Para Richard Rorty, uno de los pensadores más destacados del siglo XX, sólo hay dos formas no violentas a través de las cuales los grupos marginados pueden dejar de serlo, y las dos tienen que ver con el concepto de “ampliación del círculo”. Este círculo contiene a las diferentes personas y grupos con que nos relacionamos, conjunto que Rorty entiende estructurado concéntricamente alrededor de un yo que puede ser cualquiera de nosotros. En el primer nivel hay seres muy queridos, familiares o amigos cuyo bienestar tratamos como si fuera el nuestro. Uno de estos círculos más íntimos podría estar formado por una mujer, sus hijos, sus padres, su gato, dos grandes amigas y quizá su esposo.
A medida que nos alejamos de ese primer círculo, decrece la intensidad de las relaciones, así como nuestro grado de interés o simpatía por las personas. Tal vez nos preocupemos un poco por los vecinos, los compañeros de trabajo o las personas que van a la misma iglesia o al mismo estadio de futbol que nosotros. Con respecto, por ejemplo, a quienes habitan nuestra misma ciudad, y ya no digamos nuestro mismo país, el nivel de cuidado es mucho menor, prácticamente igual a cero. Quien lo dude piense en las escasísimas madres que cuidan a sus hijos por obligación legal frente al montón de ciudadanos que necesitan de cierto nivel de coerción para cumplir las leyes de tránsito, pagar impuestos, etcétera.
Rorty también es consciente de que existen grupos totalmente fuera de nuestros círculos. Esta ubicación se debe a multitud de aspectos: proximidad, cultura, historia personal, lo que quieran. Por ejemplo, para un contemporáneo de Octavio Augusto, los bárbaros de Germania estarían claramente fuera de cualquiera de sus círculos, incluso de los más alejados del centro.
Es un buen ejercicio preguntarnos, cada uno de nosotros, quiénes son esos elementos extraños que se encuentran fuera de nuestros círculos. Personas que, probablemente, podemos tomar como referencia negativa para definirnos a nosotros mismos: no soy negro, no soy gitano, no soy ñoño; no soy un loquito, un viejito, un chinito, un putito, etcétera. También lo es el reconocer que existen muchas personas que nos consideran a nosotros, seamos quienes seamos, como una parte del mundo humano a la que desprecian, o temen, o simplemente que preferirían morir antes de pertenecer a ella: gachupines, frijoleros, gringos, oaxacos, chilangos, gallegos, pelones, panzones, pachecos, nacos…
De acuerdo con Rorty, la justicia va haciéndose con más espacio en el mundo a medida que los círculos se amplían. A medida que somos capaces de preocuparnos por gente de los círculos más alejados, e incluso por quienes en un principio se encontraban totalmente fuera. Y sólo hay dos formas de lograr esto.
La primera es ejemplificada por Harriett Beecher Stowe, autora de La cabaña del tío Tom, la exitosa novela que hizo indignarse a todo un país por las condiciones que enfrentaban los esclavos, y que puede considerarse por ello, si no una de las causas de la Guerra de Secesión estadounidense —aunque se dice que Abraham Lincoln la entendía así— sí uno de los elementos que dieron más apoyo a la causa de la Unión.
Cuando los miembros de una sociedad son capaces de ponerse en los zapatos de un grupo marginado, muchas cosas son las que cambian. Y esa tarea, según Rorty, está a cargo no de las leyes ni de los tratados filosóficos, sino de la literatura, el cine, el periodismo… De cualquier sector de la cultura capaz de ampliar nuestra imaginación moral o nuestra inteligencia emocional.
Pero en ocasiones no es suficiente con esperar a que la sociedad se indigne o se ponga en los zapatos de un grupo marginado. A veces son los mismos grupos (sean los cristianos en las catacumbas, los primeros sindicalistas o las sufragistas) quienes toman cartas en el asunto: sus miembros se asocian o fundan clubes, crean espacios de comunidad en los cuales elaboran, discuten y experimentan con las nuevas posibilidades que luego proponen a la sociedad en su conjunto. Posibilidades que, de ser aceptadas, redundarán en la ampliación del círculo de lealtades morales de dicha sociedad.
El feminismo constituye uno de los más destacados ejemplos de esta segunda manera de ampliar el círculo. A través de los esfuerzos teóricos de múltiples pensadoras, así como de la intervención de un número todavía mayor de activistas, su historia muestra que ha sido capaz de hacer ver al resto de la sociedad la importancia de los derechos y las libertades de las mujeres, ayudando a ganar muy necesarios espacios en todos los ámbitos. Ello no quiere decir que la lucha deba detenerse. La equidad plena todavía está muy lejos, mucho más si enfocamos el problema desde una perspectiva global. El círculo debe seguir ampliándose, pero las bases ya han sido puestas.
Si observamos lo que ha venido sucediendo con la participación de las mujeres en la academia, constataremos numerosos casos que ilustran este modus operandi de lo que Rorty denomina “progreso moral”. De entre la multitud de científicas y filósofas que podrían seleccionarse para cerrar este texto, elegiré a Carol Gilligan, debido a que sus conclusiones parecen tener un amplio sector de intersección con las de Rorty, y también me parece una forma de ilustrar por partida doble la argumentación que he venido exponiendo.
Gilligan es una alumna del psicólogo Lawrence Kohlberg, que se preguntó por qué en general las mujeres no alcanzaban el último estadio de desarrollo moral definido por su maestro: el estadio de los principios éticos universales. Los estudios de Gilligan le llevaron a una conclusión muy sencilla, y alguien podría pensar que de sentido común, pero que en su momento fue revolucionaria: las mujeres y los hombres toman decisiones morales de manera muy diferente. En concreto, las mujeres valoran menos la imparcialidad o la universalidad que las relaciones de cuidado que mantenemos con las personas más cercanas y que dan sentido a nuestras vidas. En términos del esquema rortiano, resultaría que las mujeres abordan la ética justo del modo en que Rorty considera que se debe abordar si queremos que las cosas mejoren. O sea que, dicho un tanto precipitadamente, las mujeres ya sabían cómo se produce el “progreso moral”, sólo faltaba que alguien les preguntara o se fijara en su actuación.
Los resultados del trabajo empírico de Gilligan dieron inicio a un nuevo modo de reflexionar sobre el comportamiento moral humano: la denominada “ética del cuidado”. Una perspectiva que a mi juicio cada vez tiene más que decir en múltiples debates de nuestra época. Como decía arriba: es solamente un ejemplo del impacto que ha tenido la “ampliación del círculo” hacia esa —la expresión es de Sara Davidson— “mayoría oprimida”.
Otra forma de expresar la misma idea es decir, tal y como hace Seyla Benhabib en un comentario sobre la obra de Gilligan, que cuando se introduce la perspectiva femenina en un tema, en este caso ha sido la moral, pero podríamos pensar en cualquier otro, “se tambalean los paradigmas establecidos”. Los conceptos, incluso los que se pensaban inmutables, tienden a cambiar y a renovarse. Por ello, y por otras muchas razones, el círculo debe seguir ampliándose.