gasset, principal maestro de los futuros expatriados, ya llevaba más de dos décadas escribiendo. Meditaciones del Quijote, su primera obra, es de 1914. Sin embargo, sus herederos, cercanos al ideal republicano, tuvieron que florecer en tierra ajena. Motivados, ciertamente, por la comunidad lingüística y porque, en sus comienzos, el régimen de Franco tenía relativa afinidad con el de Hitler y el de Mussolini, entonces en plena ebullición (considérese que la Segunda Guerra Mundial comenzó cinco meses después del final de la Guerra Civil Española), muchos de aquellos incipientes filósofos partieron hacia Hispanoamérica, principalmente a países que habían expresado su apoyo a la II República, como México.
Así, mientras el español veía la fuga de su grandeza prometida, la filosofía mexicana, gracias a las facilidades brindadas por la presidencia de Lázaro Cárdenas, recibía del exilio lo que sería un momento capital de su historia. Pues, en efecto, personajes como José Gaos, Joaquín Xirau, Luis Recaséns Siches, Eduardo Nicol, Adolfo Sánchez Vázquez, Eugenio Ímaz, entre otros, no obstante sus orígenes geográficos, representan un episodio medular para la filosofía mexicana del siglo XX: gestaron una revolución tan honda que, aún en la actualidad, siguen percibiéndose sus efectos.
Hablamos de españoles —naturalizados prácticamente de forma inmediata— que hicieron filosofía mexicana. Distinto es el caso de pensadores extranjeros cuya presencia en el país resulta más anecdótica: no se incluiría a Erich Fromm o a Apel en la historia de la filosofía mexicana, aunque hayan visitado e, incluso, trabajado aquí. Aquellos exiliados, sin embargo, se asimilaron a la cultura y dieron continuidad al pensamiento nacido en México. Lo cual, en primer lugar, fue posible por una afinidad encontrada con los jóvenes movimientos intelectuales del país, sorpresivamente actualizados en las temáticas, obras y autores que se trabajaban en Europa: el pensamiento de Justo Sierra se fundamentaba en tesis darwinistas de Herbert Spencer, José Vasconcelos estaba familiarizado con la obra de Spengler y de Bergson, Samuel Ramos escribió El perfil del hombre y la cultura en México a partir de las tesis de Adler, además de conocer, como Alfonso Reyes y muchos más, la obra de Ortega y Gasset (que se recibió como mensajera oportuna tras la Revolución). Igualmente, encontraron en ellos un movimiento conjunto de crítica hacia el positivismo, similar al comenzado en España, de manera eminente, por la Generación del 98, a la que pertenecieron, por ejemplo, Pío Baroja, Antonio Machado y el mismo Unamuno.
Contra el utilitarismo y el materialismo positivista, emprendió una campaña el «Ateneo de la Juventud», cuyos miembros eran lo más selecto de la élite mexicana. Trataban de renovar el ambiente intelectual, introduciendo una nueva filosofía espiritualista que rehabilitara los altos valores de la vida, muy rebajados en México por influencia del positivismo. […] La autoridad de Comte y Spencer fue sustituida por la de Bergson, James, Boutroux, etc., etc. [Ramos, 2005:82]
En la misma línea se encontraban el proto-existencialismo de Antonio Caso y el mismo Vasconcelos, quien invirtió el orden del progreso, llevando a la ciencia de vuelta hacia la metafísica: “basta comparar la metafísica sublime del Libro de los Muertos de los sacerdotes egipcios, con las chabacanerías del darwinismo spenceriano. El abismo que separa a Spencer de Hermes Trimegisto no lo franquea el dolicocéfalo rubio ni en otros mil años de adiestramiento y selección” [Vasconcelos, 2005:19]. Ellos mismos, además, con la ulterior incorporación de Leopoldo Zea (entre otros), se ocupaban ya de la pregunta sobre lo mexicano, su carácter y su circunstancia, lo cual, como podría suponerse, representó una fértil afinidad para los filósofos españoles que continuaban con la obra de Ortega, como fue el caso de José Gaos, uno de los principales teóricos de la filosofía sobre lo mexicano.
Tal fue el ambiente al que se incorporaron los exiliados. Exentos de comenzar una vida en oficios varios, alejados de su vocación académica, ingresaron directamente al medio intelectual, principalmente, gracias a la fundación de la Casa de España en México (el actual Colegio de México) en 1938, desde la cual se realizaron colaboraciones con el recientemente creado Fondo de Cultura Económica, que, hasta entonces, publicaba exclusivamente textos sobre economía (que es de donde le viene su nombre y no de sus precios). Además de libros de autoría propia, muchos de los exiliados elaboraron una monumental tarea de traducción, gracias a la cual, por primera vez en México, se tuvo acceso a versiones castellanas de la obra original de los grandes filósofos contemporáneos en Europa y que aún se leen en las universidades de toda Hispanoamérica: José Gaos realizó la traducción de los cinco tomos de la Ontología de Hartmann, las Ideas de Husserl y sus Meditaciones cartesianas, la tan duramente criticada versión de El ser y el tiempo de Heidegger, el Aristóteles de Jaeger, entre otras; a Wenceslao Roces se le debe la Fenomenología del espíritu y las Lecciones sobre historia de la filosofía de Hegel, los cuatro tomos de El problema del conocimiento de Ernst Cassirer y El capital de Karl Marx; Eduardo Nicol tradujo solamente El mito del Estado de Cassirer y el Demóstenes de Jaeger; Eugenio Ímaz trabajó las Obras completas de Dilthey, la Antropología filosófica y la Filosofía de la Ilustración de Cassirer, y ¿Qué es el hombre? de Buber, entre muchas más. En adición, en 1955 Eduardo García Máynez y Eduardo Nicol fundaron la revista Diánoia, quizás la publicación de filosofía más importante del país, mientras que en 1940, ellos mismos, en colaboración con otros académicos mexicanos y exiliados, como Antonio Caso, habían creado el Centro de Estudios Filosóficos de la Facultad de Filosofía y Letras, el actual Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM. Juan Larrea, junto a Eugenio Ímaz, Jesús Silva Herzog, Juan Bergamín y otros más, lanzó las revistas España peregrina y los Cuadernos americanos. Además de las múltiples actividades docentes que formaron a la nueva generación filosófica de México.
Así, no obstante sus raíces natales, el ejercicio filosófico de los exiliados españoles es un momento esencial de la filosofía mexicana. De ahí nace el neologismo “transterrados” que usa Gaos para referirse a quienes, en tierras nuevas, prolongaban su vida anterior: descubrieron América por segunda ocasión, pero, ahora, con “cierto rubor por el retraso del hallazgo, y un cierto júbilo en reparar la culpa que pudo haber en la ignorancia anterior” [Nicol, 1998:119]. De tal modo que su filosofía no se originó únicamente por las capacidades individuales de cada pensador, sino también orteguianamente por la nueva circunstancia que, para ello, los habilitó: México es una tierra fértil para filosofar. Los “transterrados”, extranjeros y naturalizados, son, entonces, expresión del espíritu nacional, pues de estas tierras se nutrieron y en estas tierras cultivaron: mexicanos no sólo ante ley, sino por el ethos profundo de su vida, de su obra y de su legado.
- Vasconcelos, José, La raza cósmica, México, Porrúa, 2005.