Apenas eran las nueve de la mañana y un abogado llegó a la clínica. Mis compañeras platicaban entre ellas y yo estaba enojado frente a la máquina de dulces porque siempre se acaban las donas. El abogado necesitaba que algún psicólogo realizara una entrevista y, como todas en ese momento fingieron estar ocupadas, voltearon a verme. Yo seguía enojado porque la máquina no quería aceptar mi billete y mi café se estaba enfriando. Me preguntaron si podía hacer la entrevista y no pareció importarles que ya no hubiera donas. Accedí a apoyarlos y llevé mi café hasta mi consultorio. Cuando la niña entró ni siquiera bebí un sorbo y lo coloqué a un lado. Los golpes de la niña se apreciaban a primera vista y supe que sería otro de esos días. Mientras la menor me contaba sobre los maltratos que recibía de su padrastro, y se tocaba las cicatrices causadas por los cigarros que le apagaron en el hombro, tomaba apuntes para pasar mi reporte. Para cuando la niña terminó de hablar, mi café y yo estábamos fríos. Al final la acompañé hasta la siguiente oficina y de regreso me detuve en la máquina de dulces. Escogí las galletas con chispas de chocolate sabiendo que, luego de escuchar uno de esos casos, que seguramente atenderé después en consulta, la comida ya no me sabe a nada. Meses antes una compañera, por la gravedad de un caso, y por la frustración provocada por la burocracia, sufrió un derrame en el ojo. Y supe de otra que antes tuvo parálisis facial por algunas semanas. Ambas eran abogadas. La primera me preguntó cómo debería hacerle para que no le afectaran los casos fuertes con los niños. Lo medité un momento. Recordé que cuando trabajaba como cocinero en Los Ángeles el dueño del restaurant nos gritó a otro chico y a mí que nos apresuráramos. Alegamos que la temperatura de los alimentos era muy alta y él nos gritó: “¿Qué? Háganlo más rápido: ¡El cocinero nunca se quema!” Por la carcajada que soltó nos dimos cuenta que era sarcasmo. Después conocí a un chef que llevaba años en la cocina y sus antebrazos y manos estaban llenas de cicatrices y quemaduras. Entonces le expliqué a mi amiga que en la mayoría de trabajos se corren riesgos. Y en el nuestro, por más que intentáramos no involucrarnos, era imposible en algunos casos. Las cicatrices de los psicólogos no se ven, pero ahí están. Cargamos con pacientes durante un tiempo. Y lo único que podemos hacer es consolarnos sabiendo que nos esforzamos por mejorar su situación. Y en muchas ocasiones tenemos éxito. Pero siempre está la posibilidad del fracaso y la frustración frente a nosotros. Supongo que mi respuesta la convenció, y afortunadamente en estos días no le han llegado casos tan graves. Pero lo cierto es que esa respuesta no la pensé para ella, sino para mí, que cada semana estoy queriendo entregar mi renuncia y llevar una vida tranquila. Dar terapia no es lo mío, no estoy hecho para eso y dudo que alguien lo esté. Es más, yo no quería ser psicólogo, sino psicoanalista, y no para dar terapias, sino para realizar investigaciones desde una perspectiva psicoanalítica. Ni si quiera me siento a gusto entre psicólogos. Tengo muchas diferencias con ellos. Hay algunos que prefieren las teorías de Rogers y a sus pacientes les llaman clientes para no revictimizarlos. ¿Cómo no voy a sentirme como puta si en mi oficina veo a mis compañeras entrar a sus consultorios cada hora con personas distintas, y se escuchan sollozos y gemidos, y todavía me piden que los llame clientes? Hay otros que abrazan a sus pacientes después de cada sesión, no estoy seguro qué corriente psicológica maneje eso, pero yo les llamo ridículos. Aunque a veces, cuando llega una de esas madres solteras guapas y con baja autoestima, me dan ganas de cambiar mis ideas para abrazarla y perder mi pose de psicoanalista. Pero nunca lo he hecho. A los lampiños nos es muy difícil pertenecer al psicoanálisis. No me toman en serio porque no tengo barba. Me volví adepto a Freud al leer toda su obra en una biblioteca, no por haber pagado una escuela para que me lo enseñara. Y aunque intenté con otras corrientes, creo que todo se explica mejor desde el psicoanálisis, aunque eso no se los digo a los psicólogos porque luego se ofenden. Espero no seguir mucho tiempo en este trabajo. Y menos ahora que volví a ver la película Sexto sentido y me espanté más que en la primera ocasión. Ahora vivo con el miedo de que algún día uno de mis pacientes, después de muchos años, vuelva a buscarme y termine dándome un balazo en el estómago y entonces camine por el mundo como un fantasma sin saberlo. A veces creo que ya sucedió.
Sexto sentido y Psicología
[ Columna semanal ]
27 de enero del 2016
blog comments powered by Disqus