Migración
10 de noviembre del 2017

En un par de años he visto con sorpresa que tres personas que conocía han muerto: una compañera de trabajo se accidentó en una motocicleta, uno de mis ex caseros fue asesinado por su propia pareja, y Barb, mi vecina a la que le negué varias veces dinero porque cada semana me pedía para comprar cigarros. Me dolió cuando supe que no había superado una cirugía ambulatoria. Mi más mínimo sentido de vergüenza me hace pensar que si le hubiera seguido dando dinero, al igual que ahora, me seguiría reprochando por haberla ayudado a morir.

Dejé de fumar cuando me fui de mi país. En la ruta que va a los comercios no hay aceras para caminar, pero se han hecho caminos con el andar de las bicicletas y los peatones que van a trabajar a la zona. La ruta está contaminada de colillas de cigarros. Unos fuman, otros beben, otro más se drogan, otros somos bebedores sociales, y otros más son discretos con sus manías y vicios. Barb, a pesar de los seis meses de frío que pasábamos al año, salía en la mañana a fumar al aire libre. Mientras paseaba a su perro fumaba, en la noche fumaba. Fueron muy pocas las veces que no la vi fumando. En los lugares de trabajo es común ver a las personas dedicar unos cuantos minutos para salir a fumar. Yo dejé de fumar por razones prácticas: me enfermaba de gripe varias veces al año. Eso aquí implica no ir a trabajar dos días, y conseguir un antibiótico potente requiere identificación y tiene un precio alto. Si no tienes seguro médico el gobierno te multa, y si tienes seguro médico prefieres no ir a una cita por cosas menores. Nunca se sabe si por ello te mandarán una cuenta de unos cuantos cientos de dólares.

Durante la semana trabajo en cuatro lugares distintos. En el verano prefiero los trabajos físicos, ya que me he puesto como meta respirar aire puro en los cuatro escasos meses que es posible, dejar que el sol y el calor entren en todo mi cuerpo; evito aires acondicionados y lugares cerrados; permanezco moviendo el cuerpo para deshacerme de la grasa acumulada del invierno. En enero es necesario subir de peso, comer cada dos o tres horas es lo más útil para evitar el frío en el cuerpo.

En cada trabajo que elijo me rodeo de gente que me agrada, porque la jornada laboral tiene que ser también un lugar para socializar. Hace unos días pasé a ver a una de mis tías a la ciudad, ella trabaja setenta y dos horas a la semana en un restaurante coreano, no declara impuestos, su paga aunque parece un dineral ante los ojos de los que venimos de otro país, es totalmente injusta. Nadie en su sano juicio conociendo las leyes de este país podría trabajar setenta y dos horas a la semana y ganar tan poco.

Desde que tengo una residencia legal (aun siendo casada) he recibido más propuestas de matrimonio que en mis mejores años de soltera. Me ofrecen dinero y antes de conocer la cantidad me niego a tocar el tema. Cada vez que voy a casa llevo encargos. Algunos amigos me piden que lleve a sus hijos a ver a sus familias a sus pueblos, pero ellos no quieren ir, su español es torpe, su mundo es otro y sus familiares son sólo los fantasmas de sus padres. Aunque sus rostros jóvenes son bastante originarios, ellos ya no pertenecen al otro lado del muro.

No tengo muchas amigas y las pocas que tengo siempre están trabajando. Insisto, obligo mi presencia en sus casas, me autoinvito a comer, me ofrezco a darles ride, les vendo cualquier cosa con tal de obligarlas a que me llamen para pagarme. En una ocasión hicimos un viaje de tres horas, tan sólo para ir a comer tacos al pueblo más cercano, donde hay más gente como nosotros. Extrañamos las ciudades de los bordes entre un país y otro, pero lo mejor es alejarse: hay demasiados queriendo trabajo. Es mejor buscar comunidades pequeñas, como en la que vivimos, en la que nadie nos molesta, en donde tenemos trabajo todo el año a pesar del clima.

La gente que habla el mismo idioma que yo, cuando escucha mi acento en inglés reconoce mi origen, los que no, constantemente asumen que soy asiática, parece broma, pero no lo es. Una mujer filipina en una parada de autobús se me acercó para preguntarme si yo también era filipina. Una y otra vez la broma se ha repetido con esa “otra nacionalidad”, hasta que dejó de ser broma para convertirse en un tema que me ha hecho retomar el hilo histórico que todos tenemos como migrantes en el planeta.

Doña Amparo murió en la Ciudad de México, llegó ahí debido a que una de sus hijas necesitaba atención médica. Lo poco que sé es que ella era originaria de un pueblo de la costa oaxaqueña, de donde salió hacia la capital del estado. Nunca conocí su historia. Uno de mis tíos me dijo que ella hablaba zapoteco y supongo que en algún punto de su transición del pueblo a la ciudad dejó de hablarlo por vergüenza. Poco antes de que muriera le pregunté si hablaba zapoteco, ella buscó la forma de no contestar. Era mi abuela y el único lazo conocido de mi lado paterno.

A inicios del siglo XX, un grupo de chinos llegó al Istmo de Tehuantepec para construir el ferrocarril. En ese entonces los primeros emigrantes comenzaron el trazo de un puerto y compraron varias tierras en lo que hoy es el centro de Salina Cruz, Oaxaca, entre ellos mi tatarabuelo. Él las heredó a uno de sus hijos nacidos en China, quien volvió a México poco antes de la llegada de Mao al poder. Desde que recuerdo, mi familia siempre ha sentido un orgullo exacerbado por ser de origen chino. Lo único que queda de esos orígenes que mi familia se vanagloria son nuestros ojos rasgados y un apellido poco común.

