Heinrich Boll, Opiniones de un payaso,
Seix Barral, 2001
¿Por qué puede llegar a incomodarnos tanto la tristeza del hombre? ¿Qué hay de importuno, de perturbador, de insano, en el desconsuelo del Otro? ¿Somos seres trágicos por naturaleza?
Éstas y otras tantas interrogantes son provocadas por la emblemática figura del payaso creado por el escritor alemán Heinrich Boll. En una suerte de soliloquio retrospectivo, una voz, en medio de un escenario solitario, nos revela cómo un mundo se puede caer a peda-zos. Asistimos al último acto en la vida de alguien que, desarmado, esgrime una respuesta como quien dicta sentencia para sí mismo: consciente de la derrota. Opiniones de un payaso es la novela de un regreso y una caída. Es la historia de un artista vencido mientras los reflectores iluminan su malhadado heroísmo en el centro de ese proscenio que el escritor nos permite imaginar.
Hay mucho de teatralidad y pantomima en el lenguaje de la novela. No sólo porque su protagonista es un payaso y tales aspectos corresponden al quehacer del artista en cuestión.
Creo que es, además, la manera en que el autor alemán expone la banalidad y el patetismo de las ambiciones con que el hombre intenta a toda costa hacerse un lugar en el mundo. La novela no esconde sus motivaciones en cuanto crítica de la postura farisea de la sociedad alemana de la posguerra en el orden político y moral, aunque apuntando específicamente al gremio católico. El soliloquio del payaso es un desafío ante el despojo de aquello que nos reivindica como seres humanos falibles y desnudos, es decir, mortales. Desde el lugar del vacío y la pérdida, su alegato no es ingenuo, sino descarnado. Cada movimiento de su cuerpo y cada palabra que sale de su boca es un tropiezo y una contradicción pero no un enmascaramiento; por el contrario, la máscara se resquebraja sin piedad frente a aquellos que lo observan inflexibles y aterrorizados por igual, como si estuvieran siendo obligados a mirarse al espejo durante ese proceso, mientras que para él significa consumirse sin remedio pero sin cruzarse de brazos.
Llegué a olvidar realmente que era mi rostro el que veía en el espejo. Volvía el espejo del revés al terminar el ensayo, y cuando más tarde, en el transcurso del día, miraba al pasar frente a un espejo me asustaba; había un sujeto desconocido en mi cuarto de baño, encima del lavabo, un sujeto que yo no sabía si era cómico o serio, un espectro lívido y narigudo, y corría, tan aprisa como podía, en busca de Marie, para verme en su cara.
Como el niño, el payaso es cruel y encantador a la vez. Juega a vivir como una forma de hacerle frente a un mundo lleno de fórmulas, rituales, estratagemas y códigos que nublan sus sentidos y lo aíslan, pero no lo silencian. Él tiene algo qué decir. La marginalidad le concede el ángulo privilegiado del observador que aprovecha su soledad y, alucinado, se toma el tiempo para crear y poner el mundo del revés. En la novela, Hans Schnier, el payaso, toma el teléfono cual niño jugando bromas a sus mayores, aunque en este caso la broma es más bien una salva de ironías. Sabe bien que el solo hecho de su existencia pone contra la pared a todos aquellos que le han dado la espalda; los desarma con su atrevimiento para desenredar los sofismas en que ellos escudan sus actos y su teología, y el hecho de que sea su amor por Marie la verdadera razón por la que lucha hasta el final.
¿Por qué no entiende? ¿Por qué no se calla? ¿Por qué no se resigna? ¿Por qué no acepta que así son las cosas en el mundo?, se preguntan alterados e inquietos. Les parece ridículo que sea el amor, en su sentido más natural y simple, la bandera de su causa; Hans resulta quijotesco y anacrónico en un mundo que hace tiempo olvidó el significado de la virtud, el honor o la lealtad. Los disturba que no pueda ser comprado: ¿cómo tratar, cómo derrotar a alguien que no entiende la “lógica universal” del dinero y de la moral institucional y de clase?
“Déjese de tonterías, Schnier. ¿Qué mosca le ha picado?”
“Los católicos me ponen nervioso”, dije,
“porque juegan sucio”.
“¿Y los protestantes?”, preguntó riendo.
“Me irritan con su manoseo de las conciencias.”
“¿Y los ateos?” Seguía riéndose.
“Me aburren porque siempre hablan de Dios.” “¿Y qué es usted, pues?”
“Soy un payaso”, dije, “de momento, superior a mi fama. Y hay un ser católico al que necesito con urgencia: Marie y precisamente vosotros me la habéis quitado”.
Las circunstancias sociales que rodearon la infancia y juventud de Boll —la crisis económica de los años 30, el nazismo y la Segunda Guerra Mundial— serán determinantes en la evolución de su conciencia política y en cómo ésta se verá reflejada en su escritura. El choque existencial que “necesitaba” como escritor no provino de los habituales problemas familiares que abundan en la historia personal de los escritores, sino de la crisis económica y social que los afectó profundamente. Frente a sucesos que lo rebasaban, que estaban más allá de su control, Boll aprende a construirse una identidad que le permite saltar los abismos reales que enfrenta con su familia día con día: “en mí, el miedo y la inconciencia siempre estuvieron mezclados”. En este punto es donde el artificio, la ironía, la reinvención lúdica de sí mismo y de la realidad cotidiana cobran sentido. A través del juego se enfrenta al mal (representado por la guerra y el nazismo) y así se introduce en el ámbito de lo novelesco: “Las diversas po-sibilidades del comportamiento cobran en una situación determinada por sí sola rasgos de novela”, afirma Boll, y esta idea la lleva a su obra cuando hace tomar a su protagonista decisiones o comportamientos que pueden parecer absurdos, exagerados o riesgosos para hacer frente a una situación límite.
Hans no es desatinado, irónico o excesivo por ser un payaso, sino porque es un ser humano acorralado por fuerzas opresivas, cínicas y con el poder en sus manos. Es ahí donde se expresa la rebeldía subjetiva del personaje, que raya en el anarquismo y la locura, y con la cual nos llegamos a sentir identificados. Boll sensorializa la experiencia de la catástrofe e inseguridad económica y social que vivieron tantos como él en aquella época, a través de la representación, en el sentido teatral de la palabra, de las “opiniones” que dan título al libro.
Un personaje: Hans.
Un escenario: la habitación de Hans.
Un acto, repetido una y otra vez: descolgar el teléfono, marcar el número, hablar. Hablar con quien está al otro lado de la línea y, a la vez, en una posición diametralmente distinta a la nuestra, tanto ideológica como existencial. Uno a uno vemos aparecer a los personajes que han marcado la vida de Schnier —la madre, el amigo, el agente, el teólogo, el monje, el hermano, y varios más—, y llegamos a conocerlos a partir de dos elementos a destacar: su voz y su olor. Su visión del mundo se escucha y se huele. En la línea de Rabeleis (Gargantúa y Pantagruel) y Erasmo de Rotterdam (Elogio de la locura), Boll formula una estética de lo grotesco aguda y crítica (rayana en el esperpento) al subrayar lo visceral, lo instintivo, lo escatológico en las acciones, el lenguaje, las emociones o la gestuali- dad de Hans y sus interlocutores. Cada acto es una puesta en escena autónoma donde la decadencia, la violencia soterrada, la miseria moral, el infortunio personal o el esguince verbal se revelan por contraste. A partir de esta estrategia sensorial, se evidencian tanto los rasgos dramáticos y humanos del payaso como el trasfondo viciado de esta historia: Bonn, la ciudad donde Marie, la amada perdida, podía “respirar aire católico a pleno pulmón”.
Al único personaje que “vemos” físicamente, además de Hans, es a su padre, quien lo visita en su departamento. La escena es un clímax de visos catárticos que deja entrever la tragedia final del protagonista, y donde se mezclan temporalidades, recuerdos, alucinaciones, frases hechas y reclamos a medio camino entre el vacío y la palidez filial. El padre es un personaje de sí mismo y Hans ve en él una sombra mediocre y astuta a la cual no puede acogerse. En el encuentro de ambos se intensifican el artificio y la distorsión que permean la novela y a su protagonista. No es casualidad que el payaso nos haga pensar en la figura del loco. Como él, es un excéntrico vagabundo de territorios inciertos y prohibidos. ¿Qué motivaciones esconde su andar desordenado?, ¿su risa intempestiva o sus actos absurdos? Fuente de múltiples sospechas, todos se preguntan qué hay detrás de la sonrisa impostada en el rostro: “El espejo me confirmó algo tan emotivamente real como un plato que se vaciaba, un trozo de pan que se achicaba, una boca ligeramente grasienta que me sequé con la manga de la chaqueta. No ensayaba. Nadie había allí que pudiera sacarme del espejo y devolverme a mí mismo”. Hans, enfermo, con la rodilla hinchada, desaliñado, en bancarrota, melancólico, hambriento, falto de sueño y con un irreprimible deseo de beber, es el espejo de una humanidad agobiada que defiende su libertad a toda costa y que, en el límite de sus fuerzas y su circunstancia, confirmará que es la calle el último reducto —único y verdadero— donde la puede hallar. No es esto una cosa menor.
La calle es un símbolo a través del cual Boll revela la coherencia ética de sus ideas y la huella profunda que dejó en él la experiencia de la guerra. Si antes mencioné el rasgo anárquico de su personaje es porque para el escritor alemán significó en esa época de crisis una forma de vida que implicaba la improvisación absoluta y permanente de la existencia. Boll recuerda que, entre otras cosas, la guerra lo transforma en un ser no sedentario, en un vagabundo irredento, pues “la vida en aquel entonces era demasiado intranquila” y lo obligaba a uno a estar siempre en camino. Este continuo errar como un hábito desesperado y al mismo tiempo fuente de invenciones y despropósitos creativos es una característica que se puede advertir en otros escritores de la posguerra como Bohumil Hrabal, Witold Gombrowicz o Bruno Schulz. Más allá de sus temas y estilo propios, en la obra de cada uno de ellos están presentes el artificio y la constante metamorfosis de sus personajes e, incluso, de ellos mismos como escritores. El caos y el azar son los territorios del loco, del niño y del artista. Ahí es donde se cruzan los límites de la realidad y la ficción, y ese traslape es una actitud y un posi- cionamiento frente al mundo. Al reivindicar la calle como un bastión de la libertad, y hacer del payaso un símbolo de rebeldía crítica y ser consecuente, Heinrich Boll nos recuerda el vínculo insoslayable entre el arte y la vida, y la valentía que implica defender la imaginación, el amor, la paz y la lealtad al bien en tiempos de crisis, corrupción, violencia y oscuridad.