Nosotros juzgamos el resto del mundo desde nuestro limitado horizonte: no salimos de nuestras pequeñas costumbres, y nuestros entusiasmos son a menudo tan insensatos como nuestros desprecios”, apunta en algún momento Eugéne Delacroix, pintor francés que es hoy conocido por cuadros como Mujeres de Argelia o La Barca de Dante.
Delacroix vivió en una sociedad convulsa. Ello no ha impedido que su sentencia me haga pensar que sí, que los juicios son, pese a todo, parte de la construcción de ese proyecto que llamamos humanidad.
Nuestra existencia se afirma a través de hechos específicos, concretos, aunque aparentemente invisibles o acaso insignificantes ante los otros. Son gestos apenas. Pese a ello, hay existencias aparentemente leves que sin embargo perduraron felizmente en la memoria colectiva. Una de estas vidas es sin duda la de Sei Shonagon.
Sei Shonagon, de quien en realidad no se conoce el nombre exacto, vivió en el siglo x. Se menciona brevemente en las traducciones de El Libro de la Almohada que su padre era un poeta japonés medianamente conocido: Kiyohara no Motosuke. Después de cumplir los treinta años, Shonagon se dedicó a compilar las observaciones de su vida en un diario. Shonagon participaba como “ayudante menor” en la corte de la emperatriz Sadako (976-1001).
El libro de la Almohada me recuerda el boceto de una espera. Una mujer angustiada se ha sentado sobre una piedra para marcar los detalles mínimos y ocultos que la tierra prodiga. Sin duda la naturaleza tiene un lugar destacado en los entresijos de su escritura, que transcurre a intervalos regulares como las estaciones.
Fue en el periodo Heian (794-1185) en el que se cree vivió Shonagon, cuando la cultura japonesa empezaba a adoptar el budismo como creencia religiosa. Hoy día, el budismo, que se ha desperdigado en diversas corrientes, tiene como base ciertas ceremonias que unen el alma, según cuentan. Quizá las líneas anteriores resulten un disparate, pero hace unos días asistí a una charla titulada: “Caligrafía y zen”, con Shodo Harada Roshi.
El Roshi, que significa “maestro”, habló precisamente de las ceremonias que aproximan la existencia humana a un carácter saludable. Shodo Harada (Nara, 1940) es un sacerdote Rinzai, abad jefe de Sogen-ji, un templo de trescientos años en Okayama, Japón. Habló de la aplicación de la filosofía zen en la vida: “Cultivar nuestro espacio interno, asentarse en el mundo callando el pasado, despertando en la alineación de nuestra respiración”.
Mencionó entre otras cosas la caligrafía como un camino de alineación espiritual, al igual que la ceremonia del té, o el karate. Las ceremonias o rituales son finalmente caminos de búsqueda que ocurren de forma simultánea a nuestras vidas. Costumbres. Algunas sagradas o místicas, unas más terrenales o profanas. El diario de Shonagon es un compilado de estas ceremonias íntimas, breves, luminosas. El espíritu melancólico —hasta pudiera decirse histérico— de la autora nos revela ciertas sensaciones que nutren nuestra visión del mundo. No hay un tema central en el libro, a no ser una glosa que se extiende alrededor de las páginas del escrito mismo.
La escritora se dirige con toda la intención a un lector futuro, a un desconocido que se pregunte por qué ella ha decido hablar de la nieve y no del polvo: diferencias mínimas pero importantes, detalles preciados que sólo a los apasionados o obsesionados interesan. ¿Por qué intenta retratar los encuentros amorosos como actos secretos?
Es al final cuando respondemos ciertas preguntas. Cuando sabemos que Shonagon ha intentado encontrar entre el bullicio de la corte y el silencio de sus aposentos, un interlocutor. Un lector. ¿Dónde está? ¿Dónde se hallaba en toda la corte alguien capaz de responder con gestos lo que con gestos se pregunta? Tendrá que esperar algunos siglos…
Las cartas son algo común, y sin embargo, ¡qué cosa tan espléndida! […] Si las cartas no existieran, qué negra tristeza nos atenazaría. Si algo nos inquieta y queremos compartirlo con alguien, qué desahogo volcar todo en una carta. Todavía mayor es la alegría cuando la respuesta llega. En ese momento una carta parece el elixir de la vida.
Recuerdo ahora, por ejemplo, Cartas de la monja portuguesa de Mariana Alcoforado, quien supuestamente nació en Beja, en pleno siglo xvii. Se supone que escribió cartas amorosas a Noel Buton, Marqués de Chamilly y Conde St. Léger. Hoy se sabe que Mariana Alcoforado no existió. O más bien se sabe que el autor de las cartas fue el conde Lavergne de Guilleragues, que eran confesiones tortuosas de amor y deseo. Minucias sobre una relación atormentada.
Shonagon y Mariana Alcoforado, la monja portuguesa, participan de la ceremonia del placer. Me refiero al placer como la sublimación de los sentidos. Ambas, ahora un tanto irreales, pertenecen al mundo de la literatura, y sus gestos, aunque breves, no se pierden en el sonido de la indiferencia.
“Al cruzar el río con la luz de la luna, me gusta ver cómo el agua salpica en chorros de cristal bajo las patas de los bueyes”. Esa imagen extraña para los habitantes de una ciudad poblada de automóviles, carente de ríos y repleta de cemento, ha despertado en mí una felicidad breve, casi fugaz.
Así, mientras se lee El libro de la Almohada se tropieza y se descansa con sensaciones ligeras que uno puede repudiar o arropar en su interior. Una onomatopeya antigua permanece en dicho libro. El placer de lo que sabemos inexistente en nuestra vida. La nieve, las aves, los árboles:
El alcanfor tiende a crecer aislado, evitando la compañía de otros árboles. Hay algo casi estremecedor en sus enmarañadas ramas que produce rechazo, pero como está dividido en mil ramas se lo invoca para describir a los enamorados. (A propósito, me pregunto quién habrá sido el primero en molestarse en contar cuántas son).
Quizás además de compilar bajo su almohada en pergaminos (que hoy se han evaporado del universo, pues hoy día no hay rastros del primer ejemplar de El Libro de la Almohada) las costumbres de una época, Sei Shonagon impregnó el libro de ideogramas que al entretejerse mostrarían la neblina, y a través de esa densa cortina se observaría una vida como por una rendija.
Los gestos y las descripciones van y vienen. Apoyados en breves fragmentos de acontecimientos. Un ritual en el palacio, la espera de un amante, el encuentro con la emperatriz... Divaga para mencionar una y otra vez lo que le resulta agradable y lo que le produce repugnancia.
Los ideogramas han sido traducidos a mi alfabeto personal como un paréntesis que se extiende. Entonces tal vez pueda sentarme sobre una piedra y hacer un silencio. La reminiscencia será sonrisa. Puede ser que logre a través de esa ceremonia silenciosa que es el recuerdo, hablar de la vida. Sei Shonagon sonreiría complacida al saber que se ha escrito que murió en la indigencia, viviendo de limosnas.
“Anochece y apenas puedo seguir escribiendo. Sin embargo, me gustaría dejar terminadas mis notas por completo, haciendo un último esfuerzo”. Sei Shonagon esperaba envejecer. Vivía.