Latinoamérica
04 de noviembre del 2016

Después de acostado, pensaba en cómo habían hecho para ponerle nombre a las cosas. No sabía si les habían buscado nombres para después poder acordarse de ellas cuando no estuvieran presentes, o si les habrían tenido que adivinar los nombres que ellas tenían antes que las conocieran. F.H

"Tengo ganas de creer que empecé a conocer la vida a las nueve de la mañana en un vagón de ferrocarril. Yo ya tenía veintitrés años...”, dice el narrador de Tierras de la memoria (1964). Más bien: “todo ocurre en el recuerdo”, parece decirnos la literatura de Felisberto Hernández. Un recuerdo donde los abedules son caricias en lugar de árboles o en el que un hombre se convierte en lámpara.

Los cuentos de Felisberto están llenos de gestos irreverentes. Una enana llamada Tamarinda cuida de una joven atormentada que para sobrevivir se enamora de un balcón suicida (sí, un balcón):

Ella levantó los párpados. Después echó a un lado las cobijas y se bajó de la cama en camisón. Iba hacia la puerta que daba al balcón, y yo pensé que se tiraría al vacío. Hice un ademán para agarrarla; pero ella estaba en camisón. Mientras yo quedé indeciso, ella había definido su ruta. Se dirigía a una mesita que estaba al lado de la puerta que daba hacia al vacío. Antes de que llegara a la mesita, vi el cuaderno de hule negro de los versos.

Felisberto Hernández (Montevideo, Uruguay, 1902-1964) representa a “ese escritor que no se parece a ningún otro”, según escribió Italo Calvino en el prólogo a Nadie encendía las lámparas —un libro de cuentos que fue publicado en Argentina en 1947, y que no fue mínimamente conocido hasta que lo tradujera Italo Calvino al italiano.

Se podría situar a Felisberto Hernández en un mapa de literaturas intimistas. Y en ese hipotético mapa estarían, por ejemplo, Amparo Dávila y Bruno Schulz, cuentistas —como Felisberto— de un género que sería, como lo denominó el autor de El vizconde demediado, “el fantástico cotidiano”.

El recuerdo y lo inexistente son dos percepciones presentes en su literatura, y que, como una cuerda de hojas vivas, rodea sus escritos. Su obsesión por cumplir sus más descabellados deseos a través de la literatura, quizá se derive de su necesidad por salir de las situa-ciones comunes por las que atravesó siempre: primero como pianista desde los quince años —musicalizando películas mudas, viajando de un lado a otro—; luego como maestro en el Conservatorio Hernández, que fundó a los diecinueve años; más tarde en la Imprenta Nacional de Uruguay, donde trabajó desde 1958 hasta 1964, el año de su muerte. (Podría decirse que Felisberto trabajó hasta el último día de su vida, a diferencia de otros escritores contemporáneos suyos, que sí pudieron cumplir con ser “profesionales”). Esas situaciones lo formaron, lo influyeron. Están presentes siempre en sus cuentos, como una transición de lo cotidiano a lo fantástico. Así, en “El cocodrilo” (1962), un vendedor de medias Ilusión descubre el llanto como el método más efectivo para ganar algunos pesos; se convierte en maestro de las lágrimas para sus demás compañeros, hasta convertirse en un hombre arruinado y enfermo de mentiras que ya no puede dejar de llorar.

Pienso, por ejemplo, en la fase ya conocida de Juan Rulfo como trabajador de la Secretaría de Gobernación y más tarde en la empresa Goodrich-Euzkadi. Pienso en Pessoa y su vida ligada a un empleo en una pequeña empresa tipográfica y luego como traductor de correspondencia comercial. Pienso si ese silencio y esa aparente calma de oficinista no empujó a estos tres escritores a sus universos tan particulares como irrepetibles.

Italo Calvino escribió en su antología Cuentos fantásticos del siglo XIX que “existe también [a diferencia del “fantástico visionario”] el cuento fantástico en el que lo sobrenatural es invisible; más que verse se siente, entra a formar parte de una dimensión interior, como estado de ánimo o como conjetura”. Ese puede ser el tipo de interioridad que se manifiesta en la literatura de Felisberto.

En su obra los personajes pueden ser objetos aparentemente inertes, como una lámpara, una maceta, un balcón; objetos que pasan desfilando silenciosamente frente a nuestro extraviado pensamiento y que para la literatura de Felisberto han formado un universo trascendental. En sus cuentos las situaciones cotidianas se tornan actos excéntricos: un ave persigue a un peatón atormentado, un hombre se transforma en caballo, alguien muere de tristeza frente a un plato de sopa. Los cuentos de Felisberto Hernández buscan, también, hablar de nuestra ridiculez ante lo que desconocemos y nos parece tan ajeno: el otro. Y de paso exaltar ciertos estados de ánimo, como la melancolía. Si en Borges se constituyó el gran bestiario de lo fantástico, podría pensarse en Felisberto como el gran elucubrador de un almanaque de objetos cotidianos.

En su novela Las hortensias (1949) un hombre para sobrevivir a su letárgica existencia, construye alrededor suyo una alternativa misteriosa y bella: una colección de muñecas, un museo de figuras con distintas características. Las muñecas de su colección dan vida a una especie de teatro de la memoria. Cada noche, acompañadas por un piano, se desarrollan historias en las que el espectador (Horacio, el personaje principal) supone lo que las muñecas representan en una delirante obra teatral muda.

En una de sus últimas entrevistas (fumando y recostado en la cama, ya viejo y muy enfermo) Juan Carlos Onetti (que fue amigo de Felisberto) dijo de él: “era un joven muy delgado, apasionado por la música; luego, con el paso de los años, Felisberto se volvió un hombre gordo, muy gordo”. Cuenta Onetti que en una cena con amigos Felisberto pidió al mesero que le trajera una docena de huevos fritos, y cuando el mesero trajo los huevos se los comió él solo. Ese gesto que pareciera desaforado es uno de los tantos que integran al personaje que hoy leemos e imaginamos como Felisberto Hernández.

Los personajes de Felisberto parecen estar en una tertulia permanente, en una fiesta de casa vieja, olorosa a moho. Una casa de espejos. Una fiesta en que la música ocurre sin que nadie se pregunte de dónde procede, tan cercana a un trinar de aves ya extintas, que acaso nace de las grietas del tiempo. Esta sensación, la de no saber de dónde o cómo surgen las situaciones, será primordial en sus cuentos.

Su literatura es como la música, está allí para acompañar la vida, desplaza la construcción de los recuerdos. “Para que los recuerdos anduvieran tenía que darles cuerda caminando”, dice el personaje de “La mujer parecida a mí” (1947). Creo que esa máquina de recuerdos y sensaciones, que es la memoria, puede desbordarse en actos que nunca han ocurrido de manera tangible, y que, sin embargo, nos habitan cuando lo deseamos con tal fuerza que ya nadie puede detener esas fantasías.

Karina Sosa Castañeda
  • Escritores invitados

Oaxaca, 1987. Tiene un blog: elviajedemastorna.wordpress.com.

Fotografía de Karina Sosa Castañeda

Artículos relacionados

El desenmascarador
Latinoamérica
La búsqueda de una prosa pura, una vida sencilla y el pensamiento reaccionario
blog comments powered by Disqus