Hace un par de años yo también comencé mi tránsito de un país a otro. Salí de Oaxaca a Estados Unidos. Casi todos los mexicanos que conozco somos del mismo estado; es lamentable por un lado, porque eso habla de las pocas oportunidades de trabajo en nuestro lugar de origen, pero también es reconfortante porque cada vez que los oaxaqueños nos juntamos somos fiesta, comida y comunidad.

Constantemente me hago la misma pregunta, ¿para qué he venido?, especialmente cuando me excedo trabajando en esos cinco o seis trabajos que acepto por temporadas, y que aparentemente no me retribuyen ni espiritual, ni de manera creativa. De vez en cuando reflexiono y llego a la conclusión de que es sólo una desesperación y un ritmo azotado que traigo de muchos extenuantes trabajos de mi ciudad natal. Así somos los mexicanos. Algunos de mis conocidos trabajan diariamente muchas más horas que yo, mandan puntuales su mesada porque sus hijos están estudiando, porque su familia depende de ellos. “¿Para qué has venido?” Por lo menos ellos saben a qué. Sólo es una pregunta insoportable que musito en voz baja, que no le digo a nadie y que reconozco especialmente cuando vuelvo a casa y veo que las cosas ya no son las mismas, pero todo en esencia sigue igual.

Se dice que la tecnología ha acortado distancias y abaratado la comunicación, pero las ausencias siguen siendo ausencias. El lugar al que pertenecía se ha acostumbrado a mi ausencia, un lugar que en mis sueños me perturba y en el que insisto en permanecer.

Migrar no es cosa nueva, no es el título de este texto, no es un muro que en un par de décadas tendrá que caerse, como todos los muros que se han caído en la Historia, especialmente porque las personas de diferentes culturas tendrán que aprender a convivir y a mezclarse para preservar lo mejor de sí.

Se habla de construir otro muro, que nosotros lo pagaremos; sin embargo, ese muro ya existe y está construido a base de desigualdad, y no de discursos con lugares comunes, sino por el de residencia legal o indocumentada, que decide quién se tiene que ir o quedar. Los que nos quedamos, sea cual sea nuestro estatus migratorio, sostenemos lo que queda de país; buscamos la manera de permanecer sin importar el discurso de odio. Es triste reconocerlo, pero la barbarie está del otro lado y haremos todo lo posible por no regresar.


Una entrevista no hecha

A Valeria Luiselli le gusta fumar, lo repite una y otra vez en sus ensayos. Lo releo una y otra vez en las entrevistas que se enfocan en su vida personal en las revistas. He pensado en unas cuantas preguntas para ella. Luiselli ha sido una migrante casi toda su vida, y parece recuperar su identidad mexicana al escribir en español sus primeros libros.

Intenté contactarla, ya que vivimos en el mismo estado. Ella en el Harlem y yo en una comunidad recóndita Upstate en Nueva York. Supongo que mi fracaso en contactarla se debió, en parte, a que las redes sociales mexicanas estallaron contra ella por un comentario en su columna del periódico El País: “Todas las mujeres brillantes que conozco han tenido que remplazar el libre ejercicio del pensamiento complejo por el aburrido derecho a salir a la calle con cartulinas”. Quizá por las críticas recibidas no quiso atenderme.

El 21 de enero de 2017 los medios mencionaron que la Marcha de las Mujeres había superado en número al de la toma de posesión del nuevo presidente el día anterior. Es curioso, pero Luiselli asistió a esa marcha. En su columna no olvida mencionar que la conductora del tren en el que se dirigía usó el altavoz para decirles a las pasajeras lo orgullosa que se sentía de conducir el tren en ese momento. Si hubiera existido la entrevista, le hubiera preguntado sobre ese “aburrido derecho” que suena tan divertido.

En 2016 Luiselli publicó Niños perdidos, y en el libro ocurre algo que yo, como inmigrante, valoro, y es que el discurso pasa a ser acción. No es sólo un ensayo, ya que se hace poderoso cuando invita a salir de las letras y se transforma en un proyecto concreto. Luiselli, ante una estancia legal incierta en Estados Unidos, se hizo traductora de menores indocumentados en 2014. El resultado lo tenemos en Niños perdidos, un libro que en tiempos de Trump y de países azotados por la violencia lo escribe una mujer, madre, fundadora y voluntaria de una organización creada por estudiantes: la TIA.

El tema para mí también es bastante personal y necesario. Yo llegué a una comunidad en el estado de Nueva York en 2014. Mi situación fue incierta por unos meses cuando tramitaba mi estancia legal. El estrés me consumía por no tener un permiso de trabajo. Desde la primera vez que vine como estudiante de intercambio había descubierto que permanecer con un estatus indocumentado de este lado no valía la pena.

Yo insistiría en preguntarle: ¿para qué ha venido a este país? Es una pregunta quizá estúpida, lo sé. Es una respuesta de aliento corto, una incógnita que todos los que migramos nos hacemos, que insiste en recordar un tema que no es nuevo, que no debe ser visto sólo como un viaje siniestro, sino como un paso necesario que cualquier cultura o cualquier comunidad a lo largo del tiempo debe afrontar para evolucionar y trascender.

Frases
Viridiana Choy

Oaxaca, 1983. Estudió Ciencias de la Comunicación. Es colaboradora de la revista Avispero y actualmente reside y estudia en Nueva York.

Fotografía de Viridiana Choy

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