Recientemente he sostenido dos debates en redes sociales con filósofos respetables. Los debates han sido honestos y sensatos; sin embargo, algo llamó poderosamente mi atención, haciéndome aún más consciente de, lo que para mí es, uno de los grandes males de la filosofía, en el que casi todos, en algún momento, hemos caído: el sectarismo. Para efectos del presente, tomaremos la definición básica que de esta palabra da la Real Academia: “Fanatismo e intransigencia en la defensa de una idea o una ideología”. Esta actitud no es exclusiva de la filosofía, sino del proceder humano en general, así, la ciencia, la religión, la política, etc., adolecen de esta misma tendencia. Sin embargo, uno podría pensar que la filosofía, al ser la disciplina o ciencia crítica por excelencia, tendría más cuidado con estas prácticas. Mas lo que vemos es lo contrario. Y no sólo en el presente, pues el pasado marca el mismo rumbo.
En la antigua Grecia y en Roma existían diversas escuelas filosóficas que se disputaban la primacía de la verdad, del conocimiento. En el mismo seno de la enseñanza socrática hallamos esto: cirenaicos, cínicos y platónicos, sólo por mencionar unos cuantos. La burla, el desprecio y la intransigencia eran, hasta cierto punto, parte de sus debates, en los que de lo que se trataba era de demostrar cuán equivocado estaba el otro, cuán estúpida era su interpretación, aduciendo que las enseñanzas del Maestro no habían sido entendidas a cabalidad por esos otros. Lo mismo pasará en el cristianismo (esto si vemos a Jesús de Nazaret como filósofo) o en el período helénico, descendiente intelectual de las mismas escuelas socráticas. La Edad Media proseguirá con dichos “debates”, sólo que ahora con la Biblia como base exegética. O qué tal, en siglos más recientes, el desprecio caricaturesco de Schopenhauer a Hegel. Por otro lado, la filosofía oriental no es tan distinta. En el budismo tibetano existe la anécdota de Kamalaśīla, filósofo de la escuela madhyamaka, quien, tras debatir con representantes chinos de la escuela Chan para ver qué doctrina sería la oficial en el Tíbet, fue asesinado por ellos. Con estas y muchas otras anécdotas es fácil notar que la filosofía, a pesar de su supuesto carácter crítico-racional, no está exenta de los sectarismos o de los fanatismos; es más, me atrevería a decir que, junto con la religión, aquí es donde más proliferan, pues de por medio va, para muchos, su ego, su honor intelectual, su dignidad académica. Por eso es que los sectarismos de antes han terminado por devenir en sucursalerismos. Esta palabra que se la escuché, por primera vez, a Mauricio Beuchot, retrata la evolución (o involución) de las antiguas sectas. Sólo que, hoy en día, en vez de caminar por el Ágora, se camina por las aulas de alguna Universidad. Y ahí van los analíticos despreciando a los heideggerianos y estos despreciando a los kantianos, que, a su vez, le escupen a los marxistas y así, ad nauseam. Cada cual, por supuesto, como en la antigüedad, cree tener la interpretación más certera, la lectura más clara, el argumento más sólido. Esto tampoco es tan extraño de entender, pues, cuando uno asume una postura, lo hace creyendo que es la “mejor postura” o una de las mejores. Hasta ahí vamos bien, cada quien tiene el derecho de decantarse por una posición o una metodología específicas; el problema viene cuando no damos lugar a la duda (otro de los supuestos de la filosofía) o a la apertura, sino que nos cerramos en nuestro mundo, con los nuestros, los que piensan como nosotros, lo que Stanley Fish llama “comunidad interpretativa”, y de ahí no salimos ni de paseo y si lo hacemos es sólo para regresar aterrados, balbuceando haber visto cosas horribles en el camino.
Este es el estado de la filosofía actual y tampoco sería tan grave si, a la par de estos sucursaleros, existieran más filósofos creativos, propositivos, pero no, este mal se conjuga con otro, detectado por Michel Onfray, el de la citología, esto es, filósofos (o, como Schopenhauer o Nietzsche preferirían llamarlos, profesores de filosofía, cultifilisteos), que se dedican a citar y citar y citar, sin jamás proponer algo distinto. De hecho, el fenómeno del sucursalerismo está íntimamente emparentado con el de la citología, pues esta es su método. Y que no se me malentienda, no estoy hablando de la filosofía académica en general (aunque valdría la pena revisar el tema), sino de una parte de ella que, desgraciadamente, sí es mayoría. Al final quizá no haya mucho que reprochar, puesto que, como se dijo al inicio, esto parece ser una tendencia humana; tal vez sólo somos “víctimas” de un mecanismo que nos sobrepasa y que nos lleva a caer en el hoyo sin darnos cuenta, tal vez así fuimos “diseñados”, como animales sectarios o gregarios y, por más que lo deseemos, no podemos escapar a este impulso primario, por lo que el análisis se habría de centrar en este punto. Los que nos dedicamos a la filosofía de manera profesional deberíamos, al menos, estar atentos y mantener un cierto escepticismo (epojé) sobre nuestro grupo, sobre nosotros mismos (nuestras lecturas, interpretaciones, acciones, discursos, etc.), yendo contra la misma corriente, de otra forma no somos tan distintos de aquello que criticamos. Para terminar, permítaseme citar algo de Morihei Ueshiba (fundador del Aikido): “Masakatsu agatsu katsuhayabi” [la verdadera victoria es la victoria sobre uno mismo, aquí y ahora].