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08 de octubre del 2016

Pero el arte posmoderno no sólo reproduce sino que anticipa la realidad y, en ese sentido, puede afirmarse que la crea (no sigue, sino que anticipa sistemas de pensamiento); en eso consistiría su “realismo”; en su capacidad de generar realidad.
Jaime Alejandro Rodríguez

Se cumplen cien años del nacimiento de uno de los escritores más intensos y arriesgados que ha dado la lengua española. Desde 1942, en que se publica La familia de Pascual Duarte, hasta la edición de Madera de boj en 1999, Cela vive la escritura como un riesgo y se mantiene siempre en un territorio de frontera, en una tierra de nadie a la que aporta el bagaje de lo conocido y el desafío de lo ignoto. La obra de Cela es, pues, un ejercicio de riesgo, de entusiasmo, de verdad, muy por encima de las modas, del contentar a los otros y hasta de él mismo, porque una vez alcanzada una cima ya no tiene sentido entretenerse, sino atacar el pico siguiente, con sus amenazas o sinsabores. No hay más solución que utilizar la experiencia para entrar en la feracidad de los bosques. El escritor Cela vive su obra con un fervor sólo semejante a quien entra en una religión convencido de que es lo único que puede dar algo de sentido a una vida que parece no tenerlo. La vida y la escritura participan así de la misma intimidad.

En su obra autobiográfica La rosa, afirma tajantemente: “decidí ser escritor, sólo escritor”. La vida para los personajes de Camilo José Cela no es fácil. Diríamos que su metafísica guarda un luto riguroso, un pesimismo agrio que contaminará su modo displicente de decir. Pero es un pesimismo entusiasta, porque el universo celiano nos propone la vida como experiencia. El único sentido que tiene la vida es vivirla y, a pesar de saber que es una lucha perdida, ganar un segundo a la muerte es una victoria en esta batalla. Ya sabemos que la guerra la ganará la muerte, el sentido está en ganarle todas las batallas que podamos. En esto Cela recuerda a Montaigne, y no puede hacerse sin un fervor entusiasta, sin miedo o tragándose el miedo, como le pasa a los toreros o a los tuberculosos. Porque Cela quiso ser torero y fue también tuberculoso.

A partir de su primera novela escribirá decenas más. “Una novela”, dice, “es aquel libro en cuya cubierta el autor pone novela”. Esta afirmación sólo se la podrá permitir él, porque de un texto a otro buscará el modo de reinventarse. Cela, después de publicar Mrs. Cadwell habla con su hijo, nos dice: “Mrs. Cadwell es la quinta novela que publico y la quinta técnica de novelar”. Y tras ésta, más, muchas más. Estamos pues ante un escritor que cada vez que llega a un puerto quema sus naves y comienza una nueva búsqueda, ya sea en la forma de decir, en la forma de contar o en lo contado.

Vivir y escribir suponen un riesgo. Quizá por eso, la novelística celiana no pueda verse sino como una transgresión continua; como la rebeldía abrupta que coloca los elementos literarios que hasta entonces eran considerados sagrados de una manera distinta. Una liturgia sacrílega, de cálices y objetos de culto que adquieren una nueva dimensión al ser profanados, dejados al mundo para que éste, de nuevo, los sacralice. No hay una mejor definición de vanguardia. Puede haber otros intentos pero están en éste.

Cela bebe, se atiborra de los caldos de la vid clásica. De la poesía en cuanto a la musicalidad de las palabras y de las emociones, de la mirada singular. Ningún otro escritor en español ha llegado a un domino tan desmesurado del lenguaje. Se empapa de la prosa en cuanto a ejercicios de ritmo narrativo diverso, de esas estructuras ausentes o presentes, visibles o veladas. Luego, cuando todo ha sido digerido, es el momento de una disposición novedosa de los materiales, enriquecidos con la experiencia del escritor: es el momento del riesgo. Cela aborda la complicada reconstrucción de lo real con elementos viejos, clásicos, y sobre solares nuevos construye “novedades”. Una simbiosis rabiosa entre lo rigurosamente clásico y lo estrictamente innovador. Es un acto creativo que aúna en la nueva forma los conceptos aparentemente antitéticos de conservación y demolición.

Los temas, los de siempre. La mirada, al borde de lo obsceno. Pero cuando hablamos de obscenidad no nos referimos a nada que abarque el campo semántico de lo sexual, sino a lo afectivo, al territorio vedado, al horizonte de El desierto de los tártaros, donde habita ese peligro intuido y temido por todos, pero que nadie enuncia y nadie afronta. Esto convierte el riesgo —como en la obra de Joyce— en un descubrimiento de ese territorio prohibido, en un discurso socialmente escorado, lleno de aristas. Son miradas de escritor, miradas oblicuas, a veces ingenuas, a veces demoledoras y rotundas. La voz y la mirada y la palabra que le sirven de soporte, que dan forma, no se pararán en contemplaciones. La voz es directa, bien afilada, cáustica y, cuando es necesario, corrosiva —“el estreñimiento tupe a las gordas y las atora cruelmente”, El asesinato del perdedor—. Una voz que está más allá de lo correcto, pero que también sabe llenarse de ternura cuando corresponde —“Cientos y cientos de bachilleres caen en el íntimo, en el sublime y delicadísimo vicio solitario”, La colmena—.

La corrección política es enemiga del arte, es el paso de la oca de sometidos. Innovar es enfrentarse a lo muerto. Por eso Cela rompe esa corrección cuando históricamente eso resulta más difícil, cuando la retórica de sacristía y la poética de los púlpitos se ha hecho oficial en España. En los momentos más duros de la dictadura de Franco. Cuando la represión está en su máximo esplendor y todo se uniformiza a golpe de espada y agua bendita, Cela aparece con una obra escarpada y rotunda, alejada, enfrentada a la lectura oficial de la vida. Pero no se trata de una literatura de panfleto, sino del desafío revolucionario, que es la literatura con mayúsculas. Y esa obra adquiere su soplo divino y se encarna y es más vida que la vida misma. A la España que se canta imperial y gloriosa, Cela le pone estribillos en sus obras: la violencia, la humillación, la pobreza, el sexo, la miseria, el hambre y la injusticia. Y ya digo, sin panfleto: es la vida ausente y presente al mismo tiempo. Hay más vida en La colmena o en Pabellón de reposo que en las masas disciplinadas de los uniformes. También hay más muerte, es cierto. Pero, como dijo Montaigne, uno no se muere porque esté enfermo, sino porque está vivo. Cien años de su nacimiento y ninguno de su muerte, pues ya lo advirtió el propio Cela: la muerte es una claudicación.

Frases
Alfonso Fernández Burgos
  • Escritores invitados

Jabugo, Huelva, 1954. Licenciado en Periodismo, ha publicado columnas literarias, las novelas Al final de la mirada y Skins, y los libros de relatos Extinciones y Mujer con perro sobre fondo blanco, entre otros títulos. Es profesor del Máster de Narrativa de la Escuela de Escritores de Madrid.

Fotografía de Alfonso Fernández Burgos

